Skip to main content

Quiero Vivir mi Vida: XVI

Quiero Vivir mi Vida
XVI
    • Notifications
    • Privacy
  • Project HomeCarmen de Burgos
  • Projects
  • Learn more about Manifold

Notes

Show the following:

  • Annotations
  • Resources
Search within:

Adjust appearance:

  • font
    Font style
  • color scheme
  • Margins
table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Dedicatoria
  4. Prólogo
  5. Cuadros
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
    15. XV
    16. XVI
    17. XVII
    18. XVIII
    19. XIX
    20. XX
    21. XXI
    22. XXII
    23. XXIII
    24. XXIV
    25. XXV
    26. XXVI
    27. XXVII
    28. XXVIII
    29. XXIX
    30. XXX
    31. XXXI
    32. XXXII
    33. XXXIII
    34. XXXIV
    35. XXXV
    36. XXXVI
    37. XXXVII
    38. XXXVIII
    39. XXXIX
    40. XL
    41. XLI
    42. XLII
    43. XLIII
    44. XLIV
    45. XLV
    46. XLVI
    47. XLVII
    48. XLVIII
  6. Autor
  7. Otros textos
  8. CoverPage

XVI

Después de haber ido de grupo en grupo, con ese aire que toma la dueña de la casa los días d gran recepción, como de florista que pone violetas en el ojal de todos los invitados, Isabel fue a sentarse entre el grupo que formaban algunas señoras en torno de un anciano diplomático, que entretenía a los oyentes con el relato de las más recientes chismografías y enredos de la aristocracia. Los escuchaban con interés, a pesar de no conocer a las personas de que hablaban, por ese especial encanto que tiene para las burguesas meter la cabeza por la puerta que entreabren las grandes damas. Era algo parecido a los que en tiempo no lejano iban a ver entrar las gentes en los recepciones de palacio.

Al llegar Isabel varió el tema. Don Francisco, gran conversador, guardaba las fórmulas de cortesía de los salones del siglo XIX y se apresuró a dirigir un cumplido a su atavío, que fue origen de que se comenzara a pasar revista a la indumentaria de todas las asistentes.

—Aquí no está usted en su lugar —dijo una señora al ver acercarse a Alfredo—. Los hombres de ciencia no entienden de modas.

—Permítame que le diga que la moda es una ciencia. Además sabemos admirar a sus intérpretes. Un bello traje es la partitura que ejecuta la que lo lleva.

—Hablábamos del traje de Lina. Ella cree que es un modelo y la han engañado, Lo han lucido ya la Cienfuegos y la San Martín.

—Eso no le impide estar bellísima.

—En este caso no se puede usar ese verbo, que tanto confunden los extranjeros, por el que ahora corresponde. Tiene que estar bella porque es bella —intervino el diplomático.

—Sin embargo, hay que advertirle que se va poniendo un poquito gruesa —dijo maligna una de sus amigas.

—Por Dios, doctor, envenéneme pero deme algo para adelgazar —exclamó Lina, fingiendo mayor susto del que sentía.

—¿Para qué? Así como la obesidad representa mal estado de salud, el estar gruesa, con la fuerte lozanía de usted, es cosa agradable. Predispone a la alegría.

—La moda es estar delgadas.

—Y hasta flacas, ya lo sé. Pero crea que a pesar de la moda el éxito sincero no es para los huesos. El esqueleto no es una forma amable de la belleza.

—Cierto —afirmó el diplomático, que conservaba una tez tan fresca, lisa y brillante, que parecía henchida con viento, como los fantoches.

—En los modelos de la belleza clásica no aparecen las mujeres flacas —siguió diciendo Alfredo—. No se comprende una Venus griega huesuda, ni una matrona romana esquelética. Hasta los senadores, tan nobles entre la envoltura de la toga, eran todos hombres fuertes. El tipo alámbrico es propio de todos los períodos de decadencia.

—¡La Caraba!, —exclamó una joven, disgustada de que no elogiase su armadura de hueso y pellejo.

