XXVIII
El instinto varonil de Isabel triunfaba. Después de realizar aquel capricho, en el que ella no había sido la vencida, sino la conquistadora, se desvanecía el pasajero encanto, y volvía a sobreponerse a todo la repugnancia que le inspiraba el hombre.
No había sido su mesalinismo un triunfo de la naturaleza femenina. Su fantasía, que le hacía creer que sentíalo que pensaba, le hizo engañarse con la coquetería, que no era privativa de un solo sexo.
Parecía muy femenina, porque recibía complacida los homenajes a su belleza; pero dentro de su perfecta morfología de mujer realizaba el tipo de esos hombres enamoradizos y volubles, pagados de su hermosura, que corren constantemente de conquista en conquista y no aman a nadie porque están enamorados de los elementos femeninos que van en su interior, y cuanto más femeninos son, más se parecen al conquistador y tornadizo Don Juan.
Su naturaleza femenina luchaba entre el impulso viriloide, que en los linderos de la madurez parecía aumentar su capacidad amatoria y su exaltación amorosa, con un anhelo de gozar los placeres próximos a tocar a su fin y el instinto femenino de pudor, inclinado a los sentimientos románticos y hasta al misticismo.
Aquel dolor de los sexos menguados que se disputaban el dominio, la atormentaba por la supremacía del que era contrario a su conformación orgánica.
Ella no era mujer para sujetarse a una pasión, le gustaba la conquista, el seducir y dominar al sexo enemigo. Tenía respecto a Enrique ese sentimiento de los hombres maduros respecto a las niñas: de despelusadores de la inocencia. Roto el encanto, una vez realizada la conquista, recobraba el virilismo, que le hacía sentir el amor del hombre como una humillación y un vasallaje.
Le gustaban sólo los preliminares de la posesión. Esa cosa insexuada que conmovía sus nervios, al par que satisfacía su vanidad de sentirse hermosa y deseada: los apretones de manos, los besos, la resistencia en el deseo y la súplica del vasallaje. Arder en un fuego que no la consumía.
Después de su entusiasmo momentáneo había vuelto a sentir el disgusto de aquellas relaciones Imprudentes.
Se había dejado llevar de su capricho, de su impresionabilidad, en lo que creía una aventura frívola y sin importancia, y se sentía comprometida demasiado seriamente. Enrique era un peligro, y no encontraba recompensa en arrostrarlo, porque no le inspiraba ningún amor.
Estaba ya cansada del muchacho y del paisaje. Empezaba a pensar en la vuelta. En el encanto de comprar los modelos de la estación que comenzaba, de volver a reanudar su vida de paseos, de teatros, sus reuniones, sus tés, sus amigas. Lucir su rostro de india curtido por el yodo del mar y sus manos tostadas al sol. Volver a tenor su corte de adoradores, sin compromiso, que la resarcieran del sacrificio de soportar las caricias de su marido.
—¿Pero qué papel puede tener este muchacho a mi lado? —se preguntaba, pesarosa de aquella especie de doble matrimonio en que se veía sujeta.
Si alguien se daba cuenta de aquel capricho, aunque no sospechase que lo correspondía, estaría en ridículo. No era conquista para una mujer como ella el muchacho angarillón y feo, que la había divertido unos días con su apasionamiento y su ingenuidad.
Enrique no estaba satisfecho tampoco. Sentía que realmente Isabel no era suya, que no tenía de ella más que una concesión, de la que permanecía ausente.
—¿Qué tienes, Isabel? —le preguntaba alarmado de su estado de displicencia.
—Nada. No tengo nada.
Le daba lástima de la intensa pena que cansaba a Enrique con su desamor. No le quedaba para él, de todo el interés que le había inspirado, más que una gran piedad.
Hacía esfuerzos por disimular su desencanto, con pretexto de la necesidad de ocultar sus relaciones, a causa de su posición social y del temor a su marido.
—Quisiera verte menos calculadora —decía Enrique con tristeza—, pero sabes que yo, con tal de que me dejes adorarte, no he de hacer más que tus deseos.
Isabel lograba disimular su cansancio, atribuyendo su actitud a las preocupaciones que sentía. Despertaba su romanticismo, para representar la enamorada, perdiéndose con Enrique por las playitas desiertas, que eran como remansos entre las rocas de los acantilados.
Allí el paisaje se hacía superior al hombre. Pasaba las horas con los ojos fijos en la superficie verde, siguiendo el cabrilleo de las ondas que se rizaban en espumas semejantes a gaviotas. Parecía que deseaba llegar con la mirada hasta el fondo y descubrir algún jardín mágico, donde se bañara la Delfina del Mar.
