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Quiero Vivir mi Vida: XXIII

Quiero Vivir mi Vida
XXIII
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Dedicatoria
  4. Prólogo
  5. Cuadros
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
    15. XV
    16. XVI
    17. XVII
    18. XVIII
    19. XIX
    20. XX
    21. XXI
    22. XXII
    23. XXIII
    24. XXIV
    25. XXV
    26. XXVI
    27. XXVII
    28. XXVIII
    29. XXIX
    30. XXX
    31. XXXI
    32. XXXII
    33. XXXIII
    34. XXXIV
    35. XXXV
    36. XXXVI
    37. XXXVII
    38. XXXVIII
    39. XXXIX
    40. XL
    41. XLI
    42. XLII
    43. XLIII
    44. XLIV
    45. XLV
    46. XLVI
    47. XLVII
    48. XLVIII
  6. Autor
  7. Otros textos
  8. CoverPage

XXIII

—Las playas son las novias del mar y por eso las viste de encaje —pensaba Isabel, viendo cómo las olas se henchían, se elevaban en la superficie del agua rizada, y se partían en redes de espuma.

Apenas se bebía una la arena llegaba otra, cascabeleante y alegre, a ocupar su puesto.

Se extendía la inmensidad del agua verdosa, como una piel de pantera con manchas de ocre y añil, hasta el horizonte, el cual daba sensación de que el cielo estaba amarrado a la tierra con una cinta de luz rosa, transparente y sobredorada.

Sólo su interés por Enrique había hecho que Isabel prefiriese el veraneo rústico de Peña Flor a los balnearios de moda, donde iba todos los años, Era el veraneo un descanso, para ella y para Julio, de la vida matrimonial. Los dos se sentían satisfechos de su libertad. De lejos recobraba su marido, para ella, todo su prestigio. Era como si le quisiese más pensando en él que viéndolo. Por su parte, Julio sentía también cierto alivio en sus vacaciones de marido.

—Hay que convenir —pensaba satisfecho— que está bien ideado ese club New Yorkino que separa a los matrimonios cuando comienzan a aburrirse para que luego se quieran más.

No dudaba de su mujer y aprovechaba su tranquilidad para el trabajo, esperando la alegría de una nueva luna de miel.

Doña Milagros y Julito acompañaron a Isabel; pero a no ser por Enrique, que tomó a su cargo enseñarle las bellezas de su tierra, hubiera pasado sola la mayor parte del tiempo.

Julito andaba siempre por las rocas, con los chismes de pintar al hombro, en unión de Ricardo. Era éste el amigo inseparable, y había venido a reunirse con él desde Madrid.

La amistad de Ricardo con Julito complacía a Rosa. Se privaba con pena del hijo, que era su compañero y le ayudaba con tanta ternura a hacer sus primores, por tal de no perjudicarle en su vocación de artista.

Pero tenía miedo de que cayese en los excesos de los chicos que se crían demasiado sujetos, cuando comienzan a ser libres.

Doña Milagros la tranquilizaba escribiéndole que Julito no se ocupaba para nada de mujeres.

—Mira si será inocente —le decía— que me asegura que, si no van bien perfumadas, el olor de las mujeres le producen náuseas. Lo único que le preocupa son las cosas de su arte y su afición a los deportes. Sobre todo desde que se reúne con Ricardo.

Reconocía la superioridad, de Ricardo. Era hijo de un aristócrata, medio arruinado, pero se había educado en un convento de jesuitas y había viajado mucho. Poseía una cultura refinada, y como los frailes seguían protegiéndolo y lo tenían en mucha estima y su nombre le abría las puertas de una sociedad escogida, los deslumbraba a todos, en especial a Julito, que, educado por su madre, era de una sensibilidad extrema.

Doña Milagros y Rosa apreciaban la buena conducta de Ricardo, y hasta Antonio veía con gusto a su hijo relacionarse con gentes influyentes, que le podían servir de algo.

