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El Abuelo: Escena II

El Abuelo
Escena II
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Prólogo
  4. Dramatis Personæ
  5. Jornada I
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
  6. Jornada II
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
  7. Jornada III
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
  8. Jornada IV
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
  9. Jornada V
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
    16. Escena XVI
    17. Escena XVII
  10. Autor
  11. Otros textos
  12. CoverPage

Escena II

GREGORIA, VENANCIO; SENÉN, de veintiocho años, más bien más que menos, vestido a la moda, con afectada elegancia de plebeyo que ha querido cambiar rápidamente y sin estudio la grosería por las buenas formas. Su estatura es corta; sus facciones aniñadas, bonitas en detalle, pero formando un conjunto ferozmente antipático. Pelito rizado; chapas carminosas en las mejillas; bigote rubio retorcido en sortijilla. Lucha por su existencia en el terreno de la intriga, olfateando las ocasiones ventajosas y utilizando la protección y gratitud de las personas a quienes ha prestado servicios de ínfima calidad, sobre los cuales guarda cuidadoso secreto. Ya no se acuerda de cuando andaba descalzo y harapiento por las mal empedradas calles de Jerusa. Nacido de la Coscoja, viuda pobre que adormecía sus penas emborrachándose, Senén vivió de la caridad pública hasta que fue recogido por los Condes de Laín, que lo pusieron en la escuela y después le tomaron a su servicio. Fue pinche de cocina, escribiente, ayuda de cámara, hasta que su agudeza, reforzada por ardiente ambición de dinero, le emancipó de la servidumbre. En diversos trabajos y granjerías, hubo de probar fortuna: viajante de comercio, corredor de vinos, administrador de periódicos, y por fin la Condesa le abrió los espacios de la Administración pública con un destinillo de Hacienda, al que siguieron ascensos, comisiones y otras gangas. Compensa la cortedad de su inteligencia con su constancia y sagacidad en la adulación, su olfato de las oportunidades, y su arte para el pordioseo de recomendaciones. Su egoísmo toma más bien formas solapadas que brutales, y para disimularlo, el instinto, más que la voluntad, le sugiere la economía, y todo el ahorro compatible con el lucimiento y afeite de su persona. Guarda su dinero, y se apropia todo lo que sin peligro puede apropiarse. En lo que no es ostensible, o sea en el comer, gasta lo indispensable, reservando casi todo su peculio para el coram vobis. Su vicio es la buena ropa, y su pasión las alhajas; lleva constantemente tres sortijas de piedras finas en el meñique de la mano izquierda, y al llegar a Jerusa ha sacado a relucir un alfiler de corbata, que es ¡ay!, la desazón de sus compatriotas de ambos sexos.

SENÉN.— Allá voy. Estaba mirando las peras… (Entra en la terraza.) Hola, Gregoria; usted siempre tan famosa.

GREGORIA.— ¡Y tú qué guapo… y qué bien hueles, condenado! Estás hecho un príncipe.

SENÉN.— Hay que pintarla un poquillo, Gregoria. Es uno esclavo de la posición.

VENANCIO.— (Impaciente.) Vengan pronto esas noticias.

SENÉN.— La Condesa llegará a Laín en el tren de las doce y cinco. He tenido un parte. (Mostrándolo.) Se lo he llevado al Alcalde, que no estaba seguro de la hora de llegada.

GREGORIA.— Y D. José irá a esperarla en su coche.

VENANCIO.— Claro.

SENÉN.— (Sentándose con indolencia. Se cuida mucho de emplear un lenguaje muy fino.) Y el Municipio ¡oh!, le prepara un gran recibimiento, una ovación entusiasta.

GREGORIA.— ¡A tu ama!

SENÉN.— A la que fue mi ama. ¡Estaría bueno que no se hicieran los honores debidos a la ilustre señora; por cuya influencia ha obtenido Jerusa la estación telegráfica, la carretera de Jorbes, amén de las dos condonaciones!

GREGORIA.— Puede que, si hay festejos, tengamos aquí a Doña Lucrecia más tiempo del que acostumbra.

SENÉN.— Creo que no; está invitada a pasar unos días en Verola con los señores de Donesteve.

VENANCIO.— ¿Y del Conde qué me dices?

SENÉN.— Que Su Excelencia debió llegar a Laín anoche, o esta mañana en el primer tren. De modo que no me explico… digo que no me explico, mi querido Venancio, que no le tengas ya en tu casa.

GREGORIA.— De fijo habrá ido a Polan a visitar el sepulcro de su esposa, la Condesa Adelaida.

