XXX
Llegaban los primeros fríos. Julito y su amigo se habían marchado y doña Milagros no sabía explicarse por qué prolongaba Isabel tanto su estancia en Peña Flor.
Ella tenía ya, desde hacía dos semanas, preparado el equipaje. Había dos o tres baúles de exceso y el vagón tendría que ir abarrotado de innumerables bultos. Quena llevarse de todo: plantas para sus macetas, hierbas medicinales, frutas para conservas… todo cuanto le parecía típico y raro.
Isabel dejaba a su madre realizar todos sus caprichos y no tenía menos deseos que ella de volver a Madrid, pero no quería provocar otra escena violenta con Enrique. Apelaba a la persuasión y poco a poco lo iba convenciendo para que se sometiera.
Con sus promesas de volver y de llamarlo con frecuencia a su lado, logró la conformidad del pobre muchacho. Confiaba en ella al verla tan enamorada y cariñosa, envolviéndolo en una pasión que parecía inextinguible.
Al fin llegaba el momento de separarse. Parecía que Isabel había tenido la crueldad de aumentar su hermosura.
Se había vestido con el traje que más le gustaba a Enrique y el collar que más lo entusiasmaba. Pero su rostro tenía una expresión tan fría y tan dura que él se sintió sobrecogido.
Hubiera querido preguntarle qué le pasaba, acariciarla para prender en ella el amor que lo poseía y conquistarla de nuevo, pero doña Milagros no cesaba de entrar y salir buscando cosas que poderse llevar.
Para colmo de males se habían dado cita, en la despedida, todas las señoras del pueblo.
La boticaria había aprovechado la ocasión para soltarle una pulla:
—Gracias a Dios que no correrá usted más por las rocas con Enrique. Apenas la hemos podido ver.
Se volvió a él y añadió:
—¿Qué va usted a hacer ahora sin su amiga?
A pesar de lo malévolo de la intención la pregunta afligió a Enrique.
—¿Qué haré? —repitió.
Se lo preguntaba él mismo.
Aquellos días equivalían para Enrique a toda tina vida. Isabel la había llenado toda. No podría mirar nada, ni hacer nada que no se la recordara. Su congoja le apretaba el corazón y le estrangulaba la garganta.
Por fortuna, doña Berenice le describía a Isabel la belleza de la actriz que había filmado la última producción estrenada en el pueblo.
Doña Lola la había tomado con él. La manía de doña Lola era casar a todas las chicas del pueblo y no veía con gusto que los jóvenes desertaran hacia Madrid. Trataba de ponerlo en guardia contra las asechanzas de Las madrileñas.
—Es cuestión de no dejarse deslumbrar —decía—. Todos les que han vuelto a casarse aquí son felices y no conozco a ninguno que se casara en Madrid y le haya salido bien.
Era una especialidad de doña Lola el arreglar casamientos, No sólo se había casado dos veces, sino que había sabido casar a sus cinco hermanas primero, y a sus doce sobrinas después, logrando buenos maridos. Preparar una boda constituía para ella mayor felicidad que para la novia.
—¡Qué linda! ¡Qué ojos! ¡Qué tipo!… ¡Qué boda! —Solía exclamar cuando veía una muchacha bonita a la que podía tomar bajo su protección—. Es preciso casarla bien.
Se encargaba de pasear con las jóvenes casaderas, de adornarlas y de llevarlas a los lugares donde las pudiesen ver.
Les daba consejos que formaban una verdadera escuela del arte de seducir, y advertía a las madres.
—A las chicas no hay que hablarles de nada triste, ni de ningún problema. No se las debe dejar leer. Se necesita que tengan el semblante cándido, plácido, inocente y tranquilo. La alegría y el reposo atraen a los hombres.
Les recomendaba mirar mucho a los pretendientes y hablar poco.
—Los hombres se hacen la ilusión de descubrir el espíritu de las mujeres o de formarlo. Cuando saben cómo son ya no les interesan tanto.
A veces aconsejaba remedios extremos ante las bellezas que se iban ajamonando.
—Yo conozco a una condesa italiana —decía— que se quedó viuda con tres hijas y ni un solo céntimo; pero logró casarlas a todas haciendo viajes de Nápoles a Buenos Aires. En cada viaje casaba una.
—¿Y cómo viajaba sin dinero? —le preguntaban.
—Conseguía pasaje gratis y su titulo le servía para comer en la mesa del capitán. Siempre encontraba alguno de esos millonarios que no parecen tener más misión que la de cruzar el mar en los grandes transatlánticos.
Cuando estaba cerca de un joven hablaba de muchachas bonitas, segura de despertar su interés, y solía recomendarle alguna, al par que elogiaba la delicia de la vida conyugal.
Aquella noche había cogido como victima a Enrique, contenta porque tomaba su preocupación como muestra de escucharla con interés.
Cuando se marcharon las visitas y doña Milagros se quedó durmiendo en el sofá, sobre su atracón de pastas y torradas, Isabel se acercó a Enrique.
—Márchate tú también —le dijo con dulzura—. Sería conveniente que te vieran irte. Habrás notado ciertas malicias.
—Bien… pero volveré…
—No… Enrique… No vengas esta noche.
—¡Es la última!
—Entre nosotros no debe haber última ni primera.
—Tienes razón… debe haber siempre, sólo siempre.
—Si… pero… siempre amigos. Es preciso, Enrique… No te exaltes… No hagas escenas impropias de hombres… Ten el valor de que te doy ejemplo.
—¿Pero qué significa esto? Estoy aturdido… No te comprendo.
—Significa que estoy resuelta a que nos separemos definitivamente, para ser sólo buenos amigos.
—¡Isabel!
Cruzo las manos en una imploración suprema, con ojos de náufrago.
—Después de todo —dijo—, paso lo que pase yo te bendeciré, Isabel, porque me has hecho conocer la felicidad. Tienes mi vida en tu mano.
Ella siguió inconmovible.
—Es preciso… Pero no te desconsueles… No tienes derecho a quejarte… Hemos sido felices… Ya nos veremos en Madrid… Cuando pase tiempo… Sé razonable…
Le tendía la mano cariciosa con ademán de consolarlo.
Enrique se tambaleó. Parecía estúpido.
La voz soñolienta de doña Milagros lo robó su última esperanza.
—¿Es ya hora de comer? —preguntaba.
Isabel rió y dijo con voz serena, sin la más ligera emoción:
—Sí, sí… Es tarde… Vamos a la mesa… ¡Adiós, Enrique… hasta Madrid…!
Y salió sin volver la cabeza.