Los dos amigos formaban una pareja extraña. Julito, con su figura andrógina y débil, lo parecía más al lado de Ricardo, especie de gigante, de gran corpachón y curvas grasas, excesivamente desarrollado de medio cuerpo arriba. Era un hombrón de voz atiplada y cutis delicado, que aparentaba mucha más edad de la que tenía.

Julito parecía sentir también la superioridad de Ricardo. Era voluntarioso en su casa, y se sometía sin esfuerzo a los caprichos de su amigo. Su temperamento apático hacía que le gustasen las cosas de poco esfuerzo, y Ricardo lo libraba de las molestias, con su carácter previsor.

En Madrid habían alquilado un estudio para tener su taller y recibir a los amigos artistas, pero aún no habían hecho ninguna obra. Ellos estaban unidos como personas bien educadas, pero los demás se peleaban entre sí de tal manera que no dejaban tiempo más que para atender a sus pendencias y chismorreos.

Ricardo contaba todas aquellas escenas, comentándolas de una manera tan graciosa y con un espíritu tan satírico y unos atrevimientos de frase tan cultos, que los encantaba a todos.

Desde que estaban en el pueblo no hacían más que corretear por las playas, solos, sin hacer caso de las jovencitas que los miraban con los ojos ansiosos que fijan las provincianas en los forasteros; como si fuesen princesas del bosque en espera de que las libren del hechizo.

Casi todas las mamás que tenían chicas casaderas habían ido a visitarla. A Isabel la atormentaban aquellas visitas a las que no había medio de negarse. Se metían en la casa a todas horas, dispuestas a pasar allí el día entero. Iban con toda la familia, para no tener prisa. Los niños pequeños la besaban con sus morros húmedos y no dejaban de tocar cuanto veían.

Había una nota de curiosidad en todos. Le miraban los trajes con cierta extrañeza de que se vistiese sin la seriedad provinciana, de ritual para las casadas.

No disimulaban el asombro de verla pintarse, y el Provisor, viejo amigo de su padre, que pasaba el tiempo en estudios arqueológicos, creyendo que no se podría morir sin acabar la gran obra de investigación que tenía comenzada, le dijo un día con asombro:

—¡Pero tú también te pintas las uñas! Eso era bueno para las romanas y para ciertas mujeres. En ti no lo hubiera creído.

Se indignaba Isabel de que las viejas solteronas que le doblaban la edad se habían plantado para resultar más jóvenes que ella, y las respetables ancianas, que la conocieron niña afirmaban, muy seriamente, que habían jugado juntas.

Doña Milagros estaba también descontenta. Se sentía presa de un ataque de melancolía senil. Había conservado en la memoria la Peña Flor de su juventud y pensaba no sólo hallarlo todo como lo dejó treinta años antes, sino sentir las mismas energías y las mismas emociones.

Experimentaba un profundo desconsuelo de no encontrar ya a ninguno de sus antiguos conocidos. El pueblo mismo había variado de aspecto. Se le aparecía de repente el cambio operado durante su ausencia. Quería no pensar en cómo la situaba todo aquello en el límite de su propia vida y se dejaba dominar por el estado depresivo, del que sólo la sacaba su gula.

A Isabel no le quedaba más entretenimiento que coquetear con Enrique. Se divertía en aquella conquista con algo de la malignidad varonil, sin darse cuenta de cómo se iba apoderando con su juego de la vida del muchacho.

Aquel amor la rejuvenecía, le daba un nuevo interés en la vida.

Se pasaba el día corriendo con él en automóvil por las carreteras, a cuyos lados crecían los eucaliptus y las hayas, formándoles una bóveda con su ramaje espléndido.

Se divisaban las grandes planicies cubiertas de viñedos, de hortalizas y de flores, separadas en porciones por líneas de agaves o de cañaverales; mientras que al fondo servían de límite las altas montañas pitarrosas, cuyas caprichosas ondulaciones borraba la niebla que subía del mar.

La encantaba ver los lugarcillos con sus casitas blancas, como refugiados en el regazo de la tierra o anidando en medio del campo.

