XXIX
Solo los que tienen algo que hacerse perdonar pueden perdonar, a su vez, una infidelidad —pensaba Berta.
Dos semanas sin noticias de Luis habían tenido valor de una enfermedad. Sin sueño, sin apetito, presa de la fiebre, había visto pasar día tras día, llena de ansiedad y de angustia.
Cada vez que el timbre anunciaba la llegada de una visita, experimentaba una sensación dolorosa. Pero nadie llamaba como él; esperaba en vano oír la alegre llamada que repicaba a gloria en su corazón.
—¿Por qué no vendrá Luis? ¿Por qué no me escribe? —se preguntaba.
En los primeros días tenía tal temor de que su amante realizara algún acto trágico, terrible y justiciero, que le daba miedo abrir los periódicos.
Después, así que los recorría con la vista, los dejaba a un lado, diciendo con desaliento:
—¡Nada!
Era como una decepción no hallar el crimen que esperaba y temía, que la espantaba… y, sin embargo, le parecía necesitar.
No tenía duda de que Luis había recibido la carta. Se lo decía su ausencia y la de Joaquina.
—Tal vez —pensaba—, como no ama a su mujer, no ha tenido ese arranque de pasión que provoca la venganza. Él tiene un carácter ponderado y ecuánime. Se limitará a romper con ella; pero ¿por qué no viene? ¿Se volverá su indignación contra mí? ¿Me habrá calumniado Joaquina? ¿Temerá verse en ridículo al saber que conozco su vergüenza de marido engañado?
No podía soportar más aquella incertidumbre que la mataba. Necesitaba enterarse. ¿Cómo? Mil proyectos acudían a su imaginación y los desechaba prontamente. No le podía escribir a Luis ni ir a su casa. Tenía que buscar noticias de un modo indirecto.
Ninguna de las amigas que iba a verla le decía nada.
Todas la encontraban mal.
—Estás pálida.
—Delgada.
—Tienes fiebre.
—¿Qué te pasa?
Berta disimulaba. No era nada; un ligero catarro que la retenía en casa. Se revestía de frivolidad para hablarles de trapos y modas, para comentar el último crimen y la última novedad teatral. Ninguna le hablaba de lo que deseaba saber, y se iban recomendándole:
—Cuídate.
—Sal.
—Distráete mucho.
—Ten cuidado de no adelgazar demasiado, que salen flecos en la cara.
Berta ofrecía sonriendo hacerlo, pero al quedarse sola, la invadía una tristeza de muerte. Había perdido para siempre a Luis. Se lo decía su corazón y comprendía que ya no podría vivir su vida, tan agradable hasta entonces y que ahora le parecía monótona y solitaria, después de aquella pasión. Al mismo tiempo, creía que no seria capaz de amar a otro hombre como había amado a Luis, con aquella fe sencilla y aquella estimación profunda.
Su imaginación revivía las escenas de amor, tan tiernas y tan cercanas, y contemplaba toda su felicidad deshecha, aunque experimentaba el consuelo de creer que Luis seguía amándola y sufría también. ¡Qué solo y qué triste debía estar, lejos de ella y rotos sus lazos de familia! No sabía qué hacer para consolarlo.
Por fin, se atrevió a preguntar, aprovechando la visita de sus amigas las de Fernández, segura de que le darían noticias. Las tres hermanas no tenían más ocupación que visitar, meterse en todo y torpedear a sus amigas, con sus críticas.
—¿Habéis visto a Joaquina? —preguntó.
—¿No viene por aquí? —respondió la mayor, contestando con otra pregunta.
—No…
—Es extraño —intervino la pequeña—. Tú eres la amiga íntima.
—Me ha dicho que está atareadísima con sus compras para irse a Badajoz —dijo la mayor—. Está muy guapa… Madrid la ha sentado divinamente.
—¿Y… va… con su marido?