Todos se echaron a reír. Hallaban gracia a la exclamación de la gente del pueblo en boca de una señora.

—¿Usted no dice nada?, —le preguntó Alfredo a Isabel.

—Oigo y veo con gusto que usted, a pesar de ser un filósofo, no desdeña la moda.

—Distingo: En primer lugar yo no soy filósofo. Los filósofos no sienten como yo el dolor de las cosas. No hace más que pensarlas y mientras guardan su alma cuidadosamente envuelta en su gabán de pieles. La filosofía es su cota de malla. Yo me parezco más a los poetas, cuyas almas desnudas sienten todos los dolores, de tal modo, que no experimentamos una gran conmoción sin recordar a un poeta que nos dispara de antemano con las quejas de su padecer, como un presentimiento.

—Quizás tiene usted razón —respondió Isabel—, pero yo no lo hubiera incluido nunca entre los poetas.

—¿Dónde entonces?

—De no colocarlo entre los filósofos, entre los humoristas.

—No; los humoristas no ríen con mi risa franca y sin trascendencia. Tienen la risa del conejo y con su broma aparente nos escalofrían de desesperanza. Sus saetas son el confeti del pesimismo.

Se detuvo. Se rió de sus propias palabras y continuó diciendo:

—Perdóneme usted que me haya puesto demasiado trascendental con eso de la filosofía. Aún no he contestado a la segunda parte de su pregunta. Es cierto que yo, que aparento tomarlo todo a broma, suelo tomarlo todo en serio. La moda me parece una ciencia utilísima, que es una rama de la lógica; por eso las mujeres, que tienen una gran lógica, se preocupan tanto de ella.

—Se va a burlar de nosotras —intervino Lina.

—No soy capaz de tal cosa. Hablo muy seriamente. Dentro de nuestras costumbres la moda es una gran aliada de la mujer. Gracias a la moda se mantiene el interés amoroso. La melena ha hecho más en favor del matrimonio que todas las doctrinas y las leyes.

—Hace usted unas asociaciones de ideas muy extrañas.

—No lo crea. La moda, que renueva a la mujer, la favorece para mantener la ilusión del hombre. Hay quien sin el cambio de su mujer ya se hubiera divorciado y la variedad ha vuelto a reenamorarlo. La melena corta, apareció a raíz de la Revolución Francesa, como un homenaje a las guillotinadas, y ha vuelto a aparecer en el momento necesario.

—Entonces usted cree que ha sido tan importante para las mujeres la conquista de los cabellos cortos, como fue la del pantalón para los hombres —intervino el diplomático.

—Sí… pero a la inversa. El pantalón fue importante porque diferenciaba bien los sexos. La melena porque los confunde. Es siempre la lógica. Comienza a admitirse que nadie es varón en absoluto ni hembra en absoluto… De aquí la confusión de trajes y accesorios.

Hubo una protesta general que se extendió por el salón. Todos querían mantener la integridad de su sexo.

Rosa fue a comentar lo que llamaba «disparates de Alfredo» con su marido y don Miguel, que se habían hecho fuertes en el comedor.

Alfredo siguió hablando con Isabel de cosas triviales y mezclando sus palabras con risas. Ella, engañada por su sencilla frivolidad, no se cuidaba de ocultar sus ideas y sus sentimientos.

—Tiene usted cierto espíritu de contradicción.

—No lo niego.

—Algo como lucha de sexos contrarios.

—Muy explicable, porque me educó mi padre. Mi infancia fue la de un chiquillo.

—Sin embargo es usted muy femenina.

—Mucho… pero… debo confesarlo. Me entiendo mejor con los hombres. Hace un momento me preguntaba usted por qué no tomaba parte en la conversación. Es que cuando hablan mujeres de sus cosas no las entiendo realmente, y en cambio, reconozco mis sentimientos en los sentimientos de ustedes.

—Y en esa dualidad, ¿qué querría usted ser?