A veces una casilla minúscula, recién enjalbegada, con tinas plantas verdes cerca de la puerta y una hilera de calabazas amarillas sobre el alero del tejado, le hacía detener el coche y comentar con envidia que sólo en medio de aquella alegre sencillez puedo encontrarse la felicidad.

Todos los paseos iban a parar a la playa.

—No me canso de ver el mar —decía Isabel—; lo encuentro siempre distinto. Toma todos los matices intermedios entre la tempestad y la placidez. Hay días en que bajo el cielo plomizo parece que las aguas están revueltas y fangosas, y otros en que no sé si se han invertido los términos y el mar azul y limpio es el cielo, y el cielo entoldado y gris es el mar.

Enrique la oía silencioso. No podía vencer su timidez. Todas las noches, cuando se separaban, se proponía tener mayor atrevimiento el día próximo. En sus insomnios componía discursos para decirle toda la pasión que sentía; pero al volverla a ver, no sabía más que miraría, absorto en su belleza.

A veces dejaban el coche para internarse a pie entre los pinares. Enrique le buscaba un asiento, en el tronco de un árbol cortado, al que llamaba pomposamente su trono; mientras, él corría de un lado a otro para formarle un ramo de flores campestres: trébol, orquídeas, estevas y lirios. Isabel aseguraba que aquellas flores, que se abren y mueren sin que nadie les preste atención como vírgenes que no cumplen su destino, le gustaban más que las colecciones de rosas o de claveles de los grandes parques.

Cuando encontraban alguna conocida que fijaba en ellos de soslayo los ojos espiones y malévolos, Isabel se echaba a reír. Le inspiraban todas las mujeres una especie de lástima pensando que ninguna era amada como ella; ni experimentaban aquel goce que le proporcionaba la pasión, muda de Enrique, que sólo con la intensidad de la mirada le hacía sentir el escozor de un beso en los labios.

Hasta experimentaba cierto goce malévolo en aspirar aroma de escándalo. Se sentía superior a las que escandalizaba, como si se hubiera librado de una traba femenina que las sujetaba a ellas. Le daba la sensación de ser más fuerte. Tenía del honor una concepción masculina. No le parecía importante que le pudieran atribuir amores. Sólo el respeto y el temor que le inspiraba Julio le hacía mantenerse dentro de los límites de la discreción. A no ser por su marido, la hubieran divertido mucho todas aquellas críticas.

Con la que se había entendido mejor de todas era con doña Berenice. Una señora fuerte, vellosa, huesuda, que montaba a caballo, fumaba y no sabía hablar más que de la belleza de las artistas famosas.

—Es que he tenido muchos hermanos varones y me he acostumbrado a saber apreciar la belleza femenina —decía para disculparse.

—¡Si yo hubiera sido hombre! —añadía con un suspiro.

Pero, a pesar de su aspecto machuno, nadie sospechaba de su feminidad. Había tenido una docena de hijos, sin preocuparse del apellido que habían de llevar.

Se la toleraba en sociedad, gracias a que era la mayor contribuyente del lugar y persona de gran influencia.

Tenían que convenir en que poseía un corazón tan generoso como escasa era su inteligencia; pues todos los que necesitan de ella, la hallaban siempre propicia a prestar ayuda.

No había caso de que hubiera sido capaz de mentir, de engañar, de faltar a su palabra ni de hacer mal a nadie.

Era la única que se había atrevido a prevenir a Isabel de los chismorreos de las damas del pueblo. Aquí se critica a todo bicho viviente —afirmó—. Por fortuna, de mí no tienen nada malo que decir. Yo soy una mujer honrada porque jamás he tomado un céntimo de un hombre. Al contrario. He sido yo la que he protegido a los que me interesaban. He criado a todos mis hijos, tanto los que tuve de soltera como los que nacieron estando casada o después de viuda. He sido muy buena madre y de nada me remuerde la conciencia. He vivido mi vida tranquilamente.

Doña Milagros se reía un poco escandalizada, pero Isabel la miraba con simpatía. No encontraba descabellada aquella concepción del honor. Ella concebía también así el derecho a una sola moral.

Era sentir el honor a lo hombre.

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