XLI
Sentía un profundo disgusto de que Julio hubiera ido al teatro dejándola sola. Le molestaba perder la influencia sobre su marido, al mismo tiempo que no quería molestarse en hacer nada para atraerlo.
Estaba sola en su gabinete, que se había convertido en una especie de capilla, llena de cuadros con imágenes de santos. Aun así tenía miedo. Pensaba que el demonio se podía meter en su cuerpo y dominarla.
Llamó al timbre.
—Adela, enciende todas las luces —ordenó.
No se hubiera atrevido a entrar en una habitación a oscuras. Con la exacerbación del sentimiento de lo sobrenatural estaba llena de terrores, de alucinaciones.
Sacó su rosario y comenzó a rezar. Por mucho que quería reconcentrar la atención se distraía. No pensaba en las palabras que iban murmurando sus labios; pero el sujetar su imaginación le daba sueño.
—Este sueño es la tentación —pensaba con susto.
Tenía para un par de horas de rezo, si cumplía con todos los santos de su devoción, que se extendía diariamente a algún nuevo abogado milagroso.
—¡Adela! —volvió a llamar.
—Señora.
—¿Me has hecho tú la cama hoy?
—Sí, señora.
—¿Le has dado vuelta al colchón?
—No, señora. Ya he tenido presente que era hoy viernes.
—Bien. No olvides nunca que tengo la superstición de no acostarme en la cama, como se le dé vuelta al colchón en viernes o martes.
—Yo hago siempre lo que la señora quiera.
—¿Has llevado a limpiar el vestido blanco?
—Sí, señora.
Quería prolongar la conversación para no quedarse sola.
Llamaron a la puerta. Le latió el corazón contento de pensar que volvía ya Julio.
Parecía unirla a su marido un violento amor-odio. Cuando venía a su lado y la acariciaba sentía deseo de rechazarlo, de que se fuera, de no verlo; pero cuando se alejaba quería que volviese y no comprendía la vida sin él. Necesitaba tenerlo cerca y martirizarlo.
Entró Julito.
—¿Cómo tú aquí a estas horas?
—Estoy triste… y me he venido a buscarte.
—¿Qué te pasa?
—Me he quedado solo… Ricardo se ha ido a París con su mamá.
—¿Y no tienes más amigos?
—No… él es mi tirano… Me acapara… Pensé que como viernes no habrías salido y por si no estaba el padrino me he venido a distraerte.
No sabía Isabel si debía alegrarse. Le gustaba oír hablar a Julito, con su mezcla de desparpajo femenino y su atrevimiento varonil; pero le quedaban un centenar de salves y credos.
Se exhalaba de Julito un fuerte perfume femenino. Se dejó caer en la butaca en una muelle actitud que resultaba ridícula sin la envoltura de la falda.
—¿Sabes que se murmura demasiado de tu amistad con Ricardo? —dijo Isabel—. Debías evitarlo.
—¡Eso es una infamia! —exclamó el joven, con voz de tiple, a la que no podía dar entonación de enojo. Lo han inventado las de Montoya… Creen que todos son como ellas… Me tienen celos.
Despierto su enojo contra aquellas amigas, comenzó a retratarlas con los rasgos más caricaturescos.
—Son unas cursis… Figúrate que ayer iban por la Castellana, a la hora de paseo, en auto de alquiler. La madre se pasa todos los días la mano por la barba para ver si le ha crecido perilla como a su abuelo.
Se echó a reír Isabel y Julito, animado por el aplauso de la risa, continuó.
—Ahora van a sacar los huesos del señor Montoya para llevarlos a la tierra natal. Viven sólo del prestigio de descender del gran historiador… que sería un gran chismoso y un gran embustero. Pero creo que al sacar el féretro se han encontrado con que se le ha perdido un fémur y con que tiene tres esternones. Es una desgracia para las pobrecitas.
Gritó en la calle una bocina.
—¡Qué tonterías se te ocurren! —dijo Isabel riendo.
—Es la pura verdad. ¡Si vieras qué trajes se han hecho! El de la madre es verde, con encajes de plata; y el de Pepita tiene una cola de pavo real… con unos turbantes moriscos.
Retumbaban los cristales al pasar los autos.