Aquella tarde estaba él contento. Su amor y su inexperiencia le hacían no darse cuenta de la realidad que había de separarlos.
—Te guardaba un secreto —le dijo.
—¿Ya comienzas a saber engañarme? —preguntó ella chancera.
—No; es que quería darlo una sorpresa. Pero no sé ocultarte nada.
—¿De qué se trata?
—Ya he convencido a mi madre para que me deje pasar el invierno con mi abuela en Madrid. No me podía separar de ti.
Ella guardó un silencio hostil.
—¿No estás contenta de que te acompañe?
—Me parece un atrevimiento peligroso el nuestro, Enrique.
—¿Por qué? Yo sabré ocultar mi pasión. No te molestaré, no te veré más que cuando tú me lo permitas, cuando tú quieras; en una casita muy reservada que podremos tener.
—Sería una locura. Acabaría por enterarse todo el mundo. Tú no sabes disimular.
—No te veré en público.
—Mí marido…
—No me recuerdes que tienes marido y que yo, que te tengo aquí solo mía, he de sufrir el saber que estás al lado de otro hombre.
—¡Eres un niño!
—Te equivocas, Isabel; soy un hombre, muy hombre. Si te pudiera ganar con mi hombría no me verías temblar ante tu marido, ni ante nadie.
Se puso de pie exasperada.
—¡Esto me hacía falta… celos… quejas… brabuconerías!…
—¡No me quieres, Isabel! —exclamó él con amargura.
—¿No lo dije? La cantiga de todos. La incomprensión. ¡Da asco ser mujer!
Cerró los ojos y dejó caer la cabeza en el respaldo de la butaca. Él se asustó.
—¿Qué tienes?
—Nada… Un ligero mareo. Acaso el perfume tan intenso de esos lirios blancos que me dan jaqueca.
Tomó él un ramo de lirios silvestres que acababa de coger para ella en el arenal, abrió la ventana y los tiró al agua.
—¿Qué haces?
—Librarte de lo que te molesta, como sería capaz de librarte de mí.
Ella pareció darse ánimos para tomar su resolución.
—Es preciso que sea verdad que tienes esa energía, Enrique.
—No comprendo lo que me quieres decir.
—Piénsalo tú y evítame este esfuerzo doloroso. ¡Isabel!
—Tienes que ser hombre… Fatalmente debemos someternos a seguir el camino que la vida nos traza.
—¡Me da miedo entenderte!
—¿Crees que mi sacrificio va a ser menor que si tuyo? Yo también te quiero… has sido mi único amor… pero la prudencia… la necesidad… Debemos olvidar este sueño.
—¡Olvidar! ¿Crees posible el olvido, Isabel?
—No es eso precisamente… guardar siempre un recuerdo de felicidad, de ternura… pero… ¡No sé cómo expresarme… no siendo… siendo!…
—Siendo extraño el uno para el otro —concluyó él con una calma más dolorosa que un estallido de pasión.
—Siendo amigos.
La miraba con los ojos muy abiertos, como si quisiera tragársela con ellos para que no se le escapase. Experimentaba unos celos locos, una desesperación inmensa. Sentía como si se le parara el corazón, como si sus nervios todos se rompieran y le corriera algo ardiente por las venas.
—¡Perderte, perderte y seguir viviendo! —exclamo, como si aquella idea le pareciera el colmo del absurdo—. No… no… ¡Me has dicho que me amas, que eres mía, y no te dejaré!
La había asido de un brazo, ciego de pasión y de pena. Sus uñas se clavaban en la carne de Isabel, sin darse cuenta de lo que hacía. La piel morena se tiñó de sangre.
Isabel lanzó un suspiro de angustia, se dejó caer en la butaca y cerró los ojos diciendo:
—¡Me haces daño!
Enrique sintió miedo.
—¡Isabel —exclamó—, perdóname! —La abrazó llorando y cubriéndola de besos.
Isabel fijó en él una mirada indefinible de rencor y de piedad. Aquel estallido de pasión la conmovía y la interesaba. Sentía un masoquismo desconocido, que despertaba su amor.
Le rodeó el cuello con sus brazos. Se mezclaron sus lágrimas, sus besos; sus protestas de no separarse jamás, en un paroxismo de amor y de caricias locas, vehementes, dolorosas por la intensidad con que se entredevoraban.