Escena V
Sala en casa del ALCALDE.
La ALCALDESA; EL CONDE, que acaba de entrar; después NELL.
LA ALCALDESA.— (Aturdida.) Ya me figuro, señor Conde de Albrit, a qué debo el honor de verle en mi casa.
EL CONDE.— Deseo hablar con Lucrecia. Y no sé con qué palabras solicitar de usted la benevolencia que necesito por esta libertad, por esta osadía de mal gusto con que llego a su casa.
LA ALCALDESA.— ¡Oh, señor Conde…!
EL CONDE.— Es que su esposo de usted y yo no hacemos buenas migas. Anoche hemos cruzado algunas palabras un tanto mordaces… Si el Sr. Monedero me arroja de su casa lo llevaré con paciencia… (La ALCALDESA, sin saber qué decir, hace con ojos y boca diferentes muecas y monerías.) Ya no me importa. En el conflicto en que me veo, la dignidad, ¿qué digo dignidad?, la vergüenza, no significa nada para mí. Voy derecho a mi objeto con cara insensible, y mi objeto es…
LA ALCALDESA.— (Recobrando su aplomo.) Ver a Lucrecia, sí.
EL CONDE.— Y me atrevo a rogar a usted que haga comprender a su amiga que sólo me mueve a molestarla la necesidad imprescindible de tratar con ella, sin recriminaciones, un grave asunto de familia.
LA ALCALDESA.— Yo se lo diré. No dude usted que hablaré a mi amiga con vivo interés.
EL CONDE.— Gracias, millones de gracias, señora mía. Carmelo quedó en proporcionarme la entrevista; mas sin duda sus ocupaciones se lo han impedido. Cansado de esperarle, deshecho, ardiendo en impaciencia, no he podido refrenar mi temperamento ejecutivo, y arrostrando el disgusto del señor Alcalde, aquí me tiene usted…
LA ALCALDESA.— (Decidida a emplear un lenguaje extremadamente fino.) Abrigo la esperanza de ser afortunada en la misión que usted me confía. Pero no puedo evitar al señor Conde la molestia de esperar un ratito, porque Lucrecia, que ha venido malísima, en un estado nervioso imposible, ¡ay qué pena!, ha podido al fin conciliar el sueño. La verdad, no me atrevo a despertarla.
EL CONDE.— (Alardeando de paciencia.) Aguardaré todo lo que usted quiera: tres días con sus noches, si fuese preciso. Para mí no es molestia esperar. Si para usted no lo es tener a este pobre viejo en su casa, aquí me estoy, sentadito, hasta que mi ilustre nuera se digne mejorar de sus nervios, y acuerde recibirme.
NELL.— (Entrando con timidez.) Abuelito, hasta ahora no me habían dicho que estabas aquí.
EL CONDE.— (Besándola.) Hija mía, vengo a ver a tu mamá.
NELL.— ¡Oh, cuánto sufre la pobre! Yo te ruego que no hables con ella más que un ratito. Y si pudieras dejar la conversación para mañana, mejor.
EL CONDE.— Mañana… ¡ah!, estoy muy viejo. Los viejos no pueden esperar tanto.
NELL.— Lo he dicho pensando que sería lo mismo para ti. (El abuelo le da suavemente en la mejilla.) Porque mañana no estará mamá en disposición de que nos marchemos.
EL CONDE.— ¿Tienes prisa?
NELL.— Ninguna. Lo que tengo es una penita de dejarte… ¡qué pena! Pero yo te aseguro, te doy mi palabra, ¿me crees?… de que siempre que podamos vendremos a verte.
EL CONDE.— (Con profunda tristeza.) ¡Ojos que te vieron ir…!
LA ALCALDESA.— En buena lógica, debemos suponer, y aun afirmar, que vendrán.
EL CONDE.— ¡Ah! Cuando os encontréis en ese mundo que ha de aprisionaros con sus mil atractivos y seducciones, no os acordaréis del viejo Albrit, a quien dejáis en Jerusa aposentado de limosna.
NELL.— (Abrazándole.) Papaíto de mi alma, no digas que te olvidamos, porque me enfadaré contigo. Ni yo ni Dolly podemos olvidarte. Las dos te queremos lo mismo. Te escribiremos cartitas, y tú a nosotras también, pidiéndonos lo que te haga falta. ¿Qué quieres, qué deseas?
EL CONDE.— Por el momento, que despierte tu mamá.
NELL.— ¡Si está despierta! Apenas ha dormido veinte minutos.
LA ALCALDESA.— Pues voy allá, oficiando de introductora de embajadores.
EL CONDE.— Sí, señora, vaya usted… Se lo agradeceré toda mi vida. (Vase la ALCALDESA.)
NELL.— (Mirando al jardín.) Desde esta mañana, tenemos aquí a ese cataplasma de Senén con la pretensión de que mamá le reciba.
EL CONDE.— Por lo visto, hay cola. Senén y yo nos encontramos en igual situación de solicitantes de audiencia; pero como yo estoy en desgracia, pobre viejo que soy, y regañón insoportable, verás cómo tu madre atiende a ese lacayo antes que a mí. Tu abuelo será el último, lo verás… No me importa, no. Ya dijo nuestro Señor: «Los últimos serán los primeros». Seamos humildes, aunque, la verdad, se necesita gran violencia y abnegación grande para ponerse en fila detrás de Senén. (Vuelve la ALCALDESA y suplica al CONDE que aguarde un ratito, pues antes recibirá LUCRECIA a un postulante importuno.) ¿No te lo dije?
LA ALCALDESA.— No: si es porque se vaya de una vez, y quitarnos de encima esa mosca.
EL CONDE.— Bueno. Vaya delante la mosca. Luego pasará el moscardón… (Siente subir a SENÉN.) Ya sube ese hombre. Dios le dé lo que no tiene: la santa concisión.
Asómase a la puerta EL ALCALDE, que, como ha vuelto a ponerse las zapatillas, puede aproximarse sin hacer ruido. Contempla con burlona sonrisa al CONDE.