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Quiero Vivir mi Vida: XLIII

Quiero Vivir mi Vida
XLIII
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Dedicatoria
  4. Prólogo
  5. Cuadros
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
    15. XV
    16. XVI
    17. XVII
    18. XVIII
    19. XIX
    20. XX
    21. XXI
    22. XXII
    23. XXIII
    24. XXIV
    25. XXV
    26. XXVI
    27. XXVII
    28. XXVIII
    29. XXIX
    30. XXX
    31. XXXI
    32. XXXII
    33. XXXIII
    34. XXXIV
    35. XXXV
    36. XXXVI
    37. XXXVII
    38. XXXVIII
    39. XXXIX
    40. XL
    41. XLI
    42. XLII
    43. XLIII
    44. XLIV
    45. XLV
    46. XLVI
    47. XLVII
    48. XLVIII
  6. Autor
  7. Otros textos
  8. CoverPage

XLIII

Se veían poco Julio y Alfredo, aunque éste había dejado su cargo de médico de emigración para instalarse en Madrid de nuevo.

Explicaba su decisión de un modo pintoresco:

—En los grandes transatlánticos —decía— el módico está obligado a asistir de etiqueta al comedor y al salón y se ve en la necesidad de besar a alguna pasajera de cámara, cuando cruzan por ese pasadizo de los besos, estrecho y oscuro, que forma en la proa el puente de paseo. No he llegado a saber si esto era cosa inherente al cargo o un abuso de él. En la duda he preferido renunciar.

Aquella noche leía sentado ante su gran, mesa de despacho sin prestar atención al ruido de las campanadas desacordes de sus relojes, ni a los ecos de la radio. Por la ventana abierta venía el aire perfumado de los pinares.

El balcón ofrecía el aspecto de un jardín, con las macetas de cactus de diversas especies.

—Son las únicas plantas resistentes en este clima —decía Alfredo— las que viven sin incomodar a nadie con exigencias de cultivo. Yo las veo con cierta superstición. Me parecen restos de una flora antidiluviana, detenida en su evolución. Algo así como animales fracasados y algo feroces.

El grito agudo del timbre se sobrepuso a todos los demás ruidos, con algo de protesta. Nadie llamaba a su puerta a esa hora. Manuela ya se había acostado.

Acudió Alfredo presuroso a decirle que no se levantase y quedó sorprendido al encontrarse con Julio.

—¿Qué te sucede? —le preguntó sorprendido al ver su palidez y su agitación.

—El estado de Isabel que me inspira serios cuidados.

—¿Está enferma?

—No lo sé… Vengo a buscar no sólo al médico, sino al amigo.

—Celebro que sea lo último, porque como médico, al lado de Isabel, fracaso siempre.

—Creo que tienes una prevención injustificada acerca de ella.

—No lo creas; pero adivino que siente por mí esa antipatía que profesan casi todas las mujeres al amigo íntimo de su marido. Es una espacie de celos retrospectivos; no me molestan, poro trato de evitárselos.

—¡Le era tan necesaria tu ciencia!

—No. En Isabel, como en casi todas las mujeres que están en su situación, se da el fenómeno de que no quieren poner nada de su parte, cuando aún es tiempo, para curarse. Prefieren, seguir pensando que la Providencia lo dispone todo.

—El estado de Isabel es desconcertante.

—Veo que hay algo que no te atreves a decirme. ¿No te inspiro ya confianza?

—No es eso. Es que yo mismo no sé lo que quiero decirte.

—Trataré yo de averiguarlo. Isabel tuvo una educación varonil pero en la pubertad triunfó una feminidad bien definida. Ahora se inician nuevas influencias con su climaterio, vuelve a sufrir su crisis.

—Es demasiado joven para eso.

—No importa. El desarrollo no suele ir de acuerdo con la edad. Seguramente está irritable, nerviosa.

—Lo ha sido siempre. Ahora se trata de algo más.

—No te comprendo.

—Ha dejado de amarme.

—Eso no lo creo.

—Peor aún. Me aborrece.

—Estás en un error. Tu mujer, como varias veces te he dicho, es una hipertiróidica, y en esos temperamentos es frecuente el estado maníaco, exaltado o depresivo. No saben lo que quieren ni lo que aborrecen.

—Pero es que yo no sé cómo explicarte…

—No me ocultes nada.

—Parece que me quiere, pero que siente repugnancia por mí.

—¿En qué te fundas?

—Hay momentos en que la veo llena de ternura, compadecida de la ansiedad con que deseo sus caricias. Momentos en que la veo hacer un esfuerzo por vencerse y llagar a mí; pero a costa de tal violencia que cae presa de ataques de nervios.

—Eso ya es peor.

