XXII
—Di que he pasado la tarde contigo.
—Di que hemos estado de tiendas.
—Di que vamos al teatro.
No pasaba día sin que apareciese Joaquina para hacerle alguno de aquellos encargos a Berta.
Por fortuna ésta no necesitaba decirle nada a nadie. Doña Pepita estaba clavada en el sillón con el ataque de reuma, y Luis no era desconfiado.
Había llegado Luis a ser un gran amigo de Berta. Le había propuesto Joaquina que le arreglase los asuntos de la testamentaría de su marido, con la secreta esperanza de entretener así a Luis, para que se ocupara menos de ella y no tuviese prisa de dejar Madrid.
Todas las tardes iba Luis al hotel de Berta, y después de trabajar un par de horas arreglando papeles en el ambiente perfumado y tibio del gabinete, al lado de aquella mujer tan discreta y previsora, como él hubiese deseado a Joaquina, salían a dar un paseo por el jardín. Los unía el amor a las plantas.
—Esta tarde hace demasiado frío —dijo él—. Será mejor que no salga usted.
—Estoy acostumbrada.
—Hace viento.
—No importa. Me gusta el viento. Da más sensación de vida… como sí fuera la respiración del mundo. Cuando me revuelve el cabello parece que penetra hasta la raíz y siento en mí algo vegetal. Me agradan el sol, el viento y el agua. Hasta gozo cuando siento caer sobre mí la lluvia. ¿Querrá creer que a veces me como puñados de nieve, igual que cuando estaba en el colegio?
Hablaba con animación, con inocencia, sin darse cuenta de la gran sensualidad que había en sus palabras.
—Lo aseguro a usted —añadió— que siento por las plantas tanta ternura como si fuesen animales. No puedo pasar el día sin verlas.
—¿Y quién nos dice que no lo son? —dijo él—. Ya está probado que tienen nervios, respiran, duermen, se nutren y segregan. Ahora se afirma que sienten antipatía o amor y que ejecutan voliciones. Hay plantas que siguen los ojos de quien las mira, con movimientos de persona hipnotizada. La sensitiva hace un esfuerzo para huir y esconderse cuando la tocan y existen algunas que forman paraguas con las hojas a sus flores cuando amenaza lluvia.
Habían llegado a la fuente.
—Mire usted, qué poesía tiene el nenúfar —continuó él—. Es la planta que más demuestra cómo se aman las flores. A éstas no las fecunda el polen lejano que arrastra el viento. El macho tiene el privilegio de vivir sobre el agua. La hembra no sale del fondo más que una noche de amor; una sola vez en su vida. Alarga el tallo, llega cerca de su amado, le roba sus caricias y vuelve a sumergirse para perpetuar la especie.
Berta no respondió. Se sentía turbada, y para cambiar de conversación, dijo:
—Mi pasión son las rosas.
—También la mía. Me parece la rosa algo así como la Eva de las flores.
—Yo tengo una hermosa colección.
—Lo veo, pero me gustaría que no colgase usted a sus rosales esas medallitas, que dan un aspecto de jardín botánico.
—Pero sin eso no sabría sus nombres. Son sus tarjetas de identidad.
—¿Cuál es su predilecto?
—Este recuerdo de Claudio Pernet. Tiene un amarillo que recuerda los amarantos. Como usted sabe, esta rosa es creación del gran jardinero francés, para ponerla como corona sobre la tumba de su hijo muerto en las trincheras. Parece estar regada con lágrimas.
Se había hecho aquella tarde, sin saber por qué, embarazosa su situación. Berta, excitada por las confidencias de Joaquina, había llegado a sentir por Luis una pasión romántica que creía sólo piadosa. Le parecía que se necesitaba ser una malvada para no amar a un hombre como él.