—Preferiría no ser… o ser hombre.

—¡Pobre Julio!

—¡Oh! Entonces él sería mujer.

Como si desease cortar la conversación se levantó para ir a reunirse con Berta y se encontró manos a boca con Manolo Santiesteban, que entraba en el salón apoyado en el brazo de un joven pálido con grandes ojos melancólicos y cabello negro.

—Adolfo Suárez —dijo presentándolo.

—¡Adolfo Suárez!

Era el autor de «Las incomprendidas», el novelista famoso, en cuyas heroínas había encarnado ella tantas veces. Aquel hombre conocía su alma y había adivinado sus pensamientos. Muchas veces, a sus solas, pensó en escribirle toda su admiración y subrayarle aciertos de psicología, en los que había descubierto la razón de algunas de sus impresiones y de sus inquietudes.

Pero no era como se lo había imaginado. El novelista era un joven elegante, muy interesante en su palidez y en la expresión de cansancio que debió adquirir buceando en las almas tristes, atormentadas o ruines, que retrataba.

Debía él estar ya acostumbrado a aquellas admiraciones, porque apenas dio importancia a las frases calurosas con que Isabel le habló de sus novelas. Fue preciso que le recitase páginas enteras de sus obras para que se dignase prestarle atención y comenzara a preguntarle frivolidades sobre sus preferencias respecto a modas y perfumes, como si continuase una encuesta, a la cual debía someter a todas las mujeres que le parecían inteligentes para extraer de esa manera vulgar sus observaciones psicológicas. Se sintió ofendida.

—No sé —contestó—; todo cuanto es bello me gusta… perfumes, colores… flores… el campo, la ciudad, el mar y los montes… Lo amo todo. No sé decir lo que prefiero… Al no ser los libros que lo superan todo; porque todo está en ellos.

—¿Y qué libros le gustan a usted más?

Ella hubiera respondido:

—Los de usted.

Pero herida por la indiferencia de Adolfo, repuso con coquetería:

—A un escritor no se le puede contestar a esa pregunta con sinceridad. Si prefiriera los suyos, parecería adulación, y si prefiriese otros, grosería. Tendría que decirle que La Divina Comedia o El Quijote, y no quiero mentir.

—¿Prefiere usted otros libros a esos?

—¡Ya lo creo! Dafnis y Cloe o Werther.

Confusa al ver la sonrisa de Adolfo, cambió la conversación.

—Tocan un vals. ¿Baila usted?

—Jamás… Comprendo al emperador romano que degradó a un senador por haber bailado.

—Entonces ¿por qué autoriza usted el baile con su presencia?

—Por admirar la belleza de las mujeres, que nunca luce mejor que en esos movimientos del baile, parodia…

Se detuvo.

—¿De qué?

—No debo decírselo, pero piénselo usted, esas parejas que se enlazan es como si se poseyesen.

—¡Qué horror!

—Ya sabía yo que le disgustaría mi franqueza.

—No es eso… sino lo exagerado de su apreciación.

—El baile es voluptuosidad, no le quepa duda.

—Es que soy aficionada al baile con locura y jamás pensé más que en bailar… mientras bailaba.

—Lo creo. No lo pensó usted, pero lo sintió.

Sus mejillas enrojecieron sin saber qué contestar.

Manolo Santiesteban, que había estado conversando con otros señores, se acercó.

—¿Quiere usted que bailemos esto?

Tuvo un movimiento de rubor, fue a decir que no, pero la costumbre la dominó y, haciendo una señal de despedida a Adolfo, se dejó arrastrar.

Por primera voz notaba demasiado el calor de la mano de su pareja y la impresión del aliento cálido en su hombro.

El rostro de Santiesteban estaba cerca del suyo, sus senos se aplastaban contra su brazo; sentía el roce de su cuerpo, y la música le daba alas, la transportaba como sin pisar la tierra. Un vientecillo producido por el movimiento de todas las parejas refrescaba su frente… pasaban sonrisas… ojos brillantes, suspiros… frases entrecortadas… discreteos… Un deseo latente de amor… La parodia del amor.

