Escena I
Terraza en la Pardina.
GREGORIA, disponiendo la mesa para servir al CONDE su desayuno; VENANCIO, con la cabeza vendada; SENÉN, que entra por el fondo con una maletita en la mano.
SENÉN.— Aquí me tenéis otra vez.
VENANCIO.— (Abrazándole.) Senén de todos los demonios, te juro que me alegro de verte.
GREGORIA.— Muy pronto has vuelto de Verola.
VENANCIO.— ¿Qué?… ¿traes instrucciones de la Condesa?
SENÉN.— Sí… lo primero, que me alojéis aquí… Descuidad: os molestaré muy poco.
GREGORIA.— Te pondremos en el cuartito de arriba.
VENANCIO.— Próximo al del Conde. Sin duda la señora quiere que nos ayudes a quitarle las pulgas al león.
GREGORIA.— ¡Y qué pulgas, Senén!
SENÉN.— (Fijándose en la venda de VENANCIO.) Ya, ya llegó a Verola la noticia de tu descalabradura. Una caricia de la fiera.
VENANCIO.— (Renegando.) ¡Qué uno aguante esto!
SENÉN.— Es un viejo de cuidado. A los sesenta años conserva los músculos de acero de sus buenos tiempos, y la voluntad de bronce. No hay quien le amanse. Te digo que más quiero verme ante un tigre hambriento que ante el Conde de Albrit irritado.
VENANCIO.— (Dando patadas.) Pues yo le juro que de mí no se ríe. Un hombre libre, que vive de su trabajo y paga contribución, no está en el caso de sufrir esas arrogancias de figurón de comedia.
SENÉN.— Poco a poco, Venancio. La señora Condesa me encarga te diga que… tengas paciencia.
VENANCIO.— ¿Más paciencia, jinojo?
SENÉN.— Y que sigáis guardándole las consideraciones que se le deben por su rango, por sus desgracias, sin perjuicio de vigilarle…
GREGORIA.— Y si nos mata, que nos mate.
VENANCIO.— Por si acaso, desde ayer le vigilo… con un revólver.
SENÉN.— Calma… (Receloso, mirando.) ¿Vendrá por aquí?
GREGORIA.— Me ha mandado que le sirva el desayuno en la terraza.
SENÉN.— Pues le espero.
VENANCIO.— ¿También traes instrucciones para él?
SENÉN.— No; pero necesito… sondearle. Ya sabéis: soy muy largo, me pierdo de vista. Con que… me tenéis de huésped.
GREGORIA.— (Cogiendo la maleta.) ¿Vienes a tu cuarto?
SENÉN.— Luego. Me atrevo a suplicar a mi simpática patrona que en el cuidado de esta maleta ponga sus cinco sentidos. La quiero como a las niñas de mis ojos.
VENANCIO.— ¿Qué traes ahí?
GREGORIA.— Pues pesa, pesa…
SENÉN.— Es mi relicario. Recuerdos, cositas que sólo para mí tienen interés. Y juro por mi honor, que no la estimaría más si la trajera llena de brillantes del tamaño de almendras. En fin, Gregoria, usted me responde de ese tesoro.
VENANCIO.— (Mirando por la derecha.) El león viene.
GREGORIA.— Voy por el café.