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Quiero Vivir mi Vida: XXVII

Quiero Vivir mi Vida
XXVII
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Dedicatoria
  4. Prólogo
  5. Cuadros
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
    15. XV
    16. XVI
    17. XVII
    18. XVIII
    19. XIX
    20. XX
    21. XXI
    22. XXII
    23. XXIII
    24. XXIV
    25. XXV
    26. XXVI
    27. XXVII
    28. XXVIII
    29. XXIX
    30. XXX
    31. XXXI
    32. XXXII
    33. XXXIII
    34. XXXIV
    35. XXXV
    36. XXXVI
    37. XXXVII
    38. XXXVIII
    39. XXXIX
    40. XL
    41. XLI
    42. XLII
    43. XLIII
    44. XLIV
    45. XLV
    46. XLVI
    47. XLVII
    48. XLVIII
  6. Autor
  7. Otros textos
  8. CoverPage

XXVII

—Pero ¿qué te sucede, Berta? —preguntaba Luis sorprendido de la actitud reservada y fría de su amante.

—Nada.

—Algo me ocultas. Hemos deseado tanto este día juntos… comer solos, libros… Esperaba verte feliz y te encuentro de este modo incomprensible.

No pudo resistir y con rubor de niña le confesó sus celos.

Luis dio una carcajada. Le parecía absurdo que la mujer del hombre casado inspirara celos a su amante.

—Tú amas a Joaquina —afirmó Berta.

—No… no lo creas… ¡Te lo juro! Ya te he dicho que es para mí como una hija. Un cariño de familia.

—Yo no me quiero oponer a su felicidad —murmuró ella con hipocresía.

Él creyó sinceras sus palabras.

—Por más esfuerzos que hiciera no podría amar a mi mujer —le aseguró—. Eres solo tú la que posees toda mí ilusión y todo mi cariño.

Ella se acercó más. Pegó los labios junto a su oído y le dijo la idea que la mortificaba.

—No seas niña —respondió él—. La consideración a mi mujer no tiene nada que ver con el cariño. Comprende que necesito ocultarle mi desamor… es joven… me ama… Hazte cargo hasta dónde nos podría conducir mi abandono… Tengo que sacrificarme y engañarla.

Berta no estaba convencida.

—¡No quiero! ¡No quiero!… Yo no puedo compartir tu cariño con nadie… No quiero separarme de ti… Venderé cuanto tengo y nos iremos lejos de España.

—Si yo hiciera eso —repuso él gravemente—, me despreciarías tú misma. Yo no puedo vivir a costa tuya y no puedo dejar mi trabajo… Joaquina es buena… aunque no la ame no puedo conducirme así con ella.

—Y… ¿Y si ella no fuera digna de ti? —se atrevió a decir Berta.

Notó en Luis un estremecimiento como el que hace temblar esos muñecos de madera, articulados, que sirven de blanco a los tiradores cuando los ha acertado el proyectil, en el punto difícil y preciso por más que vuelvan a quedar inmóviles.

—¿Di? —Siguió ella con exasperación celosa.

—Entonces… entonces… nada le debería… nada me ligaría a ella —balbuceó Luis—. Pero —añadió—, es una suposición absurda. Joaquina es buena…

—No hablemos más de esto —interrumpió dolorida Berta.

—¿Tú no sabes nada de ella, verdad? —inquirió ansioso Luis.

—No…, en efecto…, nada.

—¡Más vale así!

Berta estaba furiosa de no haber tenido valor para contestar la verdad y cerciorarse de si su revelación no hería más que la dignidad de Luis. Se le aparecía Joaquina ahora una rival más temible y más seria de lo que había creído al principio. Conocía las profundas raíces del matrimonio, que no se podían arrancar sin violencia.

Para borrar la mala impresión, Luis le propuso una calaverada. La noche estaba tan hermosa que convidaba a salir de casa. Podían comer en un restaurante o en un café apartado y después pasear o ir al teatro.

—Estamos tan bien aquí —dijo ella.

—Estaremos bien en todas partes —repuso Luis— y así tendremos más variadas impresiones. ¿Quieres?

—¿Y si nos ven?

—No te preocupes.

Berta tuvo una idea diabólica. Notaba que la confianza de Luis en su mujer le hacía pensar que no saldría de casa para ir por esos lugares de placer que frecuentan los enamorados.

Fue a ponerse el sombrero, animada de una secreta esperanza.

—¡Si nos encontráramos!

Era la vez primera que pasaba el día entero con su amante.

Fue una embriaguez salir con él, y pasear en el auto, descubierto, al aire libre. Le parecía que su amor tenía así más capacidad, mas solidez, que se afirmaba más. Miraba a las gentes que pasaban en los otros coches sin miedo de que la conocieran, como si ella hubiera conquistado también el derecho a vivir su vida.

