XIII
Los árboles parecían querer meterse las manos en los bolsillos y subirse el cuello de los abrigos.
Convertidos en matojos de leña seca, se encogían ateridos, paralizada la savia en sus arterias, con el sufrimiento que les causaba el frío.
Rasgó la bocina del automóvil, como una navaja barbera, la densa tela que tejía la helada en torno del apartado hotel de Berta.
Saltó Isabel del coche y cruzó el jardín con paso ligero inclinándose hacia tierra, con ese instinto de disminuirse y esconderse dentro de sí mismos para escapar de la inclemencia invernal.
Berta acudió a su encuentro y la condujo a su gabinete.
Allí era primavera. El dulce calor de los radiadores ofrecía un agradable contraste con el frío de la calle, que se adivinaba a través de los vidrios escarchados, en el color de aguardiente aguado de la atmósfera y en las estrías de nubes lechosas, que entoldaban el cielo.
Dentro de la habitación reían las flores lozanas en búcaros de cristal y en alabastrones; las cornucopias reproducían los objetos de arte, de un gusto irreprochable, y los muebles y los cortinajes se armonizaban dulcemente para formar el ambiente agradable, grato y blando que imprime en las casas el espíritu de sus moradores.
Esparcía el té su débil perfume penetrante, con algo de opio, y predisponía a la intimidad.
Isabel se sentía bien al lado de su amiga. Había algo en ella que invitaba a la confianza. Tal vez el verla alejada de luchas y ambiciones, el mirarla un poco al margen de la vida; un margen alto, desde el que dominaba su panorama.
Viuda, de posición sólida, de carácter abierto, franco y libre de preocupaciones, Berta daba la impresión de haber llegado a esa gran comprensibilidad que es fruto de dolores, y en vez de poner en el alma heces de un sentimiento negativo, huraño y amargo, dejan un perfume bondadoso, dispuesto a tonificar a los demás.
Se prometía Isabel al lado de Berta su tarde de reposo y no pudo reprimir un movimiento de disgusto al ver aparecer detrás de la doncella, sin darle tiempo de anunciarla, la figura menuda y graciosa de Joaquina.
—Me voy —principió diciendo ésta—. No os mováis. Recibí tu invitación, Berta, y vengo a decirte que no me esperes.
—¡Pero si ya estás aquí!
—No me puedo quedar. Mirad cómo vengo.
Se entreabrió el abrigo y se quitó el sombrero.
—¡Pero criatura!, —exclamó Isabel—. ¿Cómo vienes sin vestirte ni peinarte?
—Estoy desesperada.
—¿Qué te sucede? —inquirió Berta.
—¿Para qué queréis que os lo cuente? Os burlaréis de mí.
—Te aseguro que no.
—Sí… ya sé que todas decís que soy tonta… «Joaquina es tonta». «Eres tonta». Me vais a convencer.
—No pienses eso —dijo con bondad Berta—. Nunca he creído tal cosa.
—¿Verdad que no? Es que parece como sí hubiese estado toda mi vida metida en una caja y de pronto me hubiesen levantado la tapa para salir de la oscuridad al sol ¡Me encuentro en un mundo tan distinto de mi provincia! Confieso que me gusta, y como soy buena y no sé callarme mis impresiones, me llaman tonta… pero ya voy aprendiendo.
Berta se echó a reír.
—Creo que tu marido ha hecho mal en dejarte venir sin él a pasar tan larga temporada con tu tía en Madrid.
—No me hables de mi marido, no lo puedo soportar. Cuando yo estaba tan tranquila, comienza a escribirme que debo volver a casa. Seré capaz de divorciarme.
Rieron las dos amigas. No se daban cuenta de todo el deslumbramiento de la joven provinciana al verse en una sociedad tan distinta de la que conocía. Sola, al lado de su tía, se había apoderado de ella la embriaguez de recorrer tiendas, visitar modistas, revolver perfumerías y no cesar de visita en visita, de baile en baile y de paseo en paseo.
