Escena III
Jardín del ALCALDE.
El ALCALDE, en zapatillas, con batín de vistosos cordones, como un húsar; la ALCALDESA, EL CURA, SENÉN.
EL CURA.— (Que acaba de entrar.) Aquí otra vez; mas ahora no vengo por mi cuenta. Mensajero soy, amigo…
EL ALCALDE.— Ya, ya… alguna nueva leonada.
LA ALCALDESA.— ¿Pero qué quiere ese hombre?
EL ALCALDE.— (En jarras.) Ya me va cargando a mí ese fantasmón, que, después de todo, no es más que un desagradecido, pues bien podía mirar que, enchiquerándole en Zaratán, le dábamos más de lo que merece la polilla de sus pergaminos… Agradezca que da con un hombre de mi pasta… (No se refiere a la de sopa.)
EL CURA.— Amigo mío, hay que respetar las grandezas caídas.
EL ALCALDE.— Pues digo… ¡los moños que se puso anoche, María Santísima!…
LA ALCALDESA.— Hijo, como no somos aristócratas…
EL ALCALDE.— Y hay más. Bien sabía el vejete que ayer celebrábamos tu fiesta monástica…
LA ALCALDESA.— Onomástica.
EL ALCALDE.— Y ni un recado de atención, ni una fineza… Pues digo, la niña segunda, esa Dolly, ha heredado el tupé y la caballería andante o cargante de todos los Albrites y Laínes del obscurantismo. ¿Pues no se me subió a las barbas la muy mocosa? ¡Si la hubieras oído, Vicenta!… Y todo ello cuando acabábamos de atracarla de dulces y de atenciones, aquí, en tu fiesta numismática.
LA ALCALDESA.— Ono… mástica.
EL ALCALDE.— (Bufando.) Lo mismo da… Sacan ahora unas palabras que le vuelven a uno loco… Acabaremos por tener que hablar por señas.
EL CURA.— Lo de anoche, mi querido Monedero, ha perdido su interés con la vuelta repentina de la Condesa en ese estado de tribulación que ustedes me pintaron esta mañana.
EL ALCALDE.— Lo que yo digo a ésta: menudo jollín habrán armado en Verola los duques y marqueses…
EL CURA.— (A la ALCALDESA.) ¿Y no se espontanea con usted, no le cuenta…?
LA ALCALDESA.— Ni una palabra.
EL ALCALDE.— Este tunante de Senén debe de saber algo. Pero ahora, desde que ha dado en tener bouquet, como el vino de Burdeos, se nos ha vuelto tan reservadillo, que ni con sacacorchos se le destapa la boca. (Los tres miran hacia un cenador, cubierto de madreselvas, en cuyo interior está SENÉN, sentado, tristón, mirando al suelo.) Tú, funcionario, ven acá… o te voy a poner en mi jardín de estatua de la Hacienda pública esperando un ministro.
LA ALCALDESA.— Desde las ocho de la mañana le tiene usted ahí, esperando audiencia de la que fue su ama.
SENÉN.— (Destemplado, acercándose.) Ya he dicho que no sé nada.
EL ALCALDE.— No negarás que estuviste en Verola.
EL CURA.— ¿Qué personas de viso había en el castillo de Donesteve?
SENÉN.— Anda, anda… ¿quién las puede contar?
EL ALCALDE.— ¿A que no faltaba el Marqués de Pescara?
SENÉN.— Llegó el lunes, y con él los duques de Utrech y sus hijos, y el martes otros, y otros…
EL CURA.— ¿Viste a la Condesa?
SENÉN.— Sí, señor… Cuatro minutos nada más.
EL CURA.— ¿Qué cara tenía?
SENÉN.— La de siempre: la bonita.
EL CURA.— (Riendo.) Pues si no nos das más noticias debemos decirte que nos devuelvas el dinero.
EL ALCALDE.— Este es muy cuco y no se compromete.
LA ALCALDESA.— (Viendo entrar en el jardín a CONSUELITO con medio palmo de lengua fuera.) Aquí viene Consuelito, y en la cara le conozco que no ha perdido el tiempo. Trae comidilla.
EL ALCALDE.— Con tal que no sea fiambre…