Sin duda influía en su alegría el champagne apurado en la con a. Sintió miedo y vergüenza de entrar en el cuarto reservado del restaurante, donde le parecía que la miraban todos, hasta que logró sobreponerse para no aparecer ante Luis llena de timidez y de ñoñeces.

Tomó la lista y pidió las cosas que a ella le parecían más distinguidas: ostras, langosta, faisán.

Para elegir los vinos miraba los precios, creyendo que el más caro sería el mejor.

Al acabar la cena la cabeza le daba vueltas, y cuando salió llevaba un aire arrogante, de alguacilillo que sale a pedir las llaves en la plaza de toros. Su empaque hacía que los transeúntes volvieran la cabeza.

Pasearon así hasta cerca del amanecer, y entonces él le propuso dar un paseo a pie.

Bajaron en la Plaza Mayor y sintieron el encanto de aquella gran plaza que conservaba su carácter medieval, tan silenciosa y solitaria a aquella hora.

Daban la vuelta, cogidos del brazo, delante de las arcadas, con sus grandes faroles encendidos, que le daban aspecto de ciudad italiana.

—Aquí se realizaban los Autos de Fe —dijo él, evocando ese recuerdo que domina en el vulgo, más que la belleza del lugar.

Ella se estrechó contra su brazo.

—¡Qué miedo!

—¿De qué?

—No sé. Me parece que en estos sitios donde han muerto muchas gentes asesinadas no estamos solos… Que muchos de esos muertos siguen viviendo en ellos… No sé, es algo que no puedo explicar.

Bajaban la escalerilla que conduce a las calles que se extienden hacia la plaza de la Villa.

—Vamos a volvernos —dijo él.

—No —repuso Berta—, es delicioso esto…, da la ilusión de que ya no estamos en Madrid. Es otro pueblo. Otro mundo… ¿No ves qué casas tan grandes, tan antiguas, tan señoriales…? Seguro que en esa del gran escudo sobre la puerta viviría un marqués.

—¿Te gustaría que viviéramos allí?

—No. Preferiría una casa muy chiquita… Cuando estuve en Versalles lo que más me gustó fueron las habitaciones de María Antonieta, tan pequeñas, en medio de los salones suntuosos. Ese rasgo me la hizo simpática. La vi muy mujer. Yo las quisiera más chiquitas aún. Para estar muy juntos.

Y abusando de la soledad de la calle levantó la cara ofreciéndole un beso.

Habían dado la vuelta y estaban otra vez bajo las arcadas. Una churrería dejaba escapar su luz y su penetrante olor de aceite frito por la puerta abierta.

—¿Quieres que entremos? —preguntó Luis.

Ella aceptó palmoteando. Aquella cosa tan sencilla le parecía el colmo de la calaverada. Gozaba pensando que llamaba la atención con su aspecto de gran señora. Para ser más demócrata sonreía a los mozos y apuraba vasillos de aguardiente.

Después no se daba cuenta de nada. Luis la subió por la escalera de su casa medio en brazos. Suerte que no los habían visto ni el guarda ni los criados.

Se había quedado dormida cerca de él y lo había sentido irse sin darse cuenta, devolviéndole maquinalmente los besos que le daba, sin abrir los ojos, para que no se le escapara el sueño aprisionado dentro de los párpados.

Pero al despertar sintió una angustia invencible. Su imaginación seguía a Luis y lo veía irse de en tío sus brazos para reanudar su sueño entre los brazos de su mujer.

Jamás se le había aparecido aquella idea tan punzante porque siempre se habían separado a otra hora, después de momentos menos íntimos. Recordaba las revelaciones que le había hecho Joaquina y se daba cuenta de que ella era la única engañada. Tal vez era obra de ella misma y del amante de Joaquina el provocar la pasionabilidad del matrimonio. Era monstruoso seguir así. Debía tener un arranque grande y noble, de lealtad, de sinceridad, para despejar la situación.

—De todos modos —se decía para tranquilizarse—, de seguir así, el conflicto se acentuará de día en día y todo acallará por descubrirse.

Ya en varias ocasiones la distracción de Luis había hecho que no notase el embusto de su mujer, diciéndole que había pasado la tarde con ella.

No se creía obligada al secreto porque sabía que Joaquina no guardaba recato y que Luis estaba en ridículo ante todos sus conocidos. Berta se sentía celosa del honor de Luis, como si ella fuera su verdadera esposa.

En su ofuscación pensaba que, sabiéndolo todo, Luis sería solo suyo.

Se levantó como una sonámbula. Escribió la carta reveladora y la envió a su destino.

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