VENANCIO.— Bueno, Senén. Tú que todo lo sabes… naturalmente, has vivido en la intimidad de la familia, conoces sus costumbres, la manera de pensar de cada uno, sus discordias y zaragatas, dinos… ¿D. Rodrigo y su nuera se encontrarán aquí por casualidad, o es que…?

SENÉN.— (Seguro, dándose importancia.) No: se han dado cita en Jerusa.

GREGORIA.— ¿Cómo es eso? ¿Y para qué se citan los que se aborrecen? ¿Qué hacen?

SENÉN.— Lo contrario de lo que hacen los que se aman. Los amantes se acarician; éstos se muerden.

VENANCIO.— Vamos, es al modo de un desafío… Dicen: «en tal parte, a tal hora, nos juntamos para rompernos el bautismo».

GREGORIA.— Será que el señor Conde, que no ha visto a su nuera desde que él embarcó para el Perú, querrá ajustar con ella alguna cuenta…

VENANCIO.— De interés, o de cosas tocantes al honor de la familia, pues para nadie es un secreto… no te enfades, Senenillo… que tu protectora la señora Condesa… En fin, no está bien que yo repita…

SENÉN.— Sí, que el repetir es cosa fea. ¿Qué les importa a ustedes, ni qué me importa a mí, que el señor conde de Albrit y su nuera la Condesa viuda de Laín se peleen, se arañen y se tiren de los pelos por un pedacito así de honra, o por un pedazo grande…? Pongamos que es pedazo de honra tan grande como esta casa.

VENANCIO.— Tiene razón Senén. Haiga virtud o no la haiga, nada nos dan ni nada nos quitan.

SENÉN.— Yo no sé sino que el viejo Albrit, que hasta ahora, desde la muerte de su hijo, no se ha movido de Valencia, escribió a la Condesa…

VENANCIO.— (Riendo.) Pidiéndole dinero.

SENÉN.— Hombre, no: le proponía una entrevista para tratar de asuntos graves…

GREGORIA.— De asuntos de familia. Y como la Condesa no quiere altercados en Madrid, porque allí puede haber escándalo, y se entera todo el mundo, y hasta lo sacan los papeles, le ha citado en este rincón de Jerusa, donde sólo vivimos cuatro papanatas, y si hay zipizape aquí se queda, y la ropa sucia en casita se lava. ¿Qué tal, señor cortesano, entiendo yo a mi gente?

VENANCIO.— Di que no es lista mi mujer.

SENÉN.— (Risueño y galante.) Sabe griego y latín. ¡Vaya un talento! Y para acabar de granjearse mi estimación me va a traer un vasito de cerveza. Estoy abrasado.

GREGORIA.— Ahora mismo: hubiéraslo dicho antes. (Entra a la casa, llevándose las hortalizas.)

VENANCIO.— Y tú, rey de las hormigas, ¿qué pretendes ahora de tu ama? ¿Otro ascenso, una plaza mejor?

SENÉN.— Quiero adelantar, salir de esta miseria de la nómina, del triste jornal que el Gobierno nos da por aburrirnos, y aburrir al país que paga.

VENANCIO.— Picas alto. Digan lo que quieran, chico, tú tienes mucho mérito. Yo te vi salir del lodo.

SENÉN.— Y me verás subir, subir… El lodo, créeme, es un gran trampolín para dar el salto.

GREGORIA.— (Que vuelve con la cerveza y copas, y les sirve.) Dime, Senenillo, ¿y para tus medros, no te agarras también a los faldones del señor Conde?

SENÉN.— Albrit no tiene una peseta, y nadie le hace caso ya.

VENANCIO.— Ese roble ya no da sombra, y sólo sirve para leña.

GREGORIA.— (Que sentándose entre los dos bebedores de cerveza, acaricia a SENÉN.) Vamos a ver, hijo, ¿por qué no nos cuentas el por qué y el cómo de que tan mal se quieran la Condesa viuda y el abuelo? Tú lo sabes todo.

VENANCIO.— Vaya si lo sabe; pero no muerde el gosque a quien le da de comer. (SENÉN paladea la cerveza, dándose aires de madrileño, y calla.)

GREGORIA.— Ya lo ves: callado como un besugo. Dinos otra cosa. Será cuento todo eso que se dice de tu señora… Es cuento, ¿verdad?

SENÉN.— (Enfático.) Me permitiréis, queridos amigos, que no hable mal de mi bienhechora. Os diré tan sólo que es un corazón tierno y una voluntad generosa y franca hasta dejárselo de sobra. No le pidáis gazmoñerías, eso no. Es mujer de muchísimo desahogo… Compadece a los desgraciados y consuela a los afligidos. Y como persona de instrucción, no hay otra: habla cuatro lenguas, y en todas ellas sabe decir cosas que encantan y enamoran.