En sus ratos de intimidad, Luis le había hablado de su mujer, no tenía para ella más que palabras de respeto: Una criatura aturdida, inconsciente, infantil de alma como de cuerpo. Uno de esos seres condenados a niñez perpetua, que hacen la desdicha de las familias a pesar de ser buenos. Él la quería con esa ternura paternal que inspiran los seres débiles. Era el suyo ese afecto que se siente por los niños cuya inteligencia está aún en germen; ese cariño en el que hay algo de protector, de superior, que no atrae la confianza ni establece una compenetración.
—Es como si tuviera una hija —decía con convencimiento.
Después de oír esto, Berta se avergonzaba de escuchar las confidencias que le seguía imponiendo Joaquina. Sentía una repugnancia y una confusión que no experimentaba la esposa: era como si ella lo engañase también.
Joaquina le contaba que había roto con Alfonso de un modo violento. Le aseguraba que había sufrido tanto, que estuvo a punto de decírselo todo a Luis para que los matara a los dos.
—Por fortuna Juan, el amigo de Alfonso, ha sido mi consuelo —decía—. Esto sí que es un alma noble. Gracias a él se me ha hecho llevadera la vida.
Le contó cómo saboreaba la emoción de las entrevistas arriesgadas en restaurantes y sitios públicos. Juan no le tenía miedo a su marido. Sus amores no eran esta vez tan prudentes. Juan era de esos hombres que gustan del cartel que les da el escándalo, y todos sus amigos estaban enterados de la aventura.
Berta se desesperaba con aquellas confidencias. Le dolía ver a Luis en ridículo y que la maldad y la falsía de Joaquina cayesen sobre aquel hombre tan bueno y tan honrado.
Y no tenía ya valor para aconsejarle a su amiga que volviera con su marido. No quería pensar lo que iba a ser de ella si Luis se alejaba de su lado para siempre. Empezaba a querer también vivir su vida. Lo esperaba con impaciencia todos los días y jamás había entre ellos una sola palabra de amor o de galantería. Hablaban de sus asuntos y de sus flores. No sabía por qué estaba tan confusa aquella tarde.
—Venga usted —le dijo, procurando ocultar su estado de ánimo—. Tengo un rosalito muy enfermo. A ver si adivina lo que tiene.
Él se quedó mirándola y respondió con un acento que le hizo estremecerse:
—¿Sabe usted, Berta, que me da envidia el ver cuánto quiero a sus rosales?
—Es que me parece que son hijitos míos, porque nadie los ama como yo.
—¿Y no quiere usted que yo desempeñe el papel de padre?
—Se enfadará Joaquina.
Él guardó silencio. Establecía también la comparación entre las dos. Berta era la mujer que debía haber sido su compañera, en lugar de aquella graciosa muñequita inútil, a cuya insulsez e insignificancia tenía que permanecer unido. Se daba cuenta de que no era amistad sólo lo que lo unía a Berta. Le parecía que aquella tarde era más fuerte y más acre el olor de las plantas y de la tierra. Tenía la sensación de sentir revivir la savia en los troncos, que parecían secos, y germinar las plantas. El Ray-Gras brotaba de la tierra, convirtiendo en grandes acericos las platabandas.
La hiperestesia del oído le hacía percibir como un chasquido de besos en el reventar de los brotes y el desplegarse de los capullos.
Del cuerpo de Berta se escapaba una ola de perfume de jazmín y nardo mezclados. Era el perfume mismo de Joaquina, pero le parecía más intenso en Berta. Le cogió la mano y le dijo:
—¿Por qué no nos hemos conocido antes?
Ella permaneció inmóvil.
—¡Nos hubiéramos amado tanto!
No le pedía nada, no lo proponía nada. Lamentaba una desdicha irreparable; pero su mirada se clavaba en los ojos de Berta, suplicante, triste, apasionada… Los ojos de ella no le huyeron. Al contrario. Se encendieron con una llama ardiente y parecieron querer esconderse dentro de los ojos de Luis. Entonces él, perturbado por la confesión muda y sumisa y por el perfume excitante, la estrechó entre sus brazos y buscó sus labios, murmurando:
—¡Seremos dichosos aún!