—Otras veces me rechaza sin consideración ninguna y luego, como si se arrepintiera, cae en un estallo de depresión extraordinaria. Sin el gran amor que se sobrepone en mí a todo y me hace cuidarla y distraerla, se moriría de inanición.

El rostro de Alfredo se había ensombrecido.

—Es preciso que te hable francamente, Julio —dijo—. Yo he estudiado a Isabel con interés y he tratado de no querer ver la realidad, pensando que te engañaba, pero ahora no dudo. Creo firmemente que se trata de un caso de intersexualidad.

—Veo que sigues siempre fiel a tu teoría.

—No es mía, ni siquiera nueva. Los antiguos, que divulgaban la ciencia vestida con el manto de la poesía, lo expresaron ya hermosamente, cuando Aristófanes nos habla de tres castas de seres dobles: unos varones, que procedían del Sol; otros hembras, que procedían de la Tierra; y otros andróginos, de la Luna.

—Pero todos oran bien diferenciados.

—Sí, hasta que Júpiter los cortó con un hilo por medio, como si fuesen huevos duros mondados, y eso trajo la perturbación, porque cada uno busca desde entonces su mitad y no se satisface con bailar la mitad de otro seso contrario, aunque coincida con la suya exactamente, como un papel recortado. Lo que vulgarmente se llama la media naranja.

—¿Y qué quieres inferir con eso?

—Que de ahí nacen todas las dificultades; lo que hace que no nos entendamos y que ninguna moral ni ninguna filosofía hayan logrado ponernos de acuerdo. Todo el equilibrio se rompe por los elementos del sexo contrario que van en nuestro interior.

—Siempre había creído que hablabas de esto en broma.

—En serio y muy en serio. En el estudio de las influencias sexuales y de la determinación de sexos podemos tener muchas sorpresas. Yo conozco el caso curioso de un amigo mío que adoraba a su mujer y de pronto la vio cambiar de morfología, tomar voz de macho, nacerle barbas… Por fortuna se le pudo extirpar con éxito el tumor que padecía en la parte cortical de la glándula suprarrenal, y que había desarrollado su masculinidad.

—¿Estás seguro de eso?

—La operé yo mismo.

—Verdaderamente se plantea un problema grave.

—Sobre todo por sus consecuencias. El desequilibrio sexual, en desacuerdo el instinto con la morfología, es un semillero de vicios y degeneración. Casi todos los crímenes más absurdos y repugnantes los practican seres de esa clase. Los destripadores, los feroces, las fieras humanas, suelen ser estos anormales. En casi todos esos crímenes hay una fuerza física que obra como una fatalidad. Recuerda ese asesino cuyo pulgar excesivamente desarrollado lo arrastraba a estrangular.

—No sé qué pensar. Me aturde todo esto.

—Lo comprendo. Cuesta trabajo aceptar ciertas verdades, pero la evidencia nos hace conocer que el mal no es una fuerza ajena a nosotros. El mal va en nosotros mismos. El enemigo no es el sexo contrario, sino la parte de él que existe en nuestro organismo. Se han mezclado tanto unos elementos con otros que puede afirmarse que no existe un sexo completo en absoluto; el hermafroditismo es general. La tarea de la ciencia en lo porvenir, con todos los recursos de inyecciones, injertos y glándulas ha de ser purificar los sexos, el único medio de perfección de la humanidad, pues ya sabes que los animales, cuanto más se elevan en la escala zoológica, más tienden a la diferenciación.

Se levantó, tomó un libro de su biblioteca, lo abrió y se lo ofreció a Julio.

—Lee lo que dice sobro esta materia uno de nuestros principales sabios —dijo.

Julio leyó:

«Los dos sexos, la masculinidad y la feminidad, no son dos entidades que se oponen punto por punto; hay ciertos momentos de su evolución ontogénica y filogénica en que esta oposición absoluta tiene una apariencia de realidad; pero fuera de esos momentos, la masculinidad y la feminidad se van acercando y acaban por confundirse. No de otro modo que el día y la noche, tan opuestos en las horas cenitales, se enlazan en las largas horas del crepúsculo, en una gradación insensible de momentos en los que la luz y las sombras se mezclan en proporciones sucesivas».

Estaba aturdido, sin saber qué pensar.

—No está bien estudiado —continuó Alfredo— el problema de la dualidad de nuestro organismo. Durante uno de mis viajes a América vi el Manicomio de Lima. Es el único sitio donde tratan bien a los locos. Allí, en un museo de pinturas hechas por ellos, notó que todos están de acuerdo en poner detrás de las figuras humanas otra figura distinta; a veces un signo, pero siempre algo que significa desdoble de la personalidad. Por cierto que había dos locos que tenían la misma manía de creerse que no habían nacido aún. A veces no querían tomar alimento porque se hallan en el claustro materno.

