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Quiero Vivir mi Vida: III

Quiero Vivir mi Vida
III
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Dedicatoria
  4. Prólogo
  5. Cuadros
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
    15. XV
    16. XVI
    17. XVII
    18. XVIII
    19. XIX
    20. XX
    21. XXI
    22. XXII
    23. XXIII
    24. XXIV
    25. XXV
    26. XXVI
    27. XXVII
    28. XXVIII
    29. XXIX
    30. XXX
    31. XXXI
    32. XXXII
    33. XXXIII
    34. XXXIV
    35. XXXV
    36. XXXVI
    37. XXXVII
    38. XXXVIII
    39. XXXIX
    40. XL
    41. XLI
    42. XLII
    43. XLIII
    44. XLIV
    45. XLV
    46. XLVI
    47. XLVII
    48. XLVIII
  6. Autor
  7. Otros textos
  8. CoverPage

III

Había olor a corcho. Olía a noche de luna.

El balcón era tan alto que veía a pies las copas de los árboles y el cauce de azogue del río.

El ambiente inmóvil dejaba distinguir el rodar de las aguas y el eco quejumbroso, de xilofón lejano, de los chorros de las fuentes, que parecían hilados, entretejidos en una trama sutil los hilos de cristal.

El olor del campo a aquella hora era distinto del perfume del día.

Era como si se esparciese el olor del disco platinado, cuyas oxidaciones lo manchaban tomando los perfiles de un rostro contrahecho y burlón.

Se adivinaba la vida de reptiles y de insectos entre el boscaje. Aquella dulce placidez inclinaba su naturaleza al reposo.

Era una evocación de las sensaciones experimentadas en su niñez, en las haciendas de su padre, al que acompañaba siempre en sus expediciones de caza y pesca.

No le había gustado nunca coser, jugar con muñecas, ni ningún entretenimiento casero, como a su hermana Rosita, pero era experta en cargar cartuchos, liar cigarrillos, tejer volantines de cerda de caballo y aparejos de pelo de gusano; y hasta en forjar los misteriosos nudos, cuyo secreto pertenecía a los pescadores, para afianzar anzuelos y poteras.

Su padre, al que le habían quedado soledades de tres hijos varones, muertos de pocos meses, se apoderó de ella para reemplazarlos. Creía que aquella educación varonil era la más a propósito para hacerle vivir. Su única preocupación era que el tiempo la aferrara con sus garfios y no la dejase escapar. Fortalecerla contra esa cosa quebradiza y volátil de la vida de los niños. Gracias que Rosita fue la compensación de doña Milagros.

Don Ricardo abandonaba su segunda hija a la madre y ésta podía educarla a su placer, enseñarle a tocar el piano, a bordar y a las labores domésticas.

Fue después de la muerte de don Ricardo cuando doña Milagros trasladó su domicilio a la ciudad. Era un deseo que había tenido siempre y que sólo con la libertad, alcanzada por la viudez, lograba satisfacer.

Isabel pensó morir de tristeza al dejar aquellos sitios queridos. Se sentía enjaulada en Madrid y se refugiaba en la lectura como en un mundo distinto, donde volaba a su sabor.

La madre se desesperaba achacando a su difunto marido haber formado aquel carácter excesivamente raro e independiente de Isabel, fomentando en ella una especie de virilismo.

Don Ricardo, que se había hecho la ilusión de haber corrido mucho, timbre de gloria de los hombres, aunque no hayan tenido más correrías que la de engañar a la esposa con la criada, tenía ideas muy extrañas. Experimentaba una gran contrariedad al pensar que sus hijas dejasen de ser niñas y despertasen pasiones. Por eso trataba de prolongar su infancia.

—Sólo la costumbre —solía decir— hace que no sea más ofensivo el amor de las hijas a un hombre que el engaño de la esposa.

Las ideas del padre rimaban con los instintos de Isabel. Sintió repugnancia a los galanteos, se hizo arisca, montaraz y hostil con los hombres. Sentía hacia ellos esa especie de repulsión que existe, paradójicamente, entre naturalezas afines, mientras que las opuestas se compenetran para marchar tan de acuerdo como las manecillas desiguales de un reloj.

Quebrantaba su salud la inquietud de su espíritu. Estaba cada día más pálida; sus ojos, tan grandes, se hacían más saltones, disimulando lo que el ahuecamiento podía afearla con la pureza de los trazos y la frescura de la boca.

La expresión era ansiosa y reconcentrada.

