Escena XIII
EL CONDE, VENANCIO; después, GREGORIA y criados.
VENANCIO.— (Con malos modos.) ¿Por qué está levantado el señor Conde?
EL CONDE.— (Arrogante.) Porque quiero… ¿Quién eres tú para interrogarme en esa forma descortés?
VENANCIO.— Nada tiene que hacer usía a estas horas en los pasillos oscuros, rondando como alma en pena.
EL CONDE.— Si tengo o no tengo que hacer, eso no es cuenta tuya.
VENANCIO.— (Con autoridad.) Entre usía en la alcoba.
EL CONDE.— ¡Lacayo!… ¿te atreves a mandarme?
VENANCIO.— Me atrevo a guardar el orden en mi casa, y a no permitir…
EL CONDE.— (Furioso.) Vil… vete de mi presencia.
VENANCIO.— Estoy en mi casa.
EL CONDE.— (Que devora su ira, apretando los dientes y los puños.) ¡En tu casa, sí!… Pero eso no es razón para que te insolentes con tu señor.
VENANCIO.— No hay señor que valga. A mí sólo me manda una persona, la señora Condesa de Laín.
EL CONDE.— (Con intenso coraje reconcentrado.) Es cierto… Eres un villano que dice la verdad… y yo estoy aquí de limosna… Pues bien: quiero mandar un recado a tu ama, dignísima reina de tal vasallo.
VENANCIO.— ¿Qué?
EL CONDE.— Un mensaje de gratitud… (Con rápida acción enarbola el palo, y con la fuerza que le imprime su insensata cólera, lo descarga sobre la cabeza de VENANCIO, sin darle tiempo a esquivar el golpe. Es palo de ciego, palo nocturno. Formidable acierto.) Toma… De mi parte.
VENANCIO.— ¡Ay!… ¡Maldito viejo!
GREGORIA.— (Que acude en paños menores; tras ella, dos criados con un farol.) ¡Sujetarle!… Ese hombre está loco.
EL CONDE.— (Cuadrándose fiero.) ¡Villanos, al que se atreva a poner la mano en el león de Albrit, al que manche estas canas, al que toque estos huesos, le mato, le tiendo a mis pies, le despedazo!
Inmóviles y mudos, no se atreven a llegar a él. Dirígese Albrit impávido a su estancia, y penetra en ella sin mirarles.
VENANCIO.— (Mientras se restaña con un pañuelo la herida, de que brota sangre.) ¡Encerradle, encerradle! (Un criado da vuelta a la llave y la quita.)
FIN DE LA JORNADA TERCERA