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El Abuelo: Escena XV

El Abuelo
Escena XV
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Prólogo
  4. Dramatis Personæ
  5. Jornada I
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
  6. Jornada II
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
  7. Jornada III
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
  8. Jornada IV
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
  9. Jornada V
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
    16. Escena XVI
    17. Escena XVII
  10. Autor
  11. Otros textos
  12. CoverPage

Escena XV

Comedor en la Pardina.

EL CONDE, en la propia actitud en que quedó al final de la escena XIII. Llegan sucesivamente DOLLY, con DON PÍO, NELL, con SENÉN; VENANCIO y GREGORIA, EL CURA, EL ALCALDE.

EL CONDE.— (Oyendo ruido.) Ya vienen.

DOLLY.— (Entrando presurosa.) ¡Abuelito de mi alma… aquí, tan solito, y nosotras de fiesta!

EL CONDE.— (Besándola.) Alma mía, paréceme que hace un siglo que no te veo.

D. PÍO.— (Sofocadísimo.) En cuanto le dije que usía la llamaba, le faltó tiempo para echar a correr.

EL CONDE.— ¡Hija querida!

D. PÍO.— Ni siquiera se despidió de Doña Vicenta. Me ha traído ¡ay!, como si viniéramos a apagar un fuego.

EL CONDE.— ¿Y Nell?

DOLLY.— Por no detenerme no me cuidé de buscarla entre el tumulto.

D. PÍO.— Ya me parece que llega.

NELL.— (Entrando, seguida de SENÉN.) Albrit… ¿qué ocurre? ¿Qué le pasa al primer caballero de España, mi ilustre abuelo? (GREGORIA y VENANCIO aparecen por el fondo.)

EL CONDE.— (Sorprendido del lenguaje ceremonioso que usa NELL.) Chiquilla, desde que no nos vemos has estudiado más de lo que creí… has adelantado prodigiosamente en la ciencia del mundo.

NELL.— ¿Has paseado mucho…?

DOLLY.— (Acariciando al abuelo.) Demasiado… ¡Pobrecito! ¡Cómo habíamos de permitir tal infamia si la hubiéramos sabido!

NELL.— (Sorprendida.) ¿Pues qué ocurre? (Entra EL CURA, un tanto cohibido. No sabe a quién dirigirse primero, si a las niñas o al CONDE.)

DOLLY.— D. Carmelo te lo dirá.

EL CURA.— Niñas mías, podéis creer que al llevarle a Zaratán nos guiaba el deseo de aposentarle dignamente. Creía y sigo creyendo…

EL CONDE.— (Que sale generosamente a la defensa del CURA.) No te apures, Carmelo, por sincerarte. Estas tontuelas no están bien enteradas. Todo se reduce a que me llevasteis a dar un paseo en coche, y yo tuve la humorada de volverme a pie en compañía del buen Coronado.

EL ALCALDE.— (Que entra presuroso, dando resoplidos.) Me lo temía, sí… me lo temía. El señor Conde se nos ha vuelto un chiquillo…

EL CURA.— (Animándose con el refuerzo del ALCALDE.) Y desconoce el grandísimo bien que hemos querido hacerle.

EL ALCALDE.— (Con petulancia.) ¡Vamos, que fugarse del Monasterio! No he visto otra… ¡Desmentir así su respetabilidad!

EL CONDE.— (Con jovialidad desdeñosa.)

Amigo Monedero, no es lo mismo hacer fideos que encerrar leones.

EL ALCALDE.— (Quemado.) En una y otra cosa, Sr. de Albrit, me tengo por hombre que sabe su obligación.

EL CONDE.— No la sabe muy bien cuando tan mal le ha salido esta tentativa.

EL CURA.— (Interviniendo pacíficamente.) Permítame, señor Alcalde…

EL ALCALDE.— (Echando roncas.) Digo y repito que sé mi obligación, y que no necesito que nadie me enseñe a sujetar a los que no deben estar sueltos.

EL CONDE.— (Con desprecio.) No te conozco… No puedo ver en esas arrogancias al buen Pepe Monedero, servidor que fue de mi casa, cuando aquí, siguiendo las tradiciones de mi santa madre, consagrábamos parte de nuestra hacienda al socorro de los desvalidos.

EL ALCALDE.— (Desconcertado.) Pues si usted me desconoce, le diré…

EL CONDE.— No te empeñes en ello. No te conozco. Sobre que no veo bien, la ingratitud desfigura los rostros…

DOLLY.— No sea usted ingrato, D. José María.

EL ALCALDE.— (Reventando de vanidad.)

