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El Abuelo: Escena I

El Abuelo
Escena I
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Prólogo
  4. Dramatis Personæ
  5. Jornada I
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
  6. Jornada II
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
  7. Jornada III
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
  8. Jornada IV
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
  9. Jornada V
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
    16. Escena XVI
    17. Escena XVII
  10. Autor
  11. Otros textos
  12. CoverPage

Escena I

Terraza en la Pardina. A la derecha, la casa; al fondo, frondosa arboleda de frutales; a lo lejos, el mar.

GREGORIA, junto a la mesa de piedra, desgranando judías en la falda; VENANCIO, que viene por la huerta y se entretiene con un criado, observando los frutales. Son marido y mujer, de más de cincuenta años, ambos regordetes y de talla corta, de cariz saludable, coloración sanguínea y mirar inexpresivo. Pertenecen a la clase ordinaria, que ha sabido ganar con paciencia, sordidez y astucia una holgada posición, y descansa en la indiferencia pasional y en la santa ignorancia de los grandes problemas de la vida. El rostro de ella es como una manzana, y el de él como pera de las de piel empañada y pecosa. No tienen hijos, y cansados de desearlos principian a alegrarse de que no hayan querido nacer. Se aman por rutina, y apenas se dan cuenta de su felicidad, que es un bienestar amasado en la sosería metódica y sin accidentes. Gruñen a veces, y rezongan por contrariedades menudas que alteran la normalidad del reloj de sus plácidas existencias. En edad madura viven donde han nacido, y son propietarios donde fueron colonos. Su única ambición es vivir, seguir viviendo, sin que ninguna piedrecilla estorbe el manso correr de la onda vital. El hoy es para ellos la serie de actos que tiene por objeto producir un mañana enteramente igual al de ayer. Visten el traje corriente y general, así en pueblos como en ciudades, muy apañaditos, limpios, modestos. GREGORIA es hacendosa, guisandera excelente, tocada del fanatismo económico, lo mismo que su marido. Este entiende de labranza horticultura, de caza y pesca, de algunas industrias agrícolas y no es lerdo en jurisprudencia hipotecaria, ni en todo lo tocante a propiedad, arrendamientos, servidumbres, etc. Para entrambos la Naturaleza es una contratista puntual, y una despensera honrada, como ellos, prosaica, avarienta, guardadora).

En la mesa una cesta de hortalizas.

GREGORIA.— ¡Eh… Venancio!… Que estoy aquí.

VENANCIO.— Voy… Más de cincuenta duquesas se han caído con el ventoleo de anoche.

GREGORIA.— ¡Anda con Dios!… Deja las peras y ven a contarme… ¿Es verdad que…?

Entra VENANCIO, respirando fuerte y limpiándose el sudor de la cabeza, trasquilada al rape. GREGORIA espera impaciente la respuesta.

VENANCIO.— ¡Brrr…!

GREGORIA.— Pero, hombre, sácame de dudas. ¿Es cierto lo que han dicho? ¿Tendremos tarasca?

VENANCIO.— Sí. ¿Has visto tú alguna vez que falle una mala noticia?

GREGORIA.— (Suspensa.) ¿Y cuándo llega la señora Condesa?

VENANCIO.— Hoy… Pero no te apures; se alojará en casa del señor Alcalde.

GREGORIA.— Menos mal. (Volviendo a desgranar.) Pues otra… Si llega también el señor Conde, se juntarán aquí el agua y el fuego.

VENANCIO.— Se pelearán hoy como ayer… Suegro y nuera rabian de verse juntos. Si no quedaran de uno y otro más que los rabos, ¡qué alegría!… Por supuesto, al señor Conde habremos de alojarle.

GREGORIA.— ¿Qué duda tiene? No faltaba más… Yo digo: ¿vienen y se topan aquí por casualidad… o es que se dan cita para tratar de asuntos de la casa?… porque de resultas de la muerte del Condesito habrá enredos…

VENANCIO.— ¿Yo qué sé? La Condesa Lucrecia vendrá, como siempre, a dar un vistazo a sus hijas.

GREGORIA.— Y a pagarnos la anualidad vencida por el cuidado, manutención y servicio de las dos señoritas que puso a nuestro cargo… ¡Ah, ruin pécora…! Las tiene en este destierro para poder zancajear y divertirse sola por esos Parises y esas Ingalaterras de Dios… o del diablo… ¡Tunanta! Lo que yo digo, Venancio: comprendo que su suegro, el señor Conde de Albrit, que es el primer caballero de España, ¡y que lo digan! le tenga tan mala voluntad a esa condenada extranjera, de quien se enamoró como un tontaina su hijo (que esté en gloria)… Lo que no me cabe en la cabeza es que parezca por aquí, si sabe que ha de hocicar con ella… O será que lo ignora… ¿Qué piensas, hombre?

