XXXI
Isabel se acercó a la ventana. La ancha ventana de vidrios cuadrados que daba sobre el mar y producía la impresión de estar en un barco, muy lejos de tierra, allá en las soledades del Océano.
—He hecho mal en despedir hoy así a Enrique —pensó—. ¡Pobre muchacho! Podía haberlo dejado venir y haberlo desengañado después… Pero no era cosa de escribirle… No se debe escribir… Es mejor así… Y la verdad es que de no ser por él no hubiera resistido esto veraneo. Se me hace interminable esta noche.
No se atrevía a acostarse, segura de no poderse dormir. Estaba nerviosa, descontenta. Tenía en el fondo la idea de que había cometido una mala acción. Trataba de disculpar su crueldad por la piedad que le debía a Julio.
—Los dos me aman —pensaba— y mi marido sería muy desdichado sin mí. Enrique me olvidará.
A pesar del razonamiento creía sentir allí cercado ella algo muy terrible, muy desconsolado, que la envolvía.
Le pareció oír ruido hacia el lado de la playa y abrió la ventana. No se veía nada. La noche era tan oscura que todo se perdía en el borrón de sombra. Se oía entre la negrura la voz del mar, modulando en su idioma misterioso.
Le parecía que la sombra entraba en la casa, con la niebla que subía del agua, como humo de una hoguera fría.
El aire fingía rumor de pasos y rodar de ruejos. Se inclinó hacia fuera. Pensaba en Enrique con angustia. Hubiera querido que estuviese allí, rondando a su alrededor, para llamarlo, no sabía por qué ni para qué.
Su cabeza ardía. El vientecillo húmedo y el relente empapaban su ropa.
Todo estaba desierto; sólo a lo lejos, en el confín del horizonte, se veían las luces de una de aquellas naves, de rumbo desconocido, en las que le gustaba embarcar su ensueño.
Tuvo la alucinación de que la llamaban desde aquel barco… de que había oído su nombre… El aullido de una sirena.
Sintió miedo. Se inclinó más con el deseo de ver en las sombras. Le parecía imposible que no estuviese Enrique allí cerca.
Llamó:
—¡Enrique!… ¡Enrique!
Nada.
El reflector del faro llegó hasta ella, iluminó su rostro y la envolvió como una maroma de luz que fuese a arrastrarla en su giro.
Tuvo miedo y cerró la ventana.
Se acostó vestida y el sueño, piadoso, le trajo el olvido y el descanso. La despertó la voz de su madre.
—¡Por Dios, Isabel, que es muy tarde!
Se sintió aliviada. Libre de terrores. Amanecía y el mar tenía una pesadez de adormilado. Las primeras olas con que se desperezaba, eran como perros azules que se abalanzaban aullando contra las rocas. Todo estaba desierto. Ni un barco ni una vela. Tuvo sensación de que habrían naufragado todas las embarcaciones y de que la playa estaría llena de astillas y de herrajes.
Paro la necesidad de ir al tren apremiaba. Una hora después veía el mar desde su vagón y le parecían una cosa incomprensible los sentimientos que la habían dominado. Había sido víctima de la influencia del mar.
Ahora su alma se abría a las emociones nuevas. No conservaba apenas huella de su pasión ni de sus temores. La gran, facultad de olvidarse de lo pasado, con su falta de memoria afectiva, que borraba de su recuerdo los rasgos de las personas y la silueta de las cosas, le evitaba el sufrimiento.
Volvía al lado de su marido con esa tranquilidad con que vuelven los hombres al lado de sus esposas después de una infidelidad a la que no conceden importancia.