XXXIX
—¡Julio!
Había angustia en su voz.
—¿Te su cede algo? —preguntó él alarmado.
No se le ocurrió pensar en que era una llamada cariñosa.
Isabel hada ya mucho tiempo que huía de sus caricias.
Parecía sentir una adversión, una frialdad, una repugnancia, que le hacían intolerable la relación con su marido.
—¡Te quiero, te quiero mucho! —le decía cuando él se quejaba—, pero estoy nerviosa, enferma. No creo que sea prueba de cariño torturar mis nervios.
Él llegaba a creer que tenía razón, en vista de los trastornos nerviosos que sufría su mujer cuando insistía en someterla a sus caricias.
Trataba de disculpar la disminución exagerada del sentimiento sexual, como una cosa propia del temperamento femenino.
—Las mujeres —pensaba— son más castas por naturaleza que nosotros. La monogamia las abruma demasiado. Hay que saberlas respetar.
Tomó la costumbre de dar un beso en la frente a su mujer y entrar directamente en su alcoba, dejándola en libertad. Era una especie de separación que cada día, a pesar suyo, se acentuaba más.
Primero había entrado ella llena de gracia y de coquetería a buscarlo, con algún pretexto. Después lo había llamado o lo había recibido a su lado sin esfuerzo. Ahora los dos parecían evitarse. Tenían miedo de las luchas y de las escenas violentas que surgían tan fácilmente entre ambos después de los transportes de amor.
Acudió alarmado al llamamiento de Isabel.
Estaba sentada en la cama, con la cabellera alborotada y revuelta; su rostro tenía una gran expresión de espanto.
Al acercarse su marido, le rodeó el cuello con sus brazos desnudos.
—¿Pero qué tienes? ¿Te sientes mal? —volvió a preguntar él.
—Sí… muy mala… tengo miedo. Mucho miedo… Un sueño horrible. ¿Sabes?
Él, más tranquilo, la acarició con una especie de paternalización que le dio confianza. La sentía estremecerse contra su pecho, como si le fuese a dar un ataque de nervios.
—¡No te impresiones así… no seas niña!
Le acarició los cabellos y sintió despertarse todo el amor y todo el deseo que Isabel le inspiraba.
Tenía la alcoba un extraño olor a sahumerio: carne de mujer y emanaciones escapadas de las ropas y de los cabellos.
Un loro de porcelana servía de lamparilla y por sus ojos redondos y huecos salía la luz en haces, que multiplicaban su figura reflejada en las facetas de los barrotes plateados de la cama, y los cristales de los cuadros de santos que cubrían las paredes. La pila del agua bendita, sostenida por dos ángeles, sirenas del aire, con sus alas tendidas, brillaba como una flor de porcelana y atraía hacia ella los ojos.
Isabel lo miró con angustia.
—No sabes qué sueño más terrible —continuó diciendo—. Era un teatro muy lindo, el más bello teatro que puede existir. Un jardín artificial, donde las butacas se alineaban entre naranjos de fruto de oro, y los palcos eran como nidos de rosas, Nunca vi una concurrencia más elegante, más hermosas mujeres ni más suntuosas joyas. Llevaban todas cruces de diamantes en los descotes.
—Pues no veo que un sueño así te pueda asustar.
—Es que ya he tenido otros, que fueron proféticos.
—No sé…
—Déjame contarte. El escenario estaba alumbrado con luz de sol… no recuerdo bien a los actores… uno… o más… no sé… Hablaba un joven… Era un drama ibseniano, pero un drama que seguramente no ha escrito Ibsen. El acento de aquel actor era el eco del dolor de todos los corazones heridos por la traición. Su lamento era el desgarramiento de todas las almas que sufrieran condensándose en una sola voz. Algo sobrenatural, lacerante, triturador, espantoso… Los espectadores no podían resistir. Las palabras los herían como puñales y se iban, abandonaban el salón sin una queja, ni una protesta. El actor era el espejo de las almas. Todos los ojos quedaban manchados por la sombra de la traición y parecían percibir el dolor agazapado, acechando. Era algo sobrenatural que rompía los nervios, como cuerdas de guitarra en excesiva tensión. Me quedé sola en mi butaca, fascinada, alucinada, sin poderme mover…
Le temblaba la voz y se estremecía su cuerpo. Julio la oía sugestionado, en aquella revelación de los bajos fondos del alma, donde en una disimulada capa inmunda puedo existir la traición, insospechada para los que la llevan, como el germen de una enfermedad hereditaria.
—¿Y yo no estaba contigo? —preguntó queriendo ser chancero.
—No.
