Escena VII
EL CONDE, NELL, DOLLY, D. PÍO.
NELL.— (Cuya voz suena lejos.) ¡Abuelo, abuelo!…
EL CONDE.— No corráis, hijas, que podéis caeros.
DOLLY.— (Suena la voz menos lejana.)
Abuelo, te vimos, te vimos.
NELL.— (Cerca.) Yo fui la que primero te vi.
DOLLY.— (Más cerca.) No, que fui yo.
EL CONDE.— Yo bajaría; pero este camino, lleno de zarzas, es tan quebrado que temo caerme.
NELL.— (Próxima.) No te muevas, que allá vamos.
DOLLY.— (Más próxima.) Por esta veredita, Nell.
NELL.— Por aquí. (Llegan a un tiempo las dos, sofocadas, sin aliento, junto al anciano, que las abraza y las besa.)
EL CONDE.— ¿Por qué habéis venido tan a prisa? Claro, como sois ángeles, nada os cuesta volar.
NELL.— D. Pío no quería que viniésemos.
DOLLY.— (Sujetándose el cabello, que el viento le ha soltado.) Allá sube como una tortuga el pobre viejo… ¡Qué trabajo le cuesta seguirnos!
EL CONDE.— Sentaos ya, y descansad aquí conmigo.
DOLLY.— ¿Estás ya contento?
EL CONDE.— ¿No lo ves? ¿Por qué me lo preguntas?
NELL.— ¡Cómo esta mañana estabas de tan mal humor!… (Sorpresa del anciano.) Sí, sí… y cuando entramos a darte los buenos días, nos asustaste.
DOLLY.— Nos dijiste: «¡Idos; dejadme solo!».
EL CONDE.— No hagáis caso. ¡Es que Gregoria me había servido tan mal…!
DOLLY.— (Con mimo.) De veras, ¿no estás enfadado con nosotras?
EL CONDE.— Nunca. Os quiero, os idolatro.
NELL.— (Cariñosa.) Y como Gregoria y Venancio te sirvan mal, ya les ajustaremos las cuentas. ¡Vaya…!
EL CONDE.— Niñas mías, la gente pequeña, cuando se hincha de vanidad y coge debajo a los que fueron grandes, es terrible, es peor que las fieras.
D. PÍO.— (Que llega jadeante, medio muerto de fatiga, y se arroja en el suelo.) Señor Conde, saludo a usía. Como soy viejo, no puedo seguir a estas criaturas, que tienen alas de mariposa.
EL CONDE.— ¡Pobre Coronado, cuánto le marean a usted! ¿Y qué tal? ¿Se han sabido la lección?
D. PÍO.— (Con suprema honradez.) Señor, ni palotada. Me lo puede creer.
EL CONDE.— ¡Habrá picaruelas…!
D. PÍO.— Como usía es tan tolerante, puedo decírselo: hacen burla de la ciencia y de mí.
EL CONDE.— ¡Qué monas! ¡Ángeles divinos! Besadme otra vez, Nell y Dolly, amables borriquitas. Vuestro D. Pío, que os consiente todas las travesuras y juega con vosotras cultivándoos en la ignorancia, demuestra ser un verdadero sabio.
NELL.— (Irónica.) Di que queremos sorprenderle, y aprendemos sin que él lo note.
DOLLY.— (Maleante.) Le hacemos rabiar un poquito para amansarle el genio, porque este D. Pío, aquí donde le ves, tan suavecito, es un tigra.
EL CONDE.— No, hijas mías, es un cordero, un santo cordero… ¿No le veis esa cara?… Dios le hizo santo, y su familia le ha hecho mártir. Yo le quiero. Seremos amigos.
D. PÍO.— (Con emoción.) Señor, usía me honra demasiado.
NELL.— (Con lástima.) ¿Y por qué es mártir D. Pío?
DOLLY.— ¿No tiene muchas hijas?
EL CONDE.— Pero no son buenas, como vosotras.
NELL.— ¡Ay, pobrecito, cuánto padecerá!
DOLLY.— (Compadecida.) Ya no volveremos a hacerle rabiar.
EL CONDE.— (Notando, por los hondos suspiros que exhala CORONADO, su disgusto de aquella conversación.) No se hable más de eso. Y ahora que nos hemos encontrado y no necesita usted estar al cuidado de las señoritas, puede irse a descansar, Sr. Coronado.
D. PÍO.— (Tímidamente.) Señor Conde, yo no puedo dejar a las señoritas, porque el Sr. Venancio me encargó mucho que no les consintiera separarse de mí; que con ellas salía y con ellas tenía que volver a casa.
EL CONDE.— (Picado.) Ya que no es usted su maestro, porque ellas no aprenden, le mandan a usted que sea su pastor. Pues para pastorear este rebaño, me basto y me sobro, Sr. Coronado.
D. PÍO.— No se incomode, señor. Yo no hago más que cumplir órdenes de Venancio.
EL CONDE.— (Dominando su ira por hallarse frente a un ser débil e inofensivo.) ¿Y mis órdenes no significan nada para usted? Esa bestia mandará en su casa, pero no en mi familia.
NELL.— (Asustada.) Abuelito, por amor de Dios, no te incomodes.
DOLLY.— ¡Si D. Pío se va!… ¿Qué tiene que hacer más que lo que tú le mandes?
EL CONDE.— Ya ves cómo no lo hace, y me obligará a decirlo por segunda vez, cuando estoy acostumbrado a que a la primera se me obedezca.
NELL.— Váyase, D. Pío… Piito, lárgate.
D. PÍO.— (Levantándose perezoso.) Señor Conde, yo creí…
EL CONDE.— (Impaciente, sin poder contenerse.) Pronto… Retírese usted.
D. PÍO.— (Tocando las castañuelas.) Me retiro, puesto que lo manda usía con tanto imperio… Y si me riñen allá, que me riñan… Lo que yo digo: es malo ser bueno. (Saluda y se aleja.)