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Quiero Vivir mi Vida: XXXVII

Quiero Vivir mi Vida
XXXVII
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Dedicatoria
  4. Prólogo
  5. Cuadros
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
    15. XV
    16. XVI
    17. XVII
    18. XVIII
    19. XIX
    20. XX
    21. XXI
    22. XXII
    23. XXIII
    24. XXIV
    25. XXV
    26. XXVI
    27. XXVII
    28. XXVIII
    29. XXIX
    30. XXX
    31. XXXI
    32. XXXII
    33. XXXIII
    34. XXXIV
    35. XXXV
    36. XXXVI
    37. XXXVII
    38. XXXVIII
    39. XXXIX
    40. XL
    41. XLI
    42. XLII
    43. XLIII
    44. XLIV
    45. XLV
    46. XLVI
    47. XLVII
    48. XLVIII
  6. Autor
  7. Otros textos
  8. CoverPage

XXXVII

—¿Dónde vas tan temprano, Isabel?

—A misa.

—No creí que para eso tendrías que madrugar tanto.

—Estoy haciendo los Siete Domingos para que se mejore Berta. Es un sacrificio que hago por su salud.

—¿Pero crees de veras que puedes influir con tus rezos en la suerte de las personas?

—¡Naturalmente! Cuando mi madre estuvo tan grave el año pasado, hice los Siete Domingos y se puso buena.

—¡Es una suerte no necesitar médico ni botica, si con que ayunes un día o con que oigas una misa nos salvamos!

—¡No me hagas burla!

—Comprende que no es burla, sino deseo de que no te dejes arrastrar, tú que siempre has tenido un espíritu superior y nada fanático, por esa soberbia de las beatas suponiendo que con una novena suya se acaba una guerra mundial o cesa una epidemia y que tienen en su mano la felicidad de una familia.

—Porque Dios acepta sus ruegos y sus promesas.

—¿Y no crees que es tentar a Dios ofrecerle promesas condicionando su voluntad, como se hace con las personas que no nos merecen consideración? Nadie va a decirle a un magistrado ni a las personas respetables que hacen justicia: «Si haces esto te daré aquello, y si no, no te lo daré».

—¡Ay, Julio! Cómo me hace sufrir tu descreimiento. ¡Bien se ve los amigos que tienes!

La portera sonrió al verlos pasar y levantó en el aire el trapo sucio, empapado en agua, con que lavaba la escalera.

—¡Hace frío… frío…! —les advirtió, con su costumbre de dar el parte de la temperatura a todos los vecinos.

Era agria la mañana, recién salida de los brazos de la noche.

Al lado del auto estaba el carro de la trapera, que iba vaciando en él los cubos, según los recogía de la escalera.

Estaba envuelta en su pañolón pardo y con un pañuelo amarillo rodeado a la cabeza.

—¡Buenos días, señoritos!

El amor propio ordenaba disimular su disgusto y Julio no se atrevió a recordarle su prohibición de confesar, hecha desde su matrimonio, más por celos apasionados de la intimidad con otro hombre que por motivos de religión.

—Te llevaré hasta la iglesia —dijo.

Lanzó el cantar de su rebuzno el pobre borriquillo, sucio y maltrecho, enganchado al carro de la trapera.

Se acomodaron Isabel y Julio en el auto y el chófer agarró el volante con las manazas entumecidas dentro de unos guantes tan enormes, que se hacían lo más visible de todo.

—¿No sería mejor irnos al Pardo? —propuso Julio.

Entonces reparó Isabel en lo anómalo de que su marido saliera a aquella hora.

—¿Dónde vas tú? —le preguntó.

—Tengo una cita con los accionistas. Pero soy capaz de faltar a ella. ¿Quieres?

Isabel vaciló un momento.

—¡Plátanos! ¡Plátanos, que son de la Habana! —voceaba un vendedor con su carrillo en la esquina.

Había varios carromatos de verduras y puestecillos en las aceras.

Tenía toda la calle un aspecto distinto al que tomaba en las demás horas del día.

El suelo lavado parecía resbaladizo y capaz de hacer patinar al auto.

Pasaban obreros con gesto de meterse dentro de si mismos para escapar del frío.

Mujeres arrebujadas en sus mantones, con el jarro de la leche o la cesta de la compra.

Tenían sueño los escaparates y estaban adormilados los automóviles en sus puestos.

De buena gana hubiera accedido Isabel a ir de paseo con su marido. Buscaba razones para tranquilizar su conciencia con sus deberes de esposa, y dejar la iglesia por la diversión.