—¡Natural! —dijo la otra—. El marido está tan enamorado de ella, que no se separa de su lado un momento. Son un matrimonio ejemplar.
—Dan envidia.
—Parecen novios. Hacen una vida de restaurantes y diversiones como dos chicuelos.
—Su tía está encantada. La otra tarde me confesó que antes del viaje a Madrid no se llevaban tan bien.
Berta no podía hablar y hacía esfuerzos porque no conocieran su emoción.
—Es natural —siguió la hermana mayor—. En provincias las mujeres casadas se abandonan. Ésta sería una chiquilla insoportable y aquí se ha transformado. Parece otra.
—Algo de eso le debe a Berta.
—¿A mí?
—¡Claro! La has enseñado a ser elegante. El marido se ha encontrado a la chicuela convertida en mujer y se ha enamorado de ella, dejándose de cazas y tonterías.
—¡Y luego dirán que Madrid pervierte! —dijo graciosamente Berta, haciendo un esfuerzo supremo al notar que sus amigas hablaban demasiado del asunto para hacerlo de un modo inocente.
Su amor propio le dio fuerzas para lograr el más perfecto disimulo. Pero cuando las tres hermanas se despidieron, Berta se quedó parada ante el gran espejo de su salón. Quería verse para cerciorarse de que era ella misma.
Nunca había pensado en que las cosas sucediesen así.
Surgía lo inesperado. Luis se había apasionado de su mujer culpable como jamás se había interesado cuando era casta y sencilla.
Lo que más sentía Berta era perder el concepto que tenía de Luis, de su honradez, de su austeridad, de su alteza; y verlo vulgar y desmoralizado.
Quería disculparlo creyéndolo contaminado con aquel aroma de pecado que había traído Joaquina y que la había trastornado también a ella.
Comprendía el error que había cometido revelándole que la esposa, que él creía una niña frívola, era una mujer; muy mujer y muy perversa, con su ingenuidad aparento. Aquella revelación se lo había entregado a su rival.
Indudablemente, Joaquina debía haber sido tan acogedora para la inesperada pasión de su marido como lo era para las de sus amantes: los dos culpables se habían podido perdonar.
Sintió una llamarada de vergüenza al pensar que Joaquina lo sabía todo y que había triunfado sobre ella… humillándola.
Sentía un inmenso desaliento con la pérdida de aquella última ilusión que había vivificado su espíritu y se veía obligada a ocultar su pena como una cosa vergonzosa o ridícula. Un desengaño de amor a su edad no sería bien comprendido de la mayoría. No hallarían digno de más respeto un corazón consciente, capaz de comprender y aquilatar el placer y el dolor, que el sentimiento, a veces falso y siempre impulsivo, de la edad juvenil.
Luis era un hombre casado; pocas personas podrían crear en la nobleza y buena fe del sentimiento que había sorprendido su corazón. Tenía que ocultarlo como una cosa deshonrosa.
Volvió a mirarse al espejo como para darse fuerza.
Tenía el rostro pálido y los ojos febriles. Se contempló como si fuese otra distinta. Todo era ya inevitable. ¡Y era todo tan absurdo!
En medio de su pesar experimentaba como un alivio de verse lejos de aquellos seres que habían invadido su vida, y la habían aturdido, y le habían hecho padecer una tortura y una sugestión dolorosas.
Otra vez volvió a pensar en el perfume, en aquel perfume de jazmines de Joaquina, que se le había subido a la cabeza.
Estaba como el que sale ríe una borrachera. Tenía mal sabor de boca en la conciencia.
Sus ojos no eran ya sus ojos. Su mirada limpia se empañaba con la sombra de un dolor que dormiría siempre ya agazapado en el fondo de su corazón para no dejarla sentir con ingenuidad y confianza los ideales que había acariciarlo hasta entonces.
Lloraba más por su fe perdida, por la vergüenza de haberse equivocado al creer en Luis, por el fracaso de sus ideales, que por su amor.