Julio no atendía a lo que hablaba su amigo, preocupado por una idea fija.

—Pero no vayas a creer —interrumpió— que Isabel tiene ninguna aberración.

—Estoy convencido de eso. La intersexualidad, no es mal del individuo, sino de la especie. Lo sufren los animales y las plantas, el cuerpo y el espíritu. Así, con una morfología perfectamente femenina y con una conducta moral correctísima, sin ningún extravío sexual, puedo existir en la mujer que sufre su crisis una marcada inversión de sexos, o, mejor dicho, un predominio del masculino en la mezcla de ambos.

—¿Y no pueda contrarrestarse eso?

—Es una cosa cuasi fatal. Esa mezcla de gérmenes de los dos sexos, hacen triunfar el femenino en la niñez y en la adolescencia. Ésta es un peligro para el varón y un triunfo para la mujer, por regla general. Después triunfa lo masculino, y entonces el peligro es para ellas y la afirmación para los varones. Luego comienza a cerrarse la curva de la vida y vuelve la niñez con su carácter insexuado. Acabas de leerlo.

—¿Y no influye la educación?

—Algo, pero no por completo. La educación contribuye a modificar los impulsos que nacen de todos nuestros tejidos, por decirlo así, y se mezclan unos a otros. Están repartidos en nuestras células de modo que cada parte del cuerpo tiene su sexo que influye en las más simples manifestaciones de la vida humana. Desde luego es un error educar en desacuerdo con la morfología. Isabel ha tenido una educación demasiado viril. Cuando se desarrolla en la niñas el elemento masculino, o en los niños el femenino, no pueden esperarse buenos resultados.

—¿Pero en esa crisis de masculinismo no es que la mujer se haga marimacho ni extraviada?

—Nada de eso. Suelen limitarse a ligeros cambios morfológicos, que se atribuyen a la edad: el modo de andar, de accionar con las manos, el timbre de la voz, el nacimiento de vello.

—¿Y en lo moral?

—Veo que aso es lo que más te preocupa. No temas. Desde luego, se desarrolla mayor energía. Fíjate en que todas las mujeres que matan a los maridos, en un arranque de celos, son mujeres ya maduras. Domina el virilismo, que es intransigente con la infidelidad. Casi todas las mujeres maduras tienen también mayor libertad en sus actos y a veces solo en sus palabras. Se desarrolla en ellas mayor interés por Las funciones propias de la naturaleza masculina: les interesa más la vida pública, la sociología, la política, el feminismo. Es curioso que cuanto más triunfa en ellas el varón son más feministas.

—¿Cómo explicas eso?

—Como una atracción sexual subconsciente y como un mayor desarrollo de las ideas de justicia.

—Pues ya ves que los hombres no solemos hacerla.

—A causa de los elementos de mujer que nos restan.

—Eso es algo arbitrario; yo atribuyo esa tendencia hacia la actuación pública, a la necesidad que tienen de ocupar el tiempo, inútil ya para el amor y la galantería, y al deseo de no quedar relegadas al olvido.

—Algo puede añadir eso; yo creo que se debe fomentar esa tendencia: todo lo que sea distracción.

—Isabel estuvo mejor mientras le duró el entusiasmo por su Club y sus sociedades, sin descansar un momento.

—Sí. Esas tareas de propaganda social las compensan. Siempre ha habido una válvula abierta a sus actividades. En nuestras abuelas era el misticismo, en nuestras madres la filantropía, ahora la propaganda social de un lado y los deportes de otro; pero todo se suma y se condensa en una palabra: ocupación y libertad.

—Yo no trato de coartársela a Isabel; pero su estado de depresión hace que ella no la desee. No tiene ganas de nada.

—¿Tiene alguna queja de ti?

Julio no se atrevió a confesarle a Alfredo sus relacionas con Matilde. Las miraba sólo como un consuelo de su soledad, que en nada afectaban a su amor por Isabel. Pensaba que ella no se enteraría nunca.

—Soy para ella como siempre —contestó.

—Dime a qué atribuyes que se agudice así su malestar.

—No sé… Ha cambiado mucho… Se ha apoderado de ella un fervor religioso que la martiriza. Es observante, intransigente, está llena de preocupaciones, de terrores, y te aseguro que eso es lo que más me asusta.

Alfredo meditó un momento y luego dijo:

—Esta vez tienes razón. Te debo franqueza y, por doloroso que sea, he de decirte que la clientela femenina de los manicomios está formada en gran parte por esos tipos. Es frecuente que la intersexualidad provoque en el climaterio el estado maníaco un poco depresivo, con accesos de mesalinismo unas veces y de odio al hombre otras… Pero cuando se llega a la monomanía religiosa, la curación es casi imposible… Ten cuidado. ¡Es como si el mal hubiera profundizado ya hasta la raíz del alma!

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