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Quiero Vivir mi Vida: II

Quiero Vivir mi Vida
II
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Dedicatoria
  4. Prólogo
  5. Cuadros
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
    15. XV
    16. XVI
    17. XVII
    18. XVIII
    19. XIX
    20. XX
    21. XXI
    22. XXII
    23. XXIII
    24. XXIV
    25. XXV
    26. XXVI
    27. XXVII
    28. XXVIII
    29. XXIX
    30. XXX
    31. XXXI
    32. XXXII
    33. XXXIII
    34. XXXIV
    35. XXXV
    36. XXXVI
    37. XXXVII
    38. XXXVIII
    39. XXXIX
    40. XL
    41. XLI
    42. XLII
    43. XLIII
    44. XLIV
    45. XLV
    46. XLVI
    47. XLVII
    48. XLVIII
  6. Autor
  7. Otros textos
  8. CoverPage

II

Un salón grande… grandes ventanas… cortinas polvorientas… muebles de junco… mesitas… Algo frío y falto de intimidad.

Había varios grupos en torno de los veladores… Una pareja asomada a la ventana… Un señor solo ante su vacía taza de café… Tres señoras tricoteaban lana multicolor… Dos americanos leían, chicleando al mismo tiempo. El periódico inglés, sujeto a un palo, parecía un banderín.

Algunos jóvenes reían en un ángulo…

Una visión de trajes claros… brazos desnudos… pantalones blancos… cabezas descubiertas… boinas de lana… zapatos de deporte…

—¡Don Pablo y doña Rosalía!

Encontraban aquel matrimonio amigo de la familia de Isabel.

Esta exclamó con alegría, al ver a las dos hijas, que los acompañaban:

—¡Lia! ¡Ita!

Las últimas sílabas de los nombres de Rosalía y Paulita.

Eran de la edad de Isabel y compañeras de colegio.

No respondieron a su saludo con efusión. Parecía como si el casamiento de su amiga las separase. Adoptaron una actitud reservada.

La conversación giró sobre la belleza del lugar; las montañas pizarrosas, biombos que cerraban el horizonte con los extraños perfiles dibujados sobre el azul; del río fugitivo bajo las ventanas; de las sanidades del aire y de la pureza de las aguas.

Nadie escuchaba al pianista, cuya misión era hacer ruido para amortiguar el eco de las conversaciones.

Isabel se sentía molesta. Le parecía que Julio miraba demasiado a Lia. Experimentaba la sensación de que su matrimonio, en vez de representar ese triunfo social de la mujer que toma categoría en la vida, la inferiorizaba.

Era como el guerrero desarmado e indefenso en poder del enemigo. Recelaba haber perdido todo su poder de atracción, al no conservar ya su secreto íntimo. Sufría el prejuicio de la mujer a la que se enseña que su fuerza estriba en su misterio y en explotar el deseo insatisfecho. Pensaba que todas podían ofrecer a Julio más interés que ella.

Apresuró el momento de pasar al comedor.

Un comedor grande, blanco… paredes blancas, mesitas blancas. Búcaros con flores casi marchitas… Nada de cuadros. Grandes ventanas abiertas por donde entraba la noche con su cortejo de insectos… Hormigas aladas caían aturdidas sobre los manteles y los platos… mosquitos minúsculos… mariposas alucinadas… libélulas transparentes…

En la mesa de al lado había otro matrimonio. Debían ser también recién casados.

Ir y venir de camareros… platos… botellas… olor de vinos y comidas.

Se fijó Isabel en la pareja. Tenía él hermosura de mujer rubia, con sus bucles rizados y sus ojos azules. Ella necesitaba ser todo lo frágil y delicada que era para parecer más femenina. Una de esas criaturas tímidas que tienen algo de cuerpo astral, y pasan disimulándose sin que se repare en ellas.

Distraída observándolos, Isabel no prestaba atención a Julio que le ofrecía el menú. El camarero, de frac, continuaba inclinado, con ademán de caballero que invita a bailar.

Sin darse cuenta sentía una secreta envidia de la mujer que tenía un marido de aspecto tan dulce y femenil. Julio le parecía demasiado brusco y rudo. Ella, que era tan enérgica, que se había educado como un muchacho, hubiera querido, quizás por el contrasto, hallar dulzuras y mimos femeninos en su marido.

El vecino de mesa notó la insistencia de Isabel y fijó en ella esa mirada presuntuosa que los hombres bonitos tienen siempre para toda mujer. Sintió ella una especie de cosquilleo en los labios, bajo el calor del rayo de los ojos azules, como si fuesen de cristal y le enfocasen el sol.

Turbada se volvió hacia Julio, como si buscase defensa; pero él estaba distraído mirando aquella hermosa mujer de los ojos empestañados que, sola en su mesa, apuraba la copa de cazalla y fumaba el cigarrillo, con aroma de opio. La mano ensortijada sostenía una larga boquilla. Sus ojos entornados no se sabía a quién miraban, y al salir la columna de humo de los labios purpurinos, puestos, en forma de O, parecía dirigir una seña provocativa.

No le había preguntado nada y él le respondía:

—¿Qué me dices?

Cubrió una película de sombra su rostro y con voz dura, seca, cortante, dijo:

—¡Nada!

Su propia culpa le hacía creer en la culpa de su marido; pero no se confesaba el que ella hubiese delinquido. Su enojo lo borraba todo.

Julio debió darse cuenta de los celos de su mujer. Concentró toda la atención en ella. Estuvo elocuente, cariñoso, tierno, sin poder lograr que Isabel le contestase. Aquel silencio acabó por desesperarlo como si fuese un insulto.

—¿Pero qué tienes?, —preguntó.

—Nada.

—No comprendo por qué estás así. ¿Qué te pasa?

—Nada.

Acabó la comida. Él adoptó una actitud cortés ante las personas que los contemplaban y siguió a su mujer, saludando a los amigos al pasar; pero estaba demasiado dolido para no hacerle sentir su enojo.

—Sube… Dentro de un momento iré a buscarte —dijo.

Hubiera querido ella retenerlo, pero su orgullo se lo impedía. Escuchaba las risas de Ita y Lía en los salones, dominando las notas del jaz-band, y no pudo contener una lágrima. Le parecían más felices.

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