—Pues ese es el castigo de estar sin mí.
—No bromees… Aquel actor, espejo de la Humanidad, cayó presa de una alferecía violenta. Sus dientes escapaban de la boca al rechinarlos… Se retorcía igual que un látigo rastrillando y anudándose en el aire, y se desarticulaba en su convulsión. Todos los miembros bailaban la zarabanda macabra e infernal.
—No des pábulo a tu imaginación así, Isabel. Piensa que es un sueño y olvídalo.
—Es algo simbólico, Julio. Quedaba a mi lado una mujer y me miró de tal modo que yo pensé: «Ésta es la Muerte». Me habló: «¿Ves? Ese hombre expresa lo que les pasa a todos. Lo que te pasa a ti. ¿No te han engañado? ¿No te han traicionado? ¿No te han hecho pedazos? Reconoce tu propia historia. Ahora tú vas a tener la alferecía como él». Quise levantarme, loca de espanto, y no pude. Veía a lo lejos un bar con muchos laureles rosa. Quería irme a él, salvarme… No podía… La siniestra mujer me miraba… Ya sentía hormiguear en mi sangre la convulsión… Una niña de unos ocho años tiró de ella y se la llevó… «Mi Ángel de la Guarda» pensé. Y en ese momento he despertado… Hace mucho rato, Julio… Mucho rato… y no tuve voz… ni pude mover las piernas… Había realidad en mi sueño… Tengo miedo… Sálvame.
Ocultaba la cabeza en el pecho de su marido.
Él extendió el brazo y tocó el botón de la luz. La claridad dejó ver la palidez de Isabel, su semblante alterado, sus ojos desorbitados.
Ella se vio en el espejo.
—Ese espejo… Julio…; hay que quitar ese espejo… ¿Estaré loca, Julio?
—No, pero estás enferma, Isabel. Sufres y te atormentas sin motivo ninguno. ¿No me quieres ya?
—Déjame, no me atosigues encima.
—¿No ves cuánto te quiero? ¿No ves que es mentira todo eso, que no tienes motivo de quejarte?
—Sí… Es verdad. Déjame.
—¿Es que no te basta mi cariño?
—No preguntes tonterías, Julio; todo en la vida no se reduce a una sola cosa. Nada tiene que ver el cariño con mi enfermedad. Hay que pedirle mucho a Dios… Ser buenos cristianos…, para que no nos castigue… Para que el Demonio no nos mortifique con estas apariencias engañosas.
Julio no se atrevía a hablar. Veía a su mujer más hermosa que nunca y no olvidaba sus violencias cuando la contrariaba.
—Haremos lo que tú quieras. Cálmate, me acostaré aquí, a tu lado.
—No hagas que me arrepienta de haberte llamado… quisiera dormir.
—Bien… Te dejo… No he de volverte a molestar. ¿Deseas que llame a Adela?
—¡Julio…, no te vayas!… ¡Es terrible esto!… Ya estás enfadado.
—¿Quieres que esté contento cuando me rechazas continuamente?
—No es eso… Yo te quiero como siempre… Tú bien lo sabes que siempre he sido así… Una cosa natural en mí.
Él aceptó la excusa que le agradaba. En su apasionamiento no veía el esfuerzo que realizaba Isabel para prestarse a sus besos. Tenía los ojos cerrados y hacía como un desdoblamiento de su personalidad para pensar que aquellos esposos no eran ella y Julio, sino otra mujer y otro hombre imaginarios, que nada tenían de común con los dos.
—¡Isabel! ¡Isabel mía!
La sentía retorcerse a su lado, castañeteando de frío, con un ataque nervioso, cercano a la alferecía de su sueño.
Desesperado la estrechó contra su pecho y la cubrió de besos frenéticos. Esta vez la violenta pasión de su marido pareció hacerla reaccionar. Se acurrucó entre sus brazos, y conforme lloraba sobre su pecho, parecía ablandarse la tensión de sus nervios, hasta quedarse dormida, como un niño después de una barraquera. Con un sueño de respiración fatigosa y entrecortada de gemidos.
Él no dormía. Sentía toda la tristeza de aquel estado de su mujer. ¿Era enfermedad realmente? ¿Era desamor? Quería creer lo primero. No había sospechado jamás del cariño de Isabel. Daba siempre la culpa de sus destemplanzas al temperamento apático y frío que no concordaba con el espíritu noble, ni con el carácter incapaz de engaño, de que la creía animada.
Hasta aquel momento no había comenzado a vislumbrar todo el abismo que se abría ante sus pies. Toda la fatalidad que iba a destruir su ventura.