XLVIII
Se sorprendió Julio de ver luz a aquella hora en su despacho.
Sentada en el gran butacón de piel, cerca de la chimenea, estaba Isabel. La vio por los vidrios de la puerta, iluminada por el resplandor rojizo de la lumbre, con reflejos de brasa. Se destacaba su perfil de medalla romana del fondo carmelitano de su traje, alto y cerrado, en el que lucía como única joya el escudo de plata, colocado sobre el corazón.
Al sentir entrar a su marido, se puso de pie. Tenía algo de severo y adusto con aquel hábito semimonjil. Su figura era más rígida. Parecía más alta en su delgadez, que acentuaba el cinturón charolado en tomo del talle y la larga correa que pendía hasta el borde de su vestido.
—¿Qué haces levantada, Isabel, a esta hora, con lo delicada que estás? —dijo Julio en tono de reproche.
—Te esperaba.
—¿Qué sucede?
—¡Que yo no puedo vivir así, Julio! ¡Que es imposible que continuemos juntos, sintiendo yo a cada hora y a cada minuto tu desamor!…
—No comprendo de qué te quejas. Apenas salgo de casa desde que tú has vuelto a ella.
—Es inútil que te esfuerces. ¡Dame tu permiso para que yo pueda retirarme a morir santamente, alejada de todo… sola!
—¿Pero… persistes en esa locura?
—Es preferible para los dos esta separación amistosa en lugar de recurrir al divorcio.
—¿Que razón tienes para tratarme así, Isabel? ¿Por qué eres inflexible, queriéndote yo tanto?
—Te lo he dicho. No puedo soportar esta situación.
—Sí no tienes nada que soportar, si yo te adoro siempre. Si todo lo que te molesta se ha acabado… no fue más que una tontería, una locura… hija de tu alejamiento de mí…
—¿Quieres decir que yo he sido la culpable?
—No… culpable, no… La vida que es así… Mira, Isabel mía, te juro que no hay hombre más amante de su mujer ni más bueno que yo. Fíjate. Es mi única falta… En nada llega al fondo de mi cariño.
La conmovía, a pesar suyo, el acento sincero y apasionado.
—¡Perdóname! —imploró él.
—¿Me perdonarías tú a mí? —preguntó con fiereza.
—No es igual, Isabel.
—¿Por qué? ¿Crees que el alma tiene sexo? ¿Que el corazón entiende de leyes y conveniencias sociales?
—Pero las consecuencias…
—Sé lo que vas a decir… ¿No es lo mismo que la mujer traiga un hijo ajeno al hogar o que el hombre deposite un hijo suyo en el hogar de otro?…
—No podemos hablar de estas cosas, Isabel… yo te quiero…
—Es que yo, para perdonarte, necesitaría ofenderte… tener un hijo de otro hombre…
—¡No digas eso!
Se endurecía la voz de Isabel.
—No soy de las mujeres que pueden perdonar… No soy mujer en absoluto.
—Yo te lo haré olvidar todo…
—No puedo sufrir este tormento, cuando te pierdo de vista…
—Sólo pienso en mi trabajo y en ti.
—Desde que te sé infiel mi imaginación no descansa.
—Pues no tienes motivo.
—¡Te veo al lado de… de… ella!… ¡Me das asco!
—Te juro que para mí ha muerto como mujer. Quizás soy injusto, pero al pensar que he podido perderte por causa de esta locura, aborrezco todo lo que con ella se relaciona.
—Pero la sigues viendo…
—Es…
—Sí… es el hijo… lo sé… y precisamente yo no tengo celos de esa mujer… Es el hijo lo que me inquieta… Ese amor irracional al hijo… ¡Asegurabas que no lo sentías!… Me creerás inferiorizada…
—No pienses tal cosa.
—Yo no puedo tolerar que veas a esa mujer.
—No es a ella… Tú tienes una conciencia recta… Date cuenta de cómo la fatalidad me ha creado un deber…
—Sí… pero eres rico… págale espléndidamente y no te ocupes más…
—¿Y el deber moral con la criatura?…
Isabel tuvo un rasgo generoso. Triunfaban la mujer y el amor de Julio.
—Tráete el… el hijo… ¡yo seré su madre!
Él la abrazó con un transporte de pasión.
—¡Isabel mía! ¡Qué buena eres!…
Hubo unos momentos de silencio. Isabel notó que Julio lloraba.
—¿Qué es esto?
—¡Que mi corazón responde a tu cariño ofrendándote el mayor de los sacrificios! Prescindiré de… de… del chico… No lo veré… Te sacrifico, mi conciencia y mi alma. ¿Estás satisfecha?
—¿Por qué no te le traes?
—Sería arrancarle el alma a su madre. No tengo derecho…
—¿Y crees que una mujer así puede querer al hijo?