Recordaba que el confesor le decía:

—Tiene usted un marido y una obligación en el mundo, hija mía. Piense en la Epístola de San Pablo. Su cuerpo no le pertenece. Tiene usted que cumplir los fines del estallo que eligió; porque es usted la responsable de los actos que por causa de su esquivez o su falta de celo cometa su esposo.

Por eso había ido a bailes y a teatros con Julio y el confesor la había absuelto; aunque exigiéndole en cambio que no descuidara ocuparse siempre de la salvación del alma de su marido.

—Tiene usted que valerse de su belleza y del cariño que su marido le tiene y tratar de inclinarlo al bien.

—Julio es bueno.

—No lo dudo, pero hará como todos. Seguramente lee la mala prensa… y libros poco edificantes.

—No puedo evitarlo.

—Todo puede conseguirse poco a poco. Haga que la acompañe al templo… procure que observe las vigilias y viva de acuerdo con los mandamientos de nuestra Santa Madre Iglesia. Suscríbase a periódicos católicos… puede leerle algunas cosas… cuidar que no tenga a mano los libros pecaminosos… o que le falte ocasión de leer. Una caricia a tiempo… En fin… No olvide, hija mía, que sus almas se salvarán o se perderán juntas.

Aquella amenaza asustaba a Isabel. No encontraba en la Religión, tal como se le presentaba, el consuelo que buscó en ella. Su superstición le hacía experimentar no sólo miedo a los castigos extraordinarios, extrahumanos y eternos en la otra vida, sino a sufrirlos en ésta. El confesor lo aseguraba que Dios le había perdonado los pecados que cometió en la época de inconsciencia, pero ahora era más responsable. Le sobrevendrían enfermedades… y hasta podría perder su belleza.

Encarnación, aquella beata catequista, especie de monja suelta, convertida cuando ya no conservaba ni rasgos de la famosa belleza que había sido, le decía:

—Yo tengo miedo de los deseos que he despertado. Estoy segura de que el demonio me atormentará con las tenacillas con que me ondulaba el cabello.

Se apoderaba de ella tal temor, que tenía miedo a todo goce y no se atrevía a descotarse ni a pintarse. Apenas se atrevía a ponerse sus joyas sobre el vestido alto.

Había sido indiferente en materia religiosa, hasta que doña Milagros y Rosa se apoderaron del estado de su espíritu y de sus remordimientos por la muerte de Enrique, para inclinarla a la devoción.

—Lo que puedes hacer por el pobre muchacho —le dijo su madre— es encomendarlo a Dios en tus oraciones.

—Debes hacer los Siete Domingos por su alma —le aconsejó Rosa—. Verás cómo eso te tranquiliza.

Ella se acogió al consuelo que le ofrecían, pero bien pronto su carácter vehemente fue demasiado lejos, en lo que se le aparecía como un camino de perfección. No era ya dueña de su voluntad. En aquel momento hubiera querido ir con Julio, pero sentía miedo. No insistía lo bastante Julio para tener excusa de faltar a su devoción.

—No me atrevo a un paseo tan largo —dijo—. Ya sabes que no estoy buena.

Él estaba acostumbrado a la enfermedad crónica de su mujer. Sus estados depresivos eran más peligrosos desde que la poseía la monomanía religiosa.

Antes la afición a divertirse, el aliciente de sus triunfos femeninos, su hermosura, su lujo, sus coqueterías, la sacaban de su indiferencia y tenía alternativas de optimismo y de alegría. Ahora sólo su obligación de ir a misa, al sermón, a la novena y a las hermandades y las juntas de beneficencia que antes había desdeñado, era lo que sacudía su pereza.

Ya iba Julio sintiendo cierta indiferencia. Se resignó de buen grado.

Iba Isabel a mostrarle su descontento por la conformidad, que la contrariaba, pero una nueva idea la distrajo.

—¡Julio, di al chófer que pare!… ¡Manda parar!

Tocó el timbre y el auto se detuvo. Parecía que su motor eran aquellos guantes del chófer.

—¿Qué quieres?

—Pensé que aquella señora era mi madre.

—No le parece en nada.

—¿Estás seguro?

—Mírala tú.

—Es cierto… Julio… me amenaza una desgracia… Siempre que creo ver a un conocido en la calle, estoy segura de que es anuncio de muerte.

—Te has vuelto supersticiosa.

—No lo creas. Pero tengo que rendirme a la evidencia. Cuando me acuerdo de una persona, estoy segura de que me escribe o de que la veo… pero si la veo, tal como es… entonces… Me ha pasado tantas veces…

Guardaron los dos silencio. Volvieron la cabeza hacia la ventanilla más cercana… Tenían deseos de que llegara el momento de separarse.

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