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Quiero Vivir mi Vida: IX

Quiero Vivir mi Vida
IX
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Dedicatoria
  4. Prólogo
  5. Cuadros
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
    15. XV
    16. XVI
    17. XVII
    18. XVIII
    19. XIX
    20. XX
    21. XXI
    22. XXII
    23. XXIII
    24. XXIV
    25. XXV
    26. XXVI
    27. XXVII
    28. XXVIII
    29. XXIX
    30. XXX
    31. XXXI
    32. XXXII
    33. XXXIII
    34. XXXIV
    35. XXXV
    36. XXXVI
    37. XXXVII
    38. XXXVIII
    39. XXXIX
    40. XL
    41. XLI
    42. XLII
    43. XLIII
    44. XLIV
    45. XLV
    46. XLVI
    47. XLVII
    48. XLVIII
  6. Autor
  7. Otros textos
  8. CoverPage

IX

—Un amigo que se casa es un amigo que se pierde —le había dicho Alfredo a Julio cuando le pidió que fuese testigo de su boda.

Recordaba Julio la frase, recriminándose el haber pasado tanto tiempo sin ir a ver a su amigo.

Cuando se abrió la puerta del ático tuvo la sensación de salir al campo.

Por el balcón del rascanubes veía un extenso horizonte: La Moncloa…, con sus árboles amarillentos y ahornagados como si estuviesen maduros… Más allá la llanura… El Guadarrama al fondo. Un paisaje que rimaba con el espíritu recio, enterizo, de Castilla.

Alfredo estaba en pijama, como adormilado por el aire sestero de la altura.

—¡Te has atrevido, a pesar de este calor, a llegar hasta mi palomar!, —dijo en tono de alegría—. ¡Hace tanto tiempo que no nos vemos!

—¡Sí, mucho tiempo!

Quedaron un momento silenciosos. Su amistad era una cosa fundamental en la vida de ambos. La habían heredado de sus padres, que habitaron en la misma casa. Su infancia había transcurrido partiendo juegos y estudios, con cariño de hermanos.

Alfredo, de más alto valor mental, ejercía sobre Julio la influencia de un hermano mayor.

Cuando Julio, siguiendo las huellas de su padre, se dedicó a la Banca, en cuanto acabó la carrera de abogado, Alfredo le dijo riendo:

—Hacemos mala pareja. Tú eres un señor de esos que a fuerza de manejar dinero se convierten en su libro mayor, y yo no he soltado aún la blusa blanca de los internos.

Era cierto. Al acabar en Madrid su doctorado en Medicina se matriculó, para ampliar estudios, en la Universidad de París, primero, y en la de Berlín después, sin perder su aire de estudiante novato.

Cuanto más estudiaba era mayor su sensación de falta de sapiencia y ocultaba su anhelo de saber, con una especie de rubor, como si fuese algo que debía hacerse perdonar.

—Es que prolongo la vida de estudiante —decía—, sin más diferencia que la de no tener que acreditar mi sabiduría diciendo unas cuantas vaciedades ante un tribunal un par de veces al año. Así hago durar más la juventud. La primera arruga que se marca en nuestra vida es el portazo que da al cerrarse a nuestra espalda la puerta de la Universidad.

Al fin se decidió a ejercer su carrera y opositó una plaza de médico de beneficencia, pero renunció a ella a los pocos meses, declarando que era incompatible con las ordenanzas a que tenía que sujetarse.

Pero su carácter no era para permanecer inactivo; opositó la plaza de médico de un regimiento y pasó a África para asistir a los soldados.

—Lo hago para robustecer mi antimilitarismo —declaraba.

Desde entonces no se habían vuelto a ver, aunque Alfredo regresó al poco tiempo. Un botellazo dado en la cabeza de un oficial, al que sorprendió haciendo fullerías en el juego, una noche en el Casino, y la falta de respeto al jefe que quiso mediar en el asunto, le obligaron a presentar la dimisión de su cargo, y gracias a la intervención de amigos influyentes, no tuvo mayor trascendencia. Alfredo había dejado la milicia con alegría.

—Yo no podía estar en un sitio —dijo— donde el sargento tiene siempre más razón que el cabo y el capitán más que el teniente, y donde se aplica el Código Penal hasta, a los caballos y a los carros que caen en falta, imponiéndoles ridículos arrestos. He visto un pobre automóvil condenado a prisión perpetua por habérsele roto el freno, sin respeto al general que lo ocupaba.

Unas nuevas oposiciones lo colocaron de médico de bomberos, pero, en lugar de limitarse a cumplir su misión de curar, fue el primero en subir por la escala y manejar las mangas, con un fervor que hizo necesario acudir en su socorro.

—He fracasado en todas partes —afirmaba muy satisfecho de sus contratiempos, como si ellos le hubieran servido para darle el conocimiento del valor exacto de la vida.

—Lo único que deseo —añadía— es tener la llave de mi espíritu y no dejar que me influya la opinión ajena, pues nada que esté fuera del radio de mi voluntad deba inquietarme.

Fiel a esta aspiración vivía encerrado con la vieja gobernanta que había heredado de su madre.

Julio había querido arrastrarlo con él al matrimonio. Le parecía que lo iba a dejar más solo al casarse.

—No quiero quitarte ilusiones —dijo Alfredo—. Pero yo no me casaré si no llego a encontrar un suero fabricado con sangre de los dos cónyuges; que haga consistir la ceremonia nupcial en ponerles una inyección, con la cual se aseguren el amor y la fidelidad, a fin de que el lazo sea verdaderamente indisoluble.

—Sin necesidad de eso —dijo Julio algo molesto— existen, afortunadamente, matrimonios dichosos. Algunos llegan a compenetrarse de modo que hasta se parecen en el tipo físico.