Julio guardó silencio. Ante el injusto agravio de Isabel sentía deseo de defender a la sacrificada. Debió notarlo ella y exclamó exasperada:
—¡Haces bien en no hacerle padecer!… ¡Quédate con ella… y con el hijo!… ¡Que quizás ni será tuyo!… Yo nada quiero… No lucho… Sólo quiero alejarme… Irme… No volverte a ver…
El amor propio herido se sobrepuso en Julio.
—Si lo quieres así… Pero piensa en lo irreparable… En el escándalo… en que nos perdemos para siempre…
Parecía vacilar el corazón de Isabel. Estaba hermosa en su agitación, con su melena revuelta y sus ojos de mirar incierto y fugitivo.
Julio se acercó a ella y le preguntó con voz conmovida:
—¿Quieres que me vaya?
—¡No!…
Volvía a triunfar el elemento femenino. Le parecía que al perder a Julio se lo escapaba la vida.
Animado por el eco de caricia, él insistió:
—¡Quiéreme!…
—¡Sí!
La estrechó entro sus brazos y la besó apasionadamente en la boca. No existía para él más que su Isabel, siempre ella, la misma y varia, suya y reconquistada.
Isabel permanecía inmóvil. Como si hiciera un esfuerzo por vencerse.
Pero cuando los labios de Julio buscaron sus labios y sus ojos ya no pudo dominarse. Forcejeó queriendo escapar de sus caricias.
Volvía la lucha —en aquel supremo momento, que decidía su vida—, del sentimiento femenino que había de inmolar su repugnancia y su orgullo para conservar el amor, y el sentimiento viriloide que le hacía irresistible el someterse.
En aquella lucha de los dos sexos, uno frondoso y otro mezquino, el masculino había estado vencido durante mucho tiempo y se escondió, se quedó agazapado, como dormido, pero estaba allí, latente, no aniquilado, acechando el instante de debilidad de su rival para reaparecer.
Y se presentaba en su momento preciso, cuando al estrecharse la curva afectiva entre la madurez y el descenso se exaltaba la sensibilidad y disminuía la resistencia.
Se desasió con un esfuerzo violento y le preguntó, mirándolo de frente:
—Contesta a mi pregunta anterior.
—¿Me perdonarías tener un amante?
—¡Te mataría… porque te adoro!
—¡Yo no te mato… porque soy mujer… pero me das asco!
Se exasperó Julio y la apretó violentamente contra su pecho.
—¡Sí… sí… me repugnas!… —Siguió ella, en el colmo de la excitación—. ¡No te puedo aguantar… pase lo que pase!… ¡Aborrezco a los hombres… los desprecio… y quiero ser hombre también!…
Se habían descompuesto sus facciones, como si la locura hubiera prensado el rostro con su sello. Ardían sus ojos.
—¡Isabel! ¡Isabel! —exclamaba Julio horrorizado.
—¡No soy Isabel! ¡Isabel se murió!… ¡Se ha condenado! ¡La castigó Dios… por sus pecados y por los de su marido!… ¡Porque era la mujer!… Es un asco ser mujer…
—¡Vuelve en ti, Isabel mía!… Te dejaré… Haré lo que tú quieras.
—¡Quiero ser hombre!
—¡Cálmate!
—¡Vete!
No se atrevía a dejarla sola ni a llamar. Pensaba que pasaría su excitación. Que no se lo había declarado la locura.
—¡Vete! —repetía ella furiosa.
—Cuando te tranquilices.
Quiso volver a acariciarla, pero ella se revolvió furiosa, tratando de parapetarse detrás del escritorio.
Las grandes tijeras relucían sobre la mesa y atrajeron su mirada. El brillo del acero parecía sugerir la idea de matar. Permanecía inmóvil con los ojos desorbitados y la mirada fija, Julio intentó acercarse a ella y acariciarla.
Entonces Isabel extendió el brazo. Su mano sintió el frío del metal como tentación. Dio un grito salvaje y clavó las tijeras en el pecho de su marido.
Floreció la sangre sobre la ropa y sobre la alfombra, alrededor del cuerpo de Julio.
Inconsciente se acercó. Se arrodilló a su lado. Le cogió la cabeza y la oprimió contra su regazo como si lo acunase en una tardía caricia.
En sus ojos, extraviados por la locura, brillaba la mezcla de amor y de odio, de atracción y repugnancia, de piedad y de fiereza. Todo lo que en su ser había mezclado y confundido de todos los sexos y de todas las razas.
Pero la idea fija, que predominaba en el cerebro, deshecho por la lucha de elementos antagónicos, venció. Sin conciencia de lo que hacia, aproximó sus labios a los labios del moribundo y le sorbió el último aliento en un beso largo, largo… aspirado, profundo. Quería apoderarse de su espíritu… bebérselo… hacerlo suyo, lograr su aspiración suprema… Tuvo un grito de triunfo al creer que lo había conseguido:
—¡Al fin le he robado su alma de hombre!