VENANCIO.— Todas esas lenguas, y más que supiera, no bastan para contar los horrores que acerca de ella corren en castellano neto.

SENÉN.— (Endilgando sabidurías que aprendió en los cafés.) ¡Horrores!… No hagáis caso. La honradez y la no honradez, señores míos, son cosas tan elásticas, que cada país y cada civilización… cada civilización, digo, las aprecia de distinto modo. Pretendéis que la moralidad sea la misma en los pueblos patriarcales, digamos primitivos; como esta pobre Jerusa, y los grandes centros… ¿Habéis vivido vosotros en los grandes centros?

VENANCIO.— Ni falta.

SENÉN.— Pues en los grandes centros veríais otro mundo, otras ideas, otra moralidad. La Condesa Lucrecia no es una mujer: es una dama, una gran señora. ¿Qué? ¿Qué le gusta divertirse? Cierto que sí; se divierte por la noche, por la mañana y por la tarde… No, no me saquéis el Cristo de la moralidad. Yo os digo, y lo pruebo, que es cosa esencial en las sociedades que las damas se diviertan; porque del divertirse damas y galanes viene el lujo, que es cosa muy buena… (Riendo del asombro de sus interlocutores.) Ya… papanatas; creéis que es malo el lujo… Vivís en Babia. Pues os digo, y lo pruebo, que el lujo es lo que sostiene la industria… la industria de los grandes centros, por la cual y con la cual, lo pruebo, come todo el mundo. Reasumiendo: que si hubiera moralidad, tal y como vosotros la entendéis, la gente no se divertiría, y sin diversiones, no tendríamos lujo, y por ende, no habría industrias: la mitad de los que hoy comen se morirían de hambre, y la otra mitad mascarían tronchos de berzas.

VENANCIO.— Vaya que eres parlanchín, y entiendes la aguja de marear.

GREGORIA.— (Imitando, sin saberlo, a las brujas de Macbeth.) ¡Senén, tú serás ministro!

SENÉN.— ¿Ministro yo? No, no: mi ambición, como nacida del lodo, no quiere viento, sino barro, barro substancioso que amasar. Mis tendencias son a lo positivo; tiendo a ganar dinero, mucho dinero. No me conformo con un sueldo más o menos cuantioso; ambiciono más; ambiciono el trabajo libre…

GREGORIA.— Manos libres, quieres decir.

VENANCIO.— (Da un cigarro a SENÉN, y fuman los dos.) Lo que tú buscas, tunante, es una dote; andas a la husma de una rica heredera.

GREGORIA.— Por eso vistes tan elegantito, y te quitas el pan de la boca para comprarte trapos… Por eso gastas anillos, y te echas esencia en el pañuelo. Vaya, que hueles bien. (Oliéndole.) ¿Qué es eso? ¿Heliotropo?

SENÉN.— (Reventando de fatuidad.) Es mi perfume favorito… Pues no he pensado en casarme, y lo pruebo. Claro, si se me presentase una buena ganga matrimonial, no la desperdiciaría. Estamos a la que salta.

GREGORIA.— Por un camino o por otro, has de ser rico.

VENANCIO.— A trabajar, se ha dicho. En la corte hay mil maneras de afanar el garbanzo.

GREGORIA.— Allí donde hay bambolla, derroche, y donde los ricos por su casa gastan, según dicen, más de lo que tienen, el pobre allegador, económico y despabilado como tú, sabe encontrar piltrafa. Ahí tienes el caso del señor Conde. Toda su riqueza se ha repartido entre muchos que andaban quizás con los codos al aire.

VENANCIO.— Prestamistas, curiales, cuervos y buitres, y todos los golosos de carne muerta.

SENÉN.— (Desdeñoso.) Mal fin ha tenido el prócer. Vaya usted preparando, Gregoria, las buenas calderadas de patatas, las sopitas de leche, para que se acostumbre a la frugalidad, y olvide sus hábitos gastronómicos.

GREGORIA.— No, no: lo que es hoy, al menos, si viene, tengo que prepararle una buena comida.

VENANCIO.— Como se entretenga en Polan y no coja el coche que ha salido de allí a las diez, no vendrá hasta mañana.

SENÉN.— Me inclino a creer que le veremos venir en carreta, porque el buen señor padece tal tronitis, que no tendrá para el coche.

GREGORIA.— No exageres… Esos nobles arrumbados siempre guardan algo para sus últimas, y también te digo que suelen encontrar algún tonto que les alimente los vicios.

