XXXII
—El día se pone de luto; escóndeme —le decía Isabel a su padre cuando era niña, al llegar la hora del crepúsculo.
Y aquel miedo infantil se convertía ahora en terror todas las tardes, a la hora en que se confundían la sombra y la luz, poniendo en el ambiente algo fosco, huraño, acerado y penetrante.
Era en aquel momento cuando creía tener a su lado un fantasma: el fantasma de Enrique.
A nadie le había extrañado la profunda pena que la dominaba desde que se recibió la noticia de su muerte.
Temiendo a su sensibilidad exagerada, y a sus nervios excitables, no le habían dado detalles del trágico suceso. Tres días después de su regreso se había encontrado el cadáver del pobre muchacho en los acantilados de la costa.
Aunque se había pronunciado la palabra suicidio, todo el mundo creía en un accidente; pero en el fondo del alma de Isabel había algo que la acusaba de asesinato. Sentía que era la suya la mano que había empujado a Enrique hacia la muerte.
Se había vestido de azul marino, porque no se atrevió a vestirse de negro.
Su luto era su traje alto. Quería tapar aquel descote que Enrique adoró tanto.
En cuanto atardecía se agudizaban sus recuerdos. Para librarse del crepúsculo mandaba cerrar las ventanas antes de ponerse el sol y encender las luces.
Siempre había sufrido la influencia de la muerte del día. La invadía un deseo de encogerse, de volverse más chiquita y de poderse esconder.
Precisamente aquella melancolía, agudizada frente al crepúsculo del mar, era la que la inclinó hacia Enrique con dulzura de rosa que se deshoja en el alabastrón. La melancolía había hecho en el mundo más amantes que el amor.
Temía a la hora crepuscular y pensaba que los pueblos ecuatorianos eran tan sencillos y alegres porque no tenían crepúsculo, y que los norteños debían a los crepúsculos interminables su alma complicada y tormentosa.
En esos momentos recordaba a Enrique, hermoso en su fealdad; porque la luz vespertina suavizaba sus facciones simiescas, sin apagar el brillo de pasión de sus ojos y el eco de salmodia con que la acariciaba su voz.
No se atrevía a salir a aquella hora, temerosa de verse en la calle frente a la luz que huía, y todas las tardes invitaba a sus amigas a tomar el té con ella, por miedo de encontrarse sola.
Con tal de estar acompañada invitaba todos los días a su hermana, a su madre o a Julito. Berta era la amiga predilecta de esos momentos en que la molestaba Lina, cuya malicia temía.
Por un sentimiento encontrado deseaba olvidar a Enrique y no acordarse más de su aventura, y hablaba de él continuamente. Tenía algo de juez de instrucción deseoso de descubrir al culpable de un crimen, aunque ese culpable estuviese escondido en su espíritu. Buscaba la manera de hablar de Enrique para acabar preguntando:
—¿Cree usted que fue accidente o suicidio?
Casi todos opinaban lo mismo:
—¿Qué motivo podía tener para desesperar un muchacho como él, al que lo sonreía todo en la vida?
Solo Lina parecía creer en el suicidio.
—Eso no es razón —argumentaba—. El suicidio está más extendido ahora que nunca. Lo que hay es que no se repara tanto en él. Durante el tiempo que Miguel estuvo en nuestra Embajada de Alemania, recuerdo que se contaban por millares los suicidas de pocos años, cansados de la vida.
—Es cosa natural —afirmó don Miguel, mirando de soslayo a Julito, que seguía la conversación sin cesar de dirigir al espejo ojeadas de enamoramiento—. ¿Qué gusto de vivir va a tener una generación, fruto de la eugenesia y del boxeo, a la que no le gustan las mujeres y bebe leche en vez de vino?
—No se burle usted —dijo molesta Isabel—. Una persona que se suicida deja en pos suyo una amargura imborrable.
—Naturalmente —intervino Adolfo Suárez—. Como que por eso se matan. El suicida tiene siempre un deseo de venganza. Además yo creo que en el comienzo de todo suicidio no hay realmente la voluntad de morir, sino una especie de engaño, que nos hacemos a nosotros mismos, persuadiéndonos de que deseamos la muerte, pero con un convencimiento íntimo de que no podemos morirnos. Creemos en la fuerza poderosa de la vida. En algo así como en una salvación milagrosa y en vencer la desgracia, conmoviéndola con el acto heroico. Se podría decir que el suicida es el primer sorprendido de su muerte. Lo mata ese asesino interior, que él mismo crea, y al que no puede hacer retroceder después, pero la vida no puede comprender a la muerte.
—Debe haber momentos interesantes en la psicología del suicida —insistió don Miguel.
—Sí. Lo sé por experiencia.
—¿Cómo es posible eso? —preguntó Rosa.
—Yo narré un suicidio en una de mis novelas, y para adivinar mejor los sentimientos del protagonista me sugestioné, haciendo todo lo que lo atribuía, y les aseguro que sufrí de un modo terrible.
—Pero usted sabía que no era cierto que se iba a suicidar. Hay mucha diferencia entre la verdad y la ficción —arguyó Julito, estirándose los puños.
—No lo crean. El poder de mi imaginación era tal que llegué a tener miedo de llevar dentro de mí un asesino que iba a alentar contra mi vida. Llegué a temer que me matase cuando vagaba por las rocas desde las que se debía despeñar mi héroe.
—¿Y qué deduce usted de eso para asegurar que no se ha suicidado Enrique? —preguntó Isabel, ansiosa.
—Que ningún suicida escapa al deseo de que se sepa que es él quien dispone de su destino. Yo quería crear un suicida reservado. Me corté hasta las iniciales de la camisa y de los calzoncillos para que no se supiese quién era cuando se encontrase mi cadáver. Y eso me salvó. No me suicidé por no ser un muerto anónimo. Fue ese el sentimiento que venció a mi asesino interior.
Se hizo un silencio que rompió la voz de Julito exclamando:
—¡Es terrible, terrible! Yo estoy tan desconcertado de la muerte del pobre Enrique que verdaderamente no sé qué camino tomar: si hacerme un borracho disoluto o meterme a trapense.
Isabel no dijo nada. Estaba pálida y próxima a desfallecer. Sentía como si sus pensamientos encendiesen en su sangre oleadas de fuego, que recorrían todo su cuerpo, y al llegar a la cabeza le hacían enrojecer.
—¿Te sientes mal? —preguntó Lina.
—No.
Hizo un esfuerzo para no atraer sobre ella la atención. Le brotaban gotas de sudor frío de la frente.
Cuando después de una hora de conversación indiferente se despidieron, notaron todos la frialdad viscosa de su mano.
Pero Lina fue implacable. En el momento de salir se acercó y le dijo al oírlo.
—Es lástima que tu posición te obligue a no poder lucir el prestigio de ser causa de un suicidio. Eso da siempre interés a una mujer.
Isabel no pudo contestar. Apenas salieron se dejó caer en la butaca. Un rehílo punzante recorría su médula. Sentía la impresión, de que le hormigueaba la sangre, próxima a paralizarse, por todo el cuerpo.
—Lina adivina la verdad —exclamó con terror, próxima a caer en una convulsión nerviosa—. Es inútil querer engañarme. ¡Soy yo… soy yo quien lo ha matado!
Temblaba ante la idea de ser causa del suicidio, como un criminal que se ve descubierto.