—¿Tienes fiebre?, —le preguntaba a veces la madre, alarmada de su enflaquecimiento.

Pero las manos de Isabel ofrecían una desagradable impresión de humedad en vez del ardor de la calentura: como si las hubiese acabado de sacar de agua fría y no se las hubiese secado bien.

El viejo médico, amigo de la casa, no daba importancia a la dolencia. Era la crisis de la edad.

—Distracción y comer mucho —recetó.

Pero Isabel, sin llegar a los extravíos absurdos de algunas de sus amigas, que se aficionaban a comer tierra, cascarones de huevo y hasta las costras formadas por el enjalbegado en las paredes; tenía también caprichos que le hacían no querer comer más que frutas agrias, y rechazar el pan y los demás alimentos.

Cuando se casó Rosita el estado de Isabel se agudizó. Tal vez sentía algo de mortificación en su amor propio con la boda de la hermana menor, aunque Antonio había pensado antes en ella y sólo después de sentirse rechazado se decidió por Rosa.

Tenía días en los que no quería comer ni salir de su cuarto. Ni ella misma sabía la causa de la confusión y contradicción de su espíritu.

Otros días estaba alegre, animada, presa de una extraordinaria movilidad. Salía con sus amigas, comía con apetito y se mostraba amable y complaciente.

Pero de pronto volvía a caer en su descontento y su ensimismamiento. El trato con los hombres agudizaba su estado nervioso. Sentía ante ellos una turbación que no procedía de la castidad alarmada, sino de la lucha de los instintos femeninos y viriloides unidos en su naturaleza. Había formado su fantasía un tipo de hombre que no realizaba ninguno de los que conocía, por más que se esforzase en hacerlo encarnar.

A veces creía haberlo encontrado, pero la ilusión duraba poco. El más leve detalle bastaba para romperla: una frase, un rasgo físico, un gesto de tupidez.

Al fin apareció en su vida Julio. Desde el primer momento Isabel experimentó una atracción extraña. Se persuadió de que estaba enamorada. La seducían la dulzura de su carácter y su aire tímido y distinguido. Además Julio tenía un tipo interesante. Alto, delgado, un poco rubio, sin llegar a serlo del todo; pues a pesar de la tez blanca, y del cabello dorado era ojimoreno.

Al fin se produjo la crisis en que la feminidad triunfó.

Doña Milagros, temerosa del carácter de su hija, se dio maña para apresurar la boda y toda la familia conspiró en favor del matrimonio.

El mes que llevaba de casada lo había pasado como aturdida; presa de constantes contradicciones. Estaba convencida de que amaba a su marido y de que él la amaba; pero no se sentía feliz.

A veces la poseía una gran excitación, una emoción inexplicable, y se echaba a llorar.

—¿Qué te sucede?, —le preguntaba Julio.

—No sé… tengo miedo de algo imprevisto… como si me amenazara una desgracia. Quisiera morirme.

—Eso es que no me quieres lo bastante para ser feliz a mi lado.

—Al contrario. Te quiero tanto que desearía parar de repente mi vida, en pleno goce de tu amor, y no exponerme a perderlo.

—Te adoraré siempre.

—Es el tiempo el que me da miedo. Me parece una cosa que lo gasta todo.

—No sé por qué piensas esas cosas.

Quería explicarse el carácter raro de su mujer por la impresión que el cambio de vida le causaba y se esforzaba en distraerla, con paseos y excursiones.

Y aquella noche Isabel, mirando a su vecino de mesa, rubio y rosado como una señorita, se había dado cuenta de que la separaba de su marido el exceso de virilidad, su carácter enérgico, su brusquedad masculina. Se había engañado al creer hallar en él una especie de compañero, lleno de dulzura y nimiedades femeniles.

Y al mismo tiempo lo quería así, con toda su pasión y su vehemencia.

Le dolía haberlo enfadado y lo guardaba rencor por su silencio.

El ambiente de la noche campesina la iba penetrando. La sensación dominaba a la idea. Deseaba que su marido no tardase en venir a buscarla, que la besase mucho y la dejase dormir como una niña sobre su hombro.

Mientras lo esperaba, su cerebro excitado parecía presentarle en proyección cinematográfica toda su vida anterior.

Recordaba su infancia, su adolescencia, sus familiares; revivía escenas pasadas… Todo sin apartar la vista del río que corría bajo la ventana.

Era como si viese todo aquello en el cabrilleo centelleante de la luna sobre las ondas, en las aguas que no habían de detenerse en su camino ni volver a pasar jamás por el que recorrían ahora.

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