Haga usted entender a su señor abuelo que soy el Alcalde de Jerusa.

DOLLY.— (Estallando en ira, con gallarda fiereza.) Pues al Alcalde de Jerusa, y al Cura de Jerusa, y a todos los alcaldes y a todos los curas habidos y por haber en el mundo, les digo yo que es una oficiosidad inicua lo que han querido hacer con mi abuelo…

EL CURA.— ¿Pero tú…?

EL ALCALDE.— ¡Esta mocosa…! Usted…

DOLLY.— (Creciéndose a cada palabra.) Sí, señor, yo… yo misma. Han faltado al respeto que merece el noble desvalido, el anciano, el padre de Jerusa, el que no debiera entrar en estos valles y en este pueblo sin que antes las piedras se levantaran para bendecirle, y hasta los árboles se arrodillaran para adorarle… ¿Por qué queréis privarle de libertad? No padece más locura que el cariño que nos tiene; y si los que se han criado a su sombra le menosprecian o le ultrajan, aquí estamos nosotras, sus nietas, para enseñar a todo el mundo la veneración que se le debe.

EL CONDE.— (En pie, cruzando las manos. La emoción le ahoga.) ¡Señor, Señor, ella es… es la mía…! Su noble fiereza lo declara… (Vuélvese a CORONADO, que está junto a él.) Esta, esta… la mía.

EL CURA.— (Que ha permanecido junto a NELL.) Cálmate, hija mía: tratábamos de mejorar su situación…

EL ALCALDE.— ¡Vaya un geniecillo!

NELL.— (Corriendo al lado del CONDE.) Abuelito querido, sosiégate. Creyeron que en Zaratán tendrías mejor albergue que aquí… Y no me parece mala idea, francamente, porque si nosotras nos vamos con mamá…

EL CONDE.— (Con dulzura un poco seca, sin rechazar sus caricias.) Sí: tú, tú puedes marchar cuando quieras.

NELL.— (Sin comprender.) Se acabó la cuestión… Ahora descansas… Antes se te dispondrá la cena. Dolly, démosle de cenar.

EL CURA.— Podría venir a mi casa…

DOLLY.— ¡Pero si está en la nuestra!

EL CURA.— Dígolo porque… Bien sabéis que las desavenencias de estos días han creado cierta incompatibilidad entre el señor Conde y Venancio…

NELL.— ¡Incompatibilidad! Estamos en nuestra casa.

VENANCIO.— (Adelantándose, seguido de GREGORIA.) Perdone la señorita. Las señoritas, lo mismo que el señor Conde, están en mi casa.

NELL.— (Acobardada.) Es verdad; pero…

DOLLY.— ¿Qué dices…?

VENANCIO.— Digo que, a pesar de todo, por esta noche le alojaremos y le serviremos.

DOLLY.— (Con brioso arranque.) ¿Cómo se entiende? ¡Por esta noche! Por esta y por todas las noches del mundo, mientras nosotras estemos aquí. La casa es tuya, es verdad; pero somos tus amas nosotras, mi hermana y yo: somos tus amas, ¿lo entiendes bien? A excepción de esta huerta, las tierras que cultivas y que tienes en arrendamiento casi de balde, o en administración, nuestras son, nuestras. Somos las herederas de la casa de Laín, y tú, Venancio, y tú, Gregoria, servís a mi abuelo, no por caridad, que caridad está visto que no tenéis, sino porque yo os lo mando, ¿lo entendéis bien?, yo os lo mando… (Repite el concepto con firme autoridad.)

VENANCIO.— La que manda… es…

GREGORIA.— La señora Condesa.

DOLLY.— (Altanera.) Silencio. A disponer la cena… (A GREGORIA.) Tú a la cocina… de cabeza… El Conde de Albrit vive con sus nietas. No nos tenéis de limosna… Cenará aquí, cenaremos los tres aquí (Da un fuerte golpe en la mesa), en esta mesa. Dormirá en su aposento, que para eso se lo arreglé yo misma esta tarde. Y si no queréis ir a la cocina, iré yo… Y si habéis descompuesto la alcoba, irá Nell a arreglarla… Pronto, vivo… (A VENANCIO y GREGORIA.) A poner la mesa… Señores, se les convida.

EL ALCALDE.— (Con desvío.) Gracias.

EL CURA.— Pero, chiquilla, tú…

DOLLY.— Yo… Me basto y me sobro. Nieta soy de mi abuelo.

EL CONDE.— (Con inmensa ternura y entusiasmo, abrazándola.) ¡Sí, sí!… ¡Sangre mía, corazón de Albrit!

FIN DE LA JORNADA CUARTA

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