Isabel no podía dejar de notar cómo Julito, que tanto se burlaba de las mujeres, parecía tener la necesidad de seguirlas, de imitarlas, de estudiarlas, con una especie de solidaridad de elementos femeninos, cuya influencia no podía dominar.
Él empezó a hablar de su arte.
—Quiero que vengas a mi estudio —dijo—. Verás unos apuntes de la playa de Peña Flor, que te gustarán. Estoy preparando un cuadro para la Exposición…
Llegó hasta ellos el rumor de una conversación lejana.
De pronto Julito se puso de pie y se despidió. Había recordado algo que tenía que hacer.
—¿Estás enfadado por lo que te he dicho? —preguntó Isabel sorprendida.
—No, Tita. ¿Qué más quisiera yo? El genio necesita la mezcla de sexos. Ni los hombrotes ni las mujerucas sirven para nada.
Apenas había reanudado Isabel su rezo cuando entró Julio.
—¡Qué perfume tan intenso hay aquí! No es el tuyo —observó.
—Ha venido Julito.
—Se ha puesto insoportable ese muchacho.
—Es gracioso. Me distrae mucho.
—Sí… los que son como él, parece que tienen el privilegio de ser buenos conversadores… y hasta oradores… Castelar…
Iba cargando su pipa.
—Pero este perfume… se sube a la cabeza… Quizá es esto lo que hace que los hombres todos los tratemos demasiado bien…
—¡Pues gracias a su visita no me he aburrido tanto!
—No me recrimines por salir un rato cuando tú no quieres acompañarme.
Se oyó el ruido de un auto en la calle.
—Sí me quisieras, como dices, te quedarías conmigo —dijo Isabel.
—Hazte cuenta de que estoy ocupado con las cosas del Banco todo el día y es este mi único rato de distracción.
Palmadas en la calle. Un trasnochador llama: «¡Sereno!». Ruido de puertas que se abren.
—¿Dónde has estado?
—Un rato en el cine.
—¿Te has distraído?
—Si… era una película preciosa. Tenemos que ir a que la veas.
—Podías haber esperado a otro día para ir juntos. Sabes que no salgo los viernes de Cuaresma.
Sentía rabia de que su marido lo hubiera pasado bien. Tenía envidia de su felicidad. En aquel momento le hubiera deseado todas las desgracias; hasta la muerte.
—¿Y tú qué has hecho? —preguntó él, para desviar la conversación.
—¡Nada!
—Es incomprensible, Isabel —dijo con enojo—. Nunca has sido tú así…
—Ni tú tampoco.
—Fíjate en que cuando me quiero quedar contigo no me dejas leer el periódico. No quieres que leamos ningún libro juntos…
—Podemos conversar.
—Me dices que tienes tus rezos.
—¿Y eso te incomoda?
—Porque me roba tu atención.
—Antes me tachabas de frívola, de aturdida…
Pasos en las habitaciones del piso de arriba.
—¡Si instaláramos la radio! —propuso él.
—No me lo digas… no puedo aguantar ese barullo… esos pitidos… y te lo aseguro… tengo miedo.
—No te comprendo.
—Sí, mi madre dice que lo que creemos ruidos atmosféricos, cuando capta el aparato ondas lejanas… se parecen… a… esos golpes que dan en la mesa turnante los espíritus… o los demonios que los suplantan.
Julio la miró con tristeza. No quería provocar su cólera.
Rumor de agua corriente en la casa de al lado.
Él dejó caer la cabeza en el respaldo de la butaca y cerró los ojos. Su palidez alarmó a Isabel.
—¿Estás enfermo?
—Me duele mucho la cabeza.
Sintió despertarse todo su amor. Cuando lo veía triste y enfermo era capaz de tener todas las abnegaciones y de hacer todos los sacrificios para volverle la salud.
Se acercó y le acarició los cabellos. Él le besó las manos; pero se sentía molesto. Ninguno de los caprichos ni de las extravagancias de su mujer lo habían separado tanto de ella como aquella manía religiosa. Ahora se sentía como echado de su casa por aquel nuevo espíritu que la poseía. Estaba seguro de que hasta en sus momentos de mayor pasión Isabel cerraba los ojos a la realidad y le ofrecía a Dios su sacrificio.