SENÉN.— Albrit no tiene más vicios que la rabia de verse pobre, y el orgullo de casta, que se le ha recrudecido con la pobreza.

GREGORIA.— (Intranquila.) Dime, Senén, ¿y al señor Conde no le dará la ventolera de quitarnos las niñas?

SENÉN.— ¿Para qué?… ¿Y a dónde las lleva?

VENANCIO.— A un colegio de Francia.

SENÉN.— No temáis perder esta ganga. El Conde no tiene con qué pagarles un buen colegio, y la mamá no está por esos gastos, que dejarían indotado su presupuesto. Todo es poco para ella. Además, la presencia de las niñas en sociedad junto a ella, la envejece. Su obsesión es ser joven, o parecerlo.

VENANCIO.— Su… ¿qué has dicho? ¡Vaya unas palabras finas que te traes!

GREGORIA.— (Incomodándose.) Pero ya son creciditas, jinojo… Algún día tiene que presentarlas en la corte, casarlas…

SENÉN.— ¿Casarlas? Dificilillo es… y lo pruebo.

GREGORIA.— ¿Cómo no, si son tan monas?

SENÉN.— Les concedo el buen palmito. Pero cualquiera carga con ellas, educadas en la ñoñería, con hábitos y maneras de pueblo, y, por añadidura, pobres…, porque la Condesa está dando aire a la fortuna, y cuando toquen a liquidar no habrá más que pagarés vencidos, cuentas no liquidadas, y el diluvio… Ya lo dijo Luis XV (estropeando el francés): «Apré muá, le diluch».

GREGORIA.— (Incomodándose más.) La madre será lo que quieran: una feróstica, una púa extranjera; pero Dorotea y Leonor a ella no salen, digo que no salen… y lo pruebo también.

VENANCIO.— Son buenísimas, aunque algo traviesas; almas puras, ángeles de Dios, como dice D. Carmelo.

GREGORIA.— Créelo, Senén; las quiero como si fueran mis hijas, y el día que se las lleven me ha de costar algunas lágrimas.

SENÉN.— (Con impertinencia.) ¿Y de instrucción, qué tal?

VENANCIO.— Poca cosa les enseña D. Pío, el maestro jubilado del pueblo. Sobre que él sabe poco, no tiene carácter, y las chicas le han tomado por monigote para divertirse.

GREGORIA.— Todo el día se lo pasan enredando. Ya se ve: no están en su esfera, como dice Angulo, nuestro médico.

VENANCIO.— (Repitiendo una frase del Doctor.) Su institutriz es la Naturaleza, su elegancia, la libertad, su salón el bosque. Bailan al compás de la mar con la orquesta del viento.

SENÉN.— (Que se levanta, recordando con inquietud algo que había olvidado.) ¡Buena la hemos hecho!

VENANCIO.— ¿Qué te pasa?

SENÉN.— Que con tanto charlar se me olvidó el encargo del señor Alcalde.

GREGORIA.— ¿Para nosotros?

SENÉN.— Sí… ¡qué cabeza! Pues que inmediatamente le llevéis las niñas, para que la Condesa las vea en cuanto llegue.

VENANCIO.— Es natural. Y comerán allí.

SENÉN.— ¿Están en casa?

GREGORIA.— De paseo andan por el bosque. (Mirando hacia la izquierda.) No las veo.

VENANCIO.— Correteando, y de juego en juego, se habrán ido a media legua de Jerusa.

SENÉN.— ¿Y las dejáis andar solas por el bosque?

GREGORIA.— Solitas van. Todo el mundo las respeta.

VENANCIO.— Hay que ir corriendo a buscarlas.

SENÉN.— Si queréis, iré yo… ¿No saben todavía que hoy viene su mamá?

GREGORIA.— No lo saben… ¡pobres hijas!

SENÉN.— Pues yo se lo diré, y las traeré por delante, como un pavero de Navidad.

VENANCIO.— Las encontrarás, de fijo, bosque arriba, en el sendero de Polan… Pero mira, chico, no les hagas la corte. Verdad que sería inútil…

SENÉN.— (Con ganas de irse pronto.) ¿La corte yo?… ¿Yo, este cura? ¡Señoritas que no viven en su elemento y reúnen todo lo malo, orgullo y pobreza…!

GREGORIA.— Están verdes.

SENÉN.— Que las madure quien quiera. ¿Decís que bosque adentro?…

VENANCIO.— Vete, y tráelas pronto.

GREGORIA.— Vivo… (Viéndole partir.) ¡Vaya un pájaro!

VENANCIO.— ¡Vaya un peje!

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