—Así deseo que sea el tuyo; pero yo no soy adaptable para el matrimonio. Éste es como las plantas que no se pueden desarrollar sin abono y clima apropiado. Yo continuaré siempre soltero.

A pesar de que Isabel no le era simpática, no pudo negarse a ser testigo de la boda. La mirada perspicaz y analizadora de Alfredo no lograba penetrar bien en la esposa de su amigo; reconocía su hermosura; poro se lo presentaba como un temperamento complicado y peligroso para la felicidad de Julio. Le molestó que la joven estuviese con él amable y complaciente.

—Yo siempre había creído que las antipatías eran mutuas —pensó—, y no había sentido la molestia de no corresponder bien a las personas que me tratan con afecto. Sin duda tongo una prevención injustificada hacia Isabel. Algo de suegra o cuando menos de cuñado, a quien le disgusta que se anteponga en su afecto otra persona.

Alfredo se sentía contento de ver a Julio de nuevo a su lado. Se borraba la idea de la larga ausencia para recibirlo con la misma sencilla alegría con que lo esperaba el día antes.

—¡Ha cambiado tanto todo para mí en este tiempo!, —dijo Julio, contestando con esta disculpa a la exclamación de su amigo.

—Yo sigo encontrándolo todo igual —dijo Alfredo—. Manuela arranca todos los días, cuando limpia la habitación, la hoja de mí almanaque, y apenas me doy cuenta de los días que pasan.

—Es que tú no has cambiado de vida como yo.

—No lo achaques todo al tiempo y a las circunstancias —respondió Alfredo—. Tengo la suerte de ser un flaco fuerte, tipo atlético, lo que se llama un esquizotímico, y de ahí mi carácter concentrado, inquieto y entusiasta, a pesar de mi materialismo. Tú has engordado y las grasas actúan sobre el temperamento; no quieren que las turben. Por eso, al pasar de flaco débil o leptosómico, a gordo, se acentúa la tendencia conservadora. Cree que para variar de ideas basta un cambio de peso. Lo que más envidio es un gordo vulgar, un pícnico como tu cuñado Antonio, Pero no hablemos de mí, que soy invariable. Cuéntame tus cosas. ¿Cómo está Isabel? ¿Tenéis hijos?

—No… y ese es mi gran pesar. Isabel carece en absoluto de instinto materno. Sería capaz de divorciarse si le hablase de tener hijos.

—Es lástima. Aunque yo no soy de los que creen que la humanidad es cosa tan excelente que se deba perpetuar; en este caso se pierde una buena ocasión de producir un tipo superior.

—¿Por qué?

—Los hijos geniales nacen sólo de temperamentos dispares.

—Pues Isabel huye de la maternidad, que tanto seduce a las demás mujeres. Yo creo que han influido en ella las exageraciones de Rosita, que no habla más que de su chico a todas horas.

—Son dos hermanas muy diferentes. Rosita padece una ausencia de hormonas generales que le hace caer en la frivolidad más feliz; pero si las mujeres fuesen francas, muchas confesarían esa falta de instinto materno; unas porque guardan una energía viriloide que se opone a él; otras porque su voluptuosidad, manifiesta o latente, ve un estorbo en el hijo. Pero, aparte eso. ¿Eres feliz?

—Quiero mucho a Isabel y tengo voluntad de serlo.

—¿Lo consigues?

—Sí… en lo que cabe… Isabel es buena… de carácter un poco frío. Como está mimada, es algo caprichosa y tornadiza… Pero sabiéndola conllevar, es una chiquilla.

—Para eso le haría falta el hijo… Muchas mujeres son como instrumentos desafinados hasta que los tienen.

Julio se sentía molesto. Alfredo era como el espejo en que veía, a pesar suyo, lo que no hubiera querido ver. Varió la conversación.

—¿Sigues siempre decidido a continuar soltero? —le preguntó.

—¡Qué duda cabe! Hasta continúo siéndole fiel a Concha. Es la única mujer que me conviene. Ya la conoces.

—Te confieso con franqueza que no comprendo tu amor. ¡Es una mujer tan distinta de ti!

—¡Es claro! Por eso no reñimos. Yo no la amo ni la estimo. Pero no me distrae ni me molesta. Discurre como la punta de un colchón.

—¿Y cómo la soportas?

—Hago una obra de caridad librándola de otro hombre que la maltrate. Ella es feliz y yo estoy tranquilo. Eso es todo.

—Y no te propones ejercer seriamente la medicina.

—Proponérmelo, sí; pero no he tenido suerte de que se declare una buena epidemia para tener clientes. Ya ves. Ésta es mi hora de consulta y tu visita es la única que ha hecho sonar el timbre.

—Es que tomas la vida en broma, Alfredo, y parece que tienes empeño en ocultar tu talento y hacer que se desconfíe de ti.

—No creas eso. Tomo la vida con toda su seriedad, aunque trate de librarme de su tragedia, sin adoptar aire trascendental. Es preciso que desaparezca la idea de que los hombres de ciencia deben ser hoscos, graves, incapaces de reír, cuando la risa es el mayor signo de superioridad. Los animales no ríen.

—Ni los dioses tampoco. Fíjate. En todas las teologías encuentras dioses que lloran, pero no ríen jamás.

—Pues yo, pudiendo elegir entre la divinidad y la risa, me quedaría con la risa.

—La conservas porque no tienes problemas graves en la vida.

—Te equivocas. Es que estoy convencido de que cada problema tiene forzosamente su solución y la vida se encarga de dársela. Esos almanaques que tienen un problema semanal y ponen bajo él «La solución mañana», son un símbolo. Un día, al quitar la hoja, encontramos la solución de todos nuestros problemas.

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