VENANCIO.— (Revolviendo en la cesta de hortalizas.) Pronto hemos de ver si vienen a posta los dos, o si la casualidad les hace empalmar en Jerusa… ¡Y que no traerán ella y él las uñas bien afiladas!… Créetelo… hemos de ver por tierra mechones de barbas blancas o de pelos rubios, y tiras de pellejo… porque si el Conde D. Rodrigo quiere a su hija política como a un dolor de muelas, ella en la misma moneda le paga.

GREGORIA.— Yo digo lo que tú: el pobre D. Rodrigo viene a que le demos de comer.

VENANCIO.— Así lo pensé cuando supe su viaje.

GREGORIA.— Es cosa averiguada que no ha traído de América el polvo amarillo que fue a buscar.

VENANCIO.— Ha traído el día y la noche. Cuando embarcó para allá, había desperdigado toda su fortuna… Esperaba recoger otra, que le ofreció el Gobierno del Perú por las minas de oro que allá tuvo su abuelo, el que fue Virrey… Pero no le dieron más que sofoquinas, y ha vuelto pobre como las ratas, enfermo y casi ciego, sin más cargamento que el de los años, que ya pasan de setenta. Luego, se le muere el hijo, en quien adoraba…

GREGORIA.— ¡Infeliz señor!… Venancio, tenemos que ampararle.

VENANCIO.— Sí, sí, no salgan diciendo que no es uno cristiano. ¡Quién lo había de pensar!… ¡Nosotros, Gregoria, dando de comer al conde de Albrit, el grande, el poderoso, con su cáfila de reyes y príncipes en su parentela, el que no hace veinte años todavía era dueño de los términos de Laín, Jerusa y Polan!… Díganme luego que no da vueltas el mundo…

GREGORIA.— (Acentuando con un manojo de judías.) ¿Oyes lo que te digo? Que tenemos que ampararle. Es nuestro deber.

VENANCIO.— (Filosofando con un tomate que coge de la cesta.) ¡Qué caídas y tropezones, Gregoria; qué caer los de arriba, y qué empinarse los de abajo!… Claro, le ampararemos, le socorreremos. Ha sido nuestro señor, nuestro amo; en su casa hemos comido, hemos trabajado… Con las migajas de su mesa hemos ido amasando nuestro pasar. (Levántase con aire de protección.) Pues, sí: hay aquí cristianismo, delicadeza… (Coge otro tomate y admira su belleza y tamaño.) Estos son tomates, Gregoria… Que venga el Cura refregándonos los suyos por las narices… Pues, sí, mujer: me da lástima del buen D. Rodrigo.

GREGORIA.— (Contestando a la apología del tomate.) Pero las judías no granaron bien. (Mostrándolas.) Mira esto… También a mí me aflige ver tan caidito al señor Conde… Parece castigo… y si no castigo, enseñanza.

VENANCIO.— Castigo, has dicho bien. Todo ello por no ser económico, y no pensar más que en darse la gran vida, sin mirar al día de mañana. Ahí tienes el caso, Gregoria, y pónselo delante a los que le critican a uno por la economía. En fiestas y viajes, en caballos y trenes, en convitazos y otras mil vanidades, se le escurrieron al señor los bienes de la casa de Albrit, y parte de los de Laín, que eran de su madre. La casa venía empeñada de atrás, pues dicen las historias que ningún Conde de Albrit supo arreglarse. Mira por dónde las culpas de todos las paga este desdichado. Ya ves, después que le dejan en cueros los acreedores, le falla el negocio de América; luego le quita Dios el hijo, y se encuentra mi hombre al fin de la vida, miserable, enfermo, sin ningún cariño… Es triste, ¿verdad?

GREGORIA.— Ahora caigo en que viene a ver a sus nietas: sí, Venancio, anda en busca de un querer que dé consuelo a su alma solitaria…

VENANCIO.— (Cogiendo de la cesta una berenjena.) Puede ser… ¿Y qué tienes que decir de estas berenjenas?

GREGORIA.— No son malas… Lo que digo es que al señor Conde le atrae el calorcillo de la familia.

