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Quiero Vivir mi Vida: XLII

Quiero Vivir mi Vida
XLII
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Dedicatoria
  4. Prólogo
  5. Cuadros
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
    15. XV
    16. XVI
    17. XVII
    18. XVIII
    19. XIX
    20. XX
    21. XXI
    22. XXII
    23. XXIII
    24. XXIV
    25. XXV
    26. XXVI
    27. XXVII
    28. XXVIII
    29. XXIX
    30. XXX
    31. XXXI
    32. XXXII
    33. XXXIII
    34. XXXIV
    35. XXXV
    36. XXXVI
    37. XXXVII
    38. XXXVIII
    39. XXXIX
    40. XL
    41. XLI
    42. XLII
    43. XLIII
    44. XLIV
    45. XLV
    46. XLVI
    47. XLVII
    48. XLVIII
  6. Autor
  7. Otros textos
  8. CoverPage

XLII

Sentía más Julio la tristeza de la soledad en su casa cuando se sentaba solo ante la gran mesa de comedor; hubiera deseado sentir allí el calor de hogar que ponía Matilde en torno suyo.

La doncella le advertía al avisarle que la comida estaba servida.

—La señora tiene la jaqueca.

Era ya una cosa habitual la jaqueca de Isabel. Se la miraba como una enfermedad crónica.

Sufría un estado maniático, de contradicción constante, en el que se sucedían una actividad excesiva y una especie de agotamiento.

Pasaba de uno a otro sin sabor cómo, aunque solía achacarlo a la influencia de los medicamentos que tomaba.

—Estoy contenta porque la esparteína me da alegría —afirmaba a veces, cuando le proponía a Julio un paseo o una diversión.

—La ovarína me pone así de nerviosa, no me hagas caso —disculpaba en otras ocasiones.

Cuando caía en sus crisis de melancolía y desaliento se hacía imposible sacarla de ellas. Pasaba días enteros sentada o acostada, sin luz, inmóvil, presa de la jaqueca y de las neuralgias. En cambio otras veces sentía necesidad de distracciones y de movimiento.

—¡Me aburro! ¡Me aburro! —decía con desesperación.

Quería que cada día y cada hora le trajese una sensación distinta. A veces hacía que se cambiase el mobiliario de la casa, que se decorase todo de nuevo. Solía emprender trabajos: un centro de mesa, un tapiz, una colcha. Diez o doce labores comenzadas para dar de vez en cuando algunos puntos. Otras veces la fastidiaban todas aquellas cosas y compraba novelas y libros de estudio y comenzaba a leer cuatro o cinco a un tiempo sin acabar ninguno.

—Es preciso ocupar la vida —decía de pronto—; estoy cansada de frivolidades. Quiero hacer algo útil. Entonces se entregaba a las obras de beneficencia, a la actuación social, de la que no tardaba en cansarse. Se indignaba con Berta que quería retenerla y se aproximaba de nuevo a Lina, volviendo a su lujo, sus fiestas y su coquetería, con gran alegría de Julio que lo prefería todo a su beaterío.

La coquetería de Isabel era de la más temible. No experimentaba atracción hacia ningún hombre. Sufría como un mesalinismo cerebral que la impulsaba a buscarlos a todos para escapar en el momento en que se creían vencedores, con una carcajada cínica. Se complacía en la mueca de asombro del hombre, tan poco acostumbrado a que lo abandonen, y se colocaba al amparo de su marido.

Pero no tardaba en cansarse de su juego. No podía gozar de la sencilla felicidad de una vida que se desliza dulcemente, sin luchas, en la confianza de una sana pasión. Era su temperamento el que fatalmente se lo impedía, con su hermafroditismo espiritual.

Y el disgusto, el cansancio, el aburrimiento, levantaban los fantasmas medrosos que le hacían caer de nuevo en el confesionario.

Ya estaba Julio en los postres cuando entró Isabel en el comedor.

La miró con inquietud. Estaba más pálida que nunca.

—¿Para qué te has levantado? —le preguntó.

—Quería verte.

—No he entrado en tu habitación por no molestarte.

Lo miró con tristeza y le tendió la mano, impregnada de un sudor frío y viscoso, que tenía algo efe entumecida y anquilosada.

Se veía que realizaba un esfuerzo para acercarse a su marido, dominando sus impulsos.

Estaba hermosa en la madurez matronil de sus cuarenta años, en el máximo poder de atractivo sensual.

Julio no notaba el desarrollo de caracteres secundarios de sexo viril, que estimulaba su impulso humoral y comenzaba a macular aquella belleza. A él le parecían nuevas gracias el color más oscuro de la piel y la firmeza arrogante con que se dejaba conocer la nuez, más pronunciada en la morbidez de la garganta.

El vello abundante, aunque recurría a las pinzas para extirpar los más indiscretos, daba un tono de pelusa de melocotón a su carne.

Los hermosos ojos, más a flor de cara, exaltados y brillantes, lo miraban con reflejos de fiebre y de neurosis.