—Me moriré si tengo que volver a soportar otra vez esos días monótonos, largos, interminables, que no se sabe cuándo acaban ni cuándo comienzan, tan iguales y pesantes —confesó.
—¿Pero no amas a tu marido?, —preguntó Berta.
Joaquina vaciló.
—Sí… lo amo. ¡Naturalmente! Debo amarlo…
—¿No es bueno para ti?
—¿Bueno?… ¡ya lo creo! Un santo. Un verdadero santo. ¡Yo preferiría que no lo fuese tanto!
—No te comprendo.
—Es fácil… Mi marido es buenísimo, pero no me hace feliz.
—¿Por qué?
—Cuestión de carácter. Es apático, indiferente… No se ocupa de mí…
Desplegó ante sus amigas todo el panorama de su vida para hacerles ver el contraste entro su carácter ardiente, turbulento, infantil, con una vehemencia que la proximidad a los treinta años no había logrado amenguar, y el de un marido apático, descuidado, displicente, que la miraba de un modo semipaternal, y que sólo se ocupaba de sus deportes. Les pintaba sus ensueños, sus romanticismos, sus ansias de ternura, de caricias, que el marido no adivinaba siquiera.
—Yo soy una chiquilla —les aseguraba—. Tengo ansia de jugar… de vivir… quisiera que me pegara… y que después me besara mucho.
Lo decía todo con un gesto gracioso e infantil que rimaba con la gran feminidad de su morfología. Pequeña, redonda, de líneas acusadas, parecía una de esas figuras de cera que lucen los peinados en los escaparates de las peluquerías de moda. Tenía movimientos felinos y seductores. Un gran fuego interno parecía abrillantar el color de su tez morena, su cabello negro y ensortijado y los ojos grandes, en los que ardía un brillo de fiebre, que encendía los labios de bermellón. Un tipo tan femenino, tan sensual, tan puramente de mujer de carne, daba la perfecta sensación del instinto animal invitando a la vida al goce con toda plenitud de despreocupación y libertad.
Berta, con su bondad materna y la autoridad que le daba su vida pura y serena trató de tranquilizarla.
—No seas niña. Sacrifícate un poco, y verás cómo todo se encauza bien. ¡Quién logra ser dichoso por completo!
—¿No lo eres tú?
—No se trata de mí. Desde la muerte de mi marido hago una vida serena… sin pasiones. Eso que es insoportable para ti… Yo creo, en cambio, que la tranquilidad es lo que más se parece a la felicidad.
—Y tú, Isabel, ¿eres dichosa?
—Casi, casi.
—Poro no del todo… ya se ve… siempre estás triste.
—Sí… poro eso es cosa independiente de mi marido… Cuestión de carácter… toda la vida he sido así… desde niña… Descontentadiza. Me falta siempre algo.
—Pues no te entiendo.
—Ni yo tampoco. Lo tengo todo, y sin embargo, no soy feliz. Yo quisiera no ser mujer. ¿Queréis creer que a veces siento un deseo loco cíe morir, de suicidarme?
—Lo mismo que yo —saltó Joaquina—. Si no fuera porque me marcho al cine todas las tardes y me distraen las películas, ya me hubiera tirado por el balcón.
Berta rompió a reír e Isabel se puso seria. Debía encontrarse ridícula en aquel momento.
Se levantó Joaquina.
—Quería decirte una cosa… Berta… Perdóname, Isabel.
Llevó a su amiga aparte.
—Si preguntan por mí di que estoy aquí. No es por nada malo, ¿sabes?… pero mi tía está insoportable… Me quisiera secuestrar. Ahora da en la manía de que salgo sola… No puedo prescindir de mi cine, de mi paseo, de mi té… ¡Por caridad, di que he pasado la tarde contigo!
Y mientras hablaba se dirigía a la puerta, de prisa, como si quisiera evitar la negativa.
Las últimas palabras las dijo ya en la antesala y desapareció sin despedirse siquiera.
Berta se quedó un poco desconcertada ante el extraño acuerdo de aquellas dos mujeres, de temperamentos dispares, que se creían incomprendidas. La falta de feminidad y el exceso de ella producían el mismo resultado.