XX
—¡Belita!
Se detuvo mientras el lacayo mantenía abierta la portezuela del automóvil.
Era su madre la única que la llamaba así.
—No sabía que ibas a salir tan temprano.
—Acompáñame.
Doña Milagros se volvió y señaló a un muchacho delgado y larguirucho que había desaparecido detrás de ella.
—Te quería presentar a Enrique. El nieto de mi amiga Elena.
—Cuánto siento que hayas elegido este momento…
Se detuvo al ver el gesto del muchacho y suavizando la voz, añadió:
—Es ya un hombre. No creía que tuviese Elena nietos tan mayores.
Y como el mozuelo permanecía callado se dirigió a él resueltamente.
—¿Viene usted a quedarse en Madrid con la abuelita?
—No, señora. Debo volver al pueblo. Vengo por pocos días.
Tenía una hermosa voz, llena y bien timbrada, que acarició el oído de Isabel.
—¿Y le gusta a usted Madrid?
—No, señora.
Se quedó un poco sorprendida. Era la primera vez que no veía encantado de la Corte a un hombre mozo y provinciano. Tenía un tipo extraño. Desarticulado, de facciones irregulares, tez cobriza, cabellos de tono alazán, con aspereza de crines, y grandes ojos que la miraban ahora entornados con una especie de arrobamiento.
—Si quieren ustedes esperarme —propuso ella—. Antes de media hora estoy de vuelta. Charlaremos.
—Bueno —repuso doña Milagros—. Si Enrique quiere.
Enrique inclinó la cabeza más bien por ocultar el rayo de alegría que le brillaba en los ojos que para asentir. La voz de Isabel, grave y cálida, con su gran amplitud amorosa, había hecho estremecer su carne adolescente. Su boca grande se desplegó en sonrisa y dejó ver dientes voraces, de caimán, que ponían en su cara una línea blanca y húmeda.
Isabel subió al coche.
—Una vuelta por el Retiro y a casa —dijo.
Cuando arrancó el auto se miró en el espejito que lucía al lado del búcaro y sonrió, aprobando su belleza. Comprendía la impresión profunda que había causado a Enrique y que no había podido disimular. Ella, por su parte, se había impresionado también. La fealdad de Enrique le parecía atractiva por la gran fuerza de juventud que la acompañaba. Estaba en ella despierta la vanidad y dormido el deseo, que no lograba despertar ninguno de los muchos galanteadores que la rodeaban, contenidos por el temor que les imponía su frialdad y su indiferencia.
Tal vez por vencer a Alfredo, Isabel lo hubiera sacrificado todo, no por amor, sino por el interés de triunfar de su resistencia.
Por un momento se había creído vencida e impotente para vengarse.
Sentía como una ofensa inconfesable la recomendación del viejo médico a que Alfredo la dejaba encomendada. En su rabia, hubo momentos en que creía de buena fe estar enamorada de Alfredo.
Pero un día Julio le dijo entristecido:
—Es preciso que Alfredo esté loco para hacer lo que hace. Con su talento, podía ser uno de los doctores más gloriosos; pero es de una inestabilidad asombrosa. Acaba de marcharse a la Argentina como médico de emigración.
Ella sintió la alegría de su triunfo.
—Se va porque no le soy indiferente —pensó.
Y desde ese día ya no se acordó más de Alfredo.
Seguía coqueteando con todos, pero su naturaleza le hacía sentir por el hombre la especie de hostilidad que había tenido en su primera juventud.
Su mesalimismo estaba contenido por aquel elemento contrario. Llegaba al borde de la pasión, enredada en la red de su coquetería femenil y se detenía gracias a la instintiva repugnancia viriloide de que no se daba cuenta. Ahora estaba contenta de sentir aquel interés que le hacía experimentar una felicidad extraordinaria. Revivía el sentimiento que tuvo en los primeros días de su noviazgo con Julio y que no había vuelto a sentir. Su masculinismo la impulsaba hacía la especie de feminidad del adolescente.