—¿Te sientes ya mejor? —añadió él.

—Sí… y venía a proponerte que diéramos un paseo. ¿Quieres?

—¡Encantado! No tengo más deseo que verte contenta.

Ella le puso la mano en el hombro.

—Dime, Julio. ¿No estás enfadado conmigo?

—¿Por qué había de enfadarme? ¡Qué ocurrencia!

—Estoy siempre enferma. Debo resultar insoportable.

—No pienses eso. Siento que sufras, y espero que las distracciones, los cuidados y los mimos, te pondrán buena.

Se levantó y se dispuso a salir del comedor cuando ella insistió de nuevo.

—Dime… Julio… y… ¿Es verdad que me eres fiel?

—¡Vaya unas ideas que tienes hoy!

—Te ruego que me contestes.

—Pero sí lo sabes. Yo no puedo querer a nadie más que a ti.

—No se trata de querer solo… Yo estoy enferma… Hay algo que no puedo vencer… Y si tú me fueras infiel cometerías un pecado por el que yo me condenaría irremisiblemente.

—No te entiendo.

—Yo sería la responsable de tu pecado ante Dios.

Se echó a llorar con desconsuelo.

Julio se acercó a ella. La miró gravemente y le preguntó con voz algo seca:

—¿Has salido hoy, Isabel?

—Sí…

—¿Dónde has ido?

—A la catedral.

—¿A qué?

—¿A qué ha de ser? He oído misa… por ti y por mí. Ya que no me acompañas.

—Ya sabes que nunca be ido a misa y veía con gusto que no fueras tú. Pero dime, ¿has confesado hoy?

—Sí…

—¡Y es el confesor, Isabel, es el confesor el que te empuja hacía mí! No es tu amor el que te trae venciendo tus impulsos y dominando tu enfermedad. Es tu miedo al castigo de Dios, por una insinuación grosera respecto a mi modo de proceder.

—¡Julio… que nos oyen!

—¡Se acaba mi paciencia, Isabel! Veo tu variación respecto a mí y la sufro porque comprendo que no es hija de tu voluntad ni supone monos cariño. Yo sufro tu alejamiento, domino mi ansiedad de tus caricias, porque te veo enferma, pero no puedo permitir que hables de nuestras intimidades con nadie. No irás más a confesar.

—¡Julio!

—¡No irás!

—¡Tú no puedes prohibirme eso!

—Jamás te he hecho violencia. He visto sin decirte nada crecer tu fervor religioso. Me he sometido a las vigilias y a los ayunos que has impuesto en nuestra casa. He respetado tus rezos, tus devociones y tus creencias… Pero no consentiré que nadie legisle sobre nuestras relaciones conyugales ni intervenga en nuestro amor. Te he prohibido que confieses, Ha sido mi única prohibición… bien lo sabes. Las mujeres abandonadas de sus maridos. Las que no puedan convivir con ellos, tienen una escusa para ir a intimar con otro hombre por la rejilla del confesionario; pero tú no.

Estaba asustada.

—Nunca te he visto así, Julio.

—Porque nunca me he visto como ahora en la necesidad de defenderte y defender mi felicidad.

—¿Quién la ataca?

—Algo oscuro y tenebroso, que es quizá la causa de tu mal.

—No comprendo.

—Una religión mal entendida, Isabel. Mejor dicho, una superstición que te llena de terrores.

—No es eso.

—Crees que mis pecados caen sobre ti o los tuyos sobre mí.

—Eso no… Es diferente… Tú eres hombre… tienes todos los privilegios… Yo, mujer, soy la responsable ante Dios de todo… de tus pecados y de los míos… ¡Es terrible, terrible ser mujer…! ¡Hay que sufrirlo todo… todo…! ¡Hasta la condenación eterna…!

Por vez primera él no sentía lástima. Su indignación se sobreponía a todo.

—Estate tranquila… Yo acepto la responsabilidad de todo lo que en esas teorías absurdas puedes creer pecados. No te molestaré.

Y como si temiera, dejarse vencer continuando allí, salió apresuradamente del comedor.

Isabel se dirigió hacia la alcoba tambaleándose.

Se dejó caer en el lecho, de bruces. Sentía ruido en los oídos, un adormecimiento en las extremidades y un hormigueo, seguido de violentos escalofríos, por todo el cuerpo.

Adela, acostumbrada a las crisis de su señora, la siguió.

—Señorita —llamó dulcemente.

—¡Déjame!

Se revolvía furiosa, próxima a caer en una convulsión.

La doncella insistió hasta lograr que tomase unas cucharadas de antiespasmódico. Estaba fría rígida, pero no lloraba.

Poco a poco iba recobrando la calma. La opresión del pecho no la dejaba respirar más que gracias a los suspiros con que aliviaba, sin darse cuenta, el asma atenuada de su congoja. Al fin se apoderó de toda ella un estado de insensibilidad, de inconsciencia, de estupor.

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