XXI
Cuando abrió la puerta del salón se gozó en notar la palidez y al ligero temblor de Enrique. Tenía un gran encanto, para su latente perversidad, el amor de un ingenuo.
Lina estaba sentada ante el piano y recitaba los versos de que era autora. Expresaba en ellos los mayores atrevimientos sensuales, disfrazados con capa de misticismo.
Cerca de ella don Miguel la escuchaba sin respirar apenas, presa del sentimiento de adoración que en el ocaso de su decadencia lo convertía en esclavo de la única mujer que despertaba un impulso amoroso. Su rostro pícnico tenía la expresión de felicidad de los gordos vulgares al comienzo de la digestión de una comida abundante.
Isabel hizo seña de que no se interrumpiera la música y fue a sentarse en un ángulo, entre Julito y doña Milagros.
Lina gemía sus versos con la mezcla de melancolía y de fuego romántico, eterómano, que existía en ella, y lo mismo la impulsaba hacia el arte que hacia los deportes; a lo más quintaesenciado y a lo más vulgar; esforzándose siempre por creer espirituales y psicológicos todos sus instintos.
Con los ojillos hundidos, casi cerrados, dejaba escapar, acariciándolas, de su boca de vampiresa, las frases amorosas. Tenía algo de esos borrachos catadores que husmean el vino bueno, Isabel se sintió atraída por la competencia que se le ofrecía. No tardó en darse cuenta de que Enrique, sin mirarla, era sólo a ella a quien veía. Sus ojos, cargados con el peso de los párpados carnosos y empestañados, se fijaban de reojo, con expresión hambrienta, en el descote de Isabel, reflejado en el espejo.
Su descote había sido un descubrimiento que debía a su amiga. Nunca te había descotado antes, ni sospechado la hermosura que poseía. No había sabido apreciar hasta entonces su propia belleza y toda la importancia que tenían sus manos largas y finas, sus pies chiquitos, sus piernas admirablemente formadas. Sus cabos finos, de buena raza andaluza, como le decía Lina, que los consideraba señal de aristocracia en las mujeres y en los potros cordobeses. Pero su mayor belleza era el descote. Tenía el cuello largo, los hombros caídos, con una nuca redondeada, una espalda recta, un pecho amplio y almohadillado, sin excesiva carnosidad, que permitía la audacia de bajar el descote y no descubrir el parteluz de los senos.
Lina le había enseñado también el arte de renovar su descote: unos días era largo y puntiagudo; pasaba entre los dos senos y le llegaba al estómago, pero tan estrecho y cerrado que no podía acusársele de impudicia, Otros días el descote en corazón resultaba casto, a pesar de ser muy grande, porque descubría sólo lo plano del busto. El descote cuadrado hacía aparecer el cuerpo más fuerte y el cuello más largo. El abierto hacia los hombros excitaba con su falso comedimiento, más que todos los otros, tanto cuando era alto como cuando, a estilo Imperio, bajaba para dejar adivinar los botones de los senos.
Era una mujer diferente de todas las que había visto Enrique en su provincia. La miraba como si hubiese en ella algo de sobrenatural.
Lina debió darse cuenta de lo que pasaba en el espíritu del joven, porque se apartó del piano con aire de enojo, que sólo Isabel apreció.
—Vamos, Miguel, se hace tarde.
—Como tú desees —respondió el esposo.
Reparó en su palidez y añadió:
—¿Te sientes mal?
—No…, la música, que me emociona siempre.
—Y yo no debía permitir que le entregaras así a ella, pero estás tan admirable que no me atrevo a negártelo.
Doña Milagros hizo mi esfuerzo por sacudir su modorra y aplaudió.
—Ha estado maravillosa.
—Insuperable —dijo Isabel.
—Y a usted, ¿lo ha gustado? —preguntó Lina a Enrique, como reproche de su silencio.
—Tanto, señora, que no encontrando palabras con que expresarlo he preferido callar.
—Pues entonces véngase a cenar con nosotros y repetiré la audición.
—No —dijo don Miguel—. Ya que según ha dicho es aficionado a la pintura lo mostrarás tus cuadros. Recitar más no lo consiento.
Enrique vaciló y fijó en Isabel una mirada tímida, como sí deseara pedirle permiso. Ella le hizo un signo de asentimiento que establecía ya una especie de intimidad entre ellos.
—Cene usted con Lina hoy y venga mañana a tomar el té conmigo —dijo—. Mamá y Julito estarán aquí.
Alargó el brazo sobre el hombro del sobrinito y lo atrajo hacia ella con un gesto de coquetería maternal. Aunque no era mucho menor que Enrique parecía un niño aún. Los bucles perfumados rozaron su enorme descote, y Enrique se inmutó visiblemente.
—No sé si podré —dijo con un enojo súbito.
—Como usted quiera —repuso desdeñosa Isabel.
—Si… vendré…, dejaré para otro día lo que tenía que hacer —se apresuró a añadir él, con la sumisión del deseo.
—Me parece bien el arreglo. Lo mostraremos a usted el taller de Lina —dijo don Miguel, siempre atento a las alabanzas de su esposa—. Lina es una gran artista. Lo mismo escribe que compone música, que esculpe o que canta. Su defecto es poner demasiada alma en todo. Demasiada pasión: se deshace.
Y siguió explicando al joven cómo tenía que mitigar el fogoso ardimiento de su esposa, que a lo mejor se entregaba al arte, se encerraba en su taller de soltera, que conservaba, y no podía lograr que volviese a casa en muchos días.
—Se pone como una sonámbula, y ni duerme ni come. Es una vidente del arte.
Lina, molesta con los elogios de su marido, interrumpió con un:
—¡Tú no entiendes de estas cosas! —Capaz de helar a otro menos acostumbrado a la sumisión.
Cuando se quedaron solas, Isabel le preguntó a su madre:
—¿No ha venido Julio?
—Está en su despacho.
—Pues es bien poco amable mi señor marido, en no venir a reunirse con nosotros…
—Un sollozo le hizo volver la cabeza. Julito lloraba, en el ángulo del salón, con gran amargura. Se acercó asustada.
—¿Qué te sucede?
—Nada.
—¿Pero qué tienes?
—Deseo irme a casa y no volver.
—¿Por qué?
—No quiero tener que soportar otra vez a ese Enrique que tanto mimais.
—¿Estás celoso de Lina?
—¡Qué disparate!
—¿Entonces…?
—Es a él, a él, a quien no puedo soportar… Feo…, salvaje…
—¿Pero qué te ha hecho?
—¡Ni siquiera ha reparado en mí! ¡Ni siquiera me ha dicho que soy bonito!
Isabel se echó a reír. En otra ocasión le hubieran llamado la atención las frases del mozalbete, pero estaba demasiado preocupada para no echarlo a broma.
—Tampoco me lo ha dicho a mí.
—Pero te miraba como si te fuera a rezar.
Se sintió satisfecha de las palabras de su sobrino; no sabía por qué la atraía de tal modo aquel chiquillo feo y larguirucho.
—Es un ingenuo —pensó—; me divertirá conquistarlo y enseñarlo a vivir.
Su alegría radiaba hasta el punto de no fijarse en nada y desear que todos estuviesen contentos. Era como si la hoguera de amor que se encendía en ella tuviese fuerza para consumir todo lo que la rodease en una misma llama.