VENANCIO.— Pero ya verás: mi D. Rodrigo, buscando el agazajo, mete la mano en el nidal, y toca una cosa fría que resbala… ¡Ay! Es el culebrón de la madre, es la extranjera, la mala sombra de la familia, pues desde que el Conde D. Rafael casó con esa berganta, la casa empezó a hundirse… (Poniendo en el cesto la berenjena con que acciona.) En fin, que en tomates y berenjenas no hay quien nos tosa… pero no sabemos qué vientos echan para acá al señor Conde de Albrit.

GREGORIA.— Él nos lo dirá. Y si se lo calla, no callarán sus hechos. (Dando por terminada su tarea, y pasando de la falda a un cesto las judías.) No te descuides, Gregoria; que venga por lo que venga, tienes que prepararle una buena mesa… Ya es un respiro que la extranjera no se meta en casa.

VENANCIO.— Y aunque viniera… Nunca está más de dos días o tres. Jerusa es muy chica, y esa necesita tierra ancha para zancajear a gusto.

GREGORIA.— (Asaltada de una idea.) ¡Ay, Venancio de mi alma, lo que se me ocurre! ¡No haber caído en ello ni tú ni yo! ¿Apostamos a que Doña Lucrecia viene a llevarse sus niñas?

VENANCIO.— (Permaneciendo largo rato con la boca abierta.) Puede que aciertes… Ya son grandecitas… mujercitas ya. Pues, mira, nos fastidia…

GREGORIA.— ¡Hijo de mi alma, cuándo nos caerá otra breva como esta!

VENANCIO.— (Paseándose meditabundo.) No es mucho lo que nos pasa cada trimestre por cuidarlas y mantenerlas; pero algo es algo: rentita puntual, saneada… No, no: verás cómo no se las lleva.

GREGORIA.— Ea, no nos devanemos los sesos por adivinar hoy lo que sabremos mañana. (Dispónese a pasar a la casa.)

VENANCIO.— ¿Sabes tú quién nos lo va a decir? Pues Senén. Desde ayer está aquí.

GREGORIA.— ¿Senén?… ¿El de la Coscoja?… Sí: las niñas me dijeron que le habían visto, y que está hecho un caballero.

VENANCIO.— Empleado público, funcionario, como quien dice, nada menos que en las oficinas de Hacienda de Durante. Fue criado de la Condesa, que en premio de sus buenos servicios le ha dado credenciales, ascensos; en fin, que de un gaznápiro ha hecho un hombre.

GREGORIA.— Le protege, según dicen, porque le servía de correveidile y de tapa-enredos en sus…

VENANCIO.— Chist… Cuidado… puede llegar… Le espero. Ha quedado en traerme noticias.

GREGORIA.— (Bajando la voz.) De tapadera en sus trapisondas amorosas… Ello es que siempre que nos visita la señora, recala Senén, y no la deja vivir con su pordioseo impertinente: que si la recomendación; que si la tarjeta al Jefe, que si la carta al Ministro, o al demonio coronado… Y como la tal Condesa es persona de grandes influencias, y trae a los personajes de allá cogidos por el morro…

VENANCIO.— Senén es listo, se cuela por el ojo de una aguja. Pues me ha contado que doña Lucrecia salió de Madrid el 12, y que de aquí irá a visitar a los señores de Donesteve en sus posesiones de Verola. Todo lo sabe el indino. Él es quien ha dicho al Alcalde que la señora llega hoy, y… ¡Ah, pues se me olvidaba lo mejor! Le harán un gran recibimiento, por los grandes beneficios y mejoras que Jerusa le debe.

GREGORIA.— ¡Festejos! ¡Y aquí no sabíamos nada!… Y de esta visita del Conde, ¿tenía Senén conocimiento?

VENANCIO.— ¡Pues no! Como que se le han respingado las narices de tanto olfatear, de tanto meterlas en todos los secreticos de la casa en que sirvió antes de andar en oficinas. Se cartea con marmitones y cocheros de la casa de Laín, y allí no vuela una mosca sin que él lo sepa.

GREGORIA.— (Alegre.) Pues ese, ese pachón de vidas ajenas nos ha de sacar de dudas.

VENANCIO.— Ya tarda… Me dijo que a las diez. Ha ido a telegrafiar al jefe de la estación de Laín, y al Alcalde de Polan…

GREGORIA.— (Mirando a la huerta.) Me parece que está ahí… Alguien anda por la huerta llamándote.

VENANCIO.— Él es… (Llama.) ¡Senén, Senén, chicooo…!

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