XXXVIII
No sentía remordimiento Julio de engañar a Isabel. Era el amor único de su vida. Al lado de ella palidecía todo y olvidaba, como cosa insignificante, las relaciones que lo unían a Matilde.
Había nacido un niño de aquella unión, que lo envolvió, con la fuerza del capricho y el deseo, sin dejarle medir las consecuencias.
Matilde le había ofrendado, sin hacerlo valer, su vida toda. Había más nobleza en darse así, sin exigir nada, sin garantía ninguna, en un momento de pasión, que resguardada por un contrato matrimonial.
Él la quería, era incapaz de abandonarla, pero no llegaba a poder sustituir a Isabel.
Tenía la esperanza de que ésta, dada su discreción, no se había de enterar nunca.
Había instalado a Matilde en un piso cercano al Banco, al cuidado de una antigua criada de su familia, fiel y adicta, de cuya adhesión no había que temer.
En realidad no había experimentado por el hijo la pasión que él esperaba sentir, cuando se casó, por un hijo de Isabel.
Cuando le enseñaron aquella criaturita blanda y rosa, entre lazos y encajes, su corazón no le dijo nada.
Fue después, poco a poco, cuando el niño empezó a ganar su cariño; al verlo ya celebrar su llegada, agitando los bracillos, en la falda de su madre, con movimiento de muñones de antiguas alas.
Ni el cariño en que había degenerado su capricho por Matilde, ni el amor al hijo, influían en su pasión por Isabel.
Cerca de Matilde sentía una gran dulzura. Ella ponía en su cariño un matiz de ternura maternal que nunca había encontrado en su mujer.
Era un amor amistad el que lo unía a Matilde; se había acostumbrado a verla, a reposar a su lado y hasta a hacerle sufrir arbitrariedades que Isabel no le consentía.
No amaba más a Matilde por su condición de madre. Él veía al hijo desligado de la mujer que se lo había dado. No sabía si era de Matilde, de Isabel o de otra desconocida. En el fondo sólo lo amaba por suyo, gracias a la sabiduría materna que le hacía apreciar sus gracias y sus caricias.
Comprendía ahora cómo los hombres prescinden con tanta facilidad de los hijos como de una cosa que se desprende de su ser con tan poca importancia.
—Se ama al hijo por la mujer que nos lo da —pensaba—, más por lo que tiene de ella que por lo que tiene nuestro. Es lo contrario de lo que a ellas les pasa.
Y lo causaba pena no querer a aquel niño como lo hubiera adorado siendo hijo de Isabel.
Pero todas las mañanas robaba un par de horas al trabajo para pasarlas en casa de Matilde. Algunos días se quedaba a almorzar con ella, en vez de hacerlo en el Banco, como era su costumbre.
Tenía certeza de que Isabel no se enteraría, dada la exactitud con que no faltaba a su casa a la hora de comer; no salía de noche más que con ella y la acompañaba siempre en sus paseos y en sus visitas. Estaba seguro de poder pasar por el mejor marido del mundo. Matilde era un suplemento a su felicidad. Le gustaba sentirse mimado tan maternalmente, encontrar la dulzura femenina que le faltaba en su casa. Solía decirse:
—Casi todas las mujeres son inceptuosas cuando aman, porque siempre miran al amante como si fuera hijo.
Así, en cuanto dejó a Isabel en la iglesia, se hizo conducir al Banco, y no tardó en salir a pie, como hacía todos los días.
Matilde lo esperaba impaciente.
—¡Cuanto has tardado!
Él se dio cuenta de que había estado a punto de no ir, y para borrar su ingratitud la acarició cariñoso.
—¿Te quedarás a almorzar conmigo? —preguntó ella.
—No sé si podré.
—Tengo un plato que te gusta.
Salió de la alcoba el lloro de un niño.
—Silencio, que está aquí papá —gritó Matilde.
Respondió la voz gozosa del pequeñuelo, cambiando su llanto en alegría.
—¡Papá, papá!… Un beso.
La vieja criada llegaba con las zapatillas en la mano, dispuesta a descalzarlo.
Sentía Julio la sensación de hallarse allí más cómodo que en su hogar. Todo era para él caricia en aquel ambiente. Lo llenaba todo su cariño, su influencia y su cuidado.
Matilde estaba más hermosa y más femenina. Había engruesado mucho y esto aumentaba su aspecto matronil.
Julio acabó por dejarse ganar.
Se había retrasado la hora de almorzar y tuvo que hacerlo de prisa, sin prestar toda la atención que merecían los sabrosos platos que le había preparado Matilde.
Salió de allí feliz y satisfecho, con inconsciencia de la situación que había creado a aquel hijo y aquella pobre mujer, que ocupaban en su vida un lugar tan secundario.
Consideraba aquello como un paréntesis en su vida y luego ésta volvía a su verdadero cauce. Tornaba al lado de Isabel siempre enamorado y sin dar importancia a lo que no consideraba más que como un accidente de su vida, que en nada perjudicaba al cariño de su mujer.
—Parece —pensaba a voces— que el ser culpable con mi Isabel es lo que me hace amarla tanto.