XLVI
—No podría perdonarte una infidelidad. Soy demasiado hombre para eso —le había advertido Isabel a su marido, en las confidencias de sus momentos de ternura.
Ahora lo recordaba él temiendo que hubiera en sus palabras más verdad de la que había creído.
Continuaba amando siempre a Isabel con la misma ternura. Era su única pasión y estaba asustado de perderla.
Isabel se negaba a verlo y a oírlo. Le devolvía sus cartas sin abrir. No consentía que le hablasen de él ni de volver a su casa.
—Mientras me deja tranquila, nada haré —declaraba—, pero si me quiere obligar a vivir a su lado pediré el divorcio.
Se había ido a casa de su hermana y eran inútiles cuantos razonamientos le hacían para convencerla de la diferente consideración que otorga la sociedad a las hembras y a los varones. No atendía más que a un sentimiento y su sentimiento era en aquellos momentos completamente masculino, dominador e intransigente.
Como todos los hombres, no daba importancia a las faltas de fidelidad que ella había cometido, pero no perdonaba las que se cometían contra ella.
Tenía toda la lógica arbitraria masculina.
Era inútil que Antonio tratara de explicarle:
—No tienes razón, Isabel. Los hombres somos polígamos por naturaleza. Estamos acostumbrados a aprovechar todo lo que nos sale al paso, pero siempre hay una mujer, sola y única, cuyo amor no se merma y es el que llena nuestra vida.
Estaba convencida de eso, por ella misma, que no había dejado de querer a Julio a pesar de sus enamoramientos pasajeros, pero su orgullo se negaba a perdonar.
Los ejemplos que le ofrecían para convencerla la indignaban más.
Antonio lograba mantener el amor de Rosa contándole todas sus infidelidades. Se sentía ella orgullosa de ser la propietaria de un marido buen mozo, como lo podría estar de un caballo de carreras: ser la dueña de lo que envidiaban las demás, la satisfacía. Le bastaba con su derecho a la legitimidad.
Era elocuente Antonio al hacer la defensa de Julio.
—Está desesperado —le decía—, dispuesto a hacer cuanto tú quieras. No ha dejado de amarte jamás.
—¿Y qué me importa ya un amor en el que no puedo tener fe? —Argüía ella.
Rosa y su madre trataban de intervenir contándole infidelidades de los hombres que parecían más puros…
—Tu padre… —confesaba doña Milagros.
—Mi marido… —decía Berta.
—Fíjate en Antonio… —añadía Rosa.
Ella se exaltaba.
—¡No puedo tener vuestra mansedumbre ovejuna!
—Es que tú no tienes la comprensión femenina que se somete y perdona, tita —decía Julito—. Tú tienes el concepto de tu dignidad a lo hombre, y haces bien.
Pero cuando se quedaba sola toda su fortaleza desaparecía. Se le hacia insoportable la vida.
La idea de que Julio amaba a otra mujer la volvía loca. No se daba cuenta de cómo había ella contribuido a que se alejase de su lado. Recordaba sólo su ternura, sus caricias, sus mimos. Se había borrado de su mente la idea de que había sido también culpable, para poder ser comprensiva.
Quizás era su amor propio lo que más sufría al verse vencida por una mujer oscura, insignificante. Vencida por su maternidad que la hacía parecer superior.
A la lucha de su temperamento y de sus sentimientos contradictorios, se unía su monomanía religiosa.
—La mujer tiene que perdonar —le decía el confesor sin atender ninguna de sus razones, del modo inflexible con que la ley pronuncia un fallo.
Experimentaba cansancio de la vida. Deseo de morir.
Se acordaba de Enrique y la idea del descanso que ofrece el suicidio la obsesionaba.
A veces creía sentir a su lado la caricia suave del amor de Enrique. Haberlo condenado por conservar a su marido le parecía un hecho culpable, digno de castigo.
—No he sabido distinguir el amor verdadero del amor hipócrita —se recriminaba.
Se volvía cada vez más supersticiosa. A veces en su desesperación llamaba a Enrique y sufría alucinaciones en las que le parecía verlo y sentirlo a su lado.
Quería morir, libertarse, irse con él: la última ofensa al marido y la suprema venganza.
Pero al mismo tiempo sentía miedo de arrostrar, con el momento de la muerte, el último gran dolor de la existencia.
Sentía miedo de la condenación eterna, con que la Iglesia amenaza al suicida.
—Acaso el alma de Enrique, condenada por mi culpa, llama a la mía —solía decirse.
Pero no formulaba esa duda, como si no quisiera que ni los mismos seres sobrenaturales, que lo saben todo, se enterasen…
Quería engañar a la Divinidad. En sus arrebatos de desesperación se levantaba de la cama cuando todos dormían, descalza, desnuda, se empapaba las ropas en agua fría e iba a exponerse ante el balcón a la corriente de aire.
Y así se quedaba horas, inmóvil, callada, atenta; como si esperase sentir llegar la sombra que había de apuñalarla.
Cuando al día siguiente se encontraba tan llena de salud como si hubiera realizado un ejercicio higiénico, se indignaba contra su naturaleza sana y el deseo del suicidio se aferraba más a su mente.
El arma elegida era la enfermedad: La única forma de suicidio que podía darle tiempo de arrepentirse y de salvar su alma.