Quiso detenerse antes de dar la vuelta para que Adolfo Suárez no la viera así; pero el novelista, vuelto de espaldas, no se ocupaba para nada de ella. Hablaba con una rubia cuyos senos color ámbar lucían en el enorme descote. Sintió rabia, una especie de celos absurdos, y pareció abandonarse más en los brazos de su compañero, que enardecido por la danza, la apretaba contra su cuerpo. Era la primera vez que Isabel sentía así la voluptuosidad del baile.

Entre tanto, el diplomático y sus amigas seguían sus murmuraciones aristocráticas, que escuchaban Rosa y doña Milagros con encanto. La víctima era Lina. No pudiendo atacar su belleza, criticaban su carácter.

—Dicen que se pica —aseguró una.

—Es la moda —respondió el diplomático—. Las mujeres distinguidas deben usar estupefacientes.

—Como si la humanidad no fuera ya lo bastante estúpida sin necesidad de ellos —intervino Alfredo—; bien lo prueban los elegantes mascando chicle.

—Es otra moda muy americana.

—Y gracias a la cual se desarrollarán los músculos faciales y la línea armónica del rostro se convertirá en quijada de burro.

—Pues entonces no sé qué va a ser de la belleza de la raza blanca, con la nariz corroída de los cocainómanos y las quijadas de los masticadores de goma.

—Tal ves tenga usted razón, pero los que quieren vivir su vida no van a estar pensando en sacrificarse por los descendientes.

Isabel vino a sentarse entre ellos y reanudó su conversación con Alfredo, sin prestar atención a lo que hablaban y sin preocuparse más de los invitados. Era Julio el que tenía que ir de un grupo a otro. Por fortuna, la cortesía moderna no hacía ya necesaria la asiduidad de la dueña de la casa. La moda admitía como gracia la mala educación. Hermosas señoras mordían a boca llena los sandwiches y desgarraban el jamón con las uñas. Algunas señoritas pedían jerez y cerveza, y el eco repetía frecuentes exclamaciones privativas hasta entonces de las gentes ineducadas. Varios jóvenes dirigían sus cumplimientos a las damas asegurándoles que estaban «bestialmente» hermosas y «jamón».

Los ojos de Julio buscaban a su mujer, tan absorta en la conversación con Alfredo.

La risa de éste resonaba con frecuencia. Una risa en A, franca, alegre y abierta. Isabel permanecía sonriente, sin perder su aire melancólico, recostada en el sillón con una voluptuosidad de trópico.

Al fin Alfredo fue a reunirse con su amigo.

—¿La has auscultado ya? —le preguntó Julio, queriendo disimular con cierto aire de broma la emoción que lo poseía.

—Sí, y te confieso que estoy algo desorientado.

—¿La encuentras mal?

—No. Tiene un padecimiento, una ansiedad que podría llamarse moral, si no fuese todo físico.

—¿Acaso sufre por…?

—No sigas. Nada tienes que ver con eso. Todo obedece a una mezcla de elementos heterogéneos y hasta antagónicos que hay en su organismo. Es un mal que padecen el noventa y cinco por ciento de los nacidos.

—¿Crees que es algo fatal, irremediable?

—No tanto. Yo trataré de restablecer el equilibrio en sus glándulas de secreción interna. La hipertiroides la perjudica… La salud influirá en su carácter. Lo que temo es que no quiera someterse a un plan curativo.

—¿Por qué no?

—Hay enfermedades que enamoran al que las padece y no quieren verse libres de ellas. Es lo que les sucede a los que usan estupefacientes, desde el café y el alcohol hasta la heroína; y a las que desean vivir su vida, a toda costa, con enfermedades y todo.

Annotate

Next / sigue leyendo
XVII
PreviousNext
Powered by Manifold Scholarship. Learn more at
Opens in new tab or windowmanifoldapp.org