Escena VII
LUCRECIA, EL ALCALDE, la ALCALDESA, después NELL.
LA ALCALDESA.— Hija, si llego yo a sospechar esto, cualquier día le dejo pasar.
LUCRECIA.— (Tranquilizándoles.) No; si es mejor así. Se me ha resuelto un absceso; me he sacado una muela, que me dolía horriblemente.
EL ALCALDE.— Pues digo, lo que le espera a usted ahora, mi querida Lucrecia.
LA ALCALDESA.— ¡Ah!, el león… Hija mía, no he podido evitarlo… ¿Qué había de decirle?
EL ALCALDE.— Pues muy claro: que llamara a otra puerta. ¡Ah!, si soy yo quien le recibe…
LUCRECIA.— (Sorprendiendo a todos con su inesperada serenidad y alegría.) ¿Queréis que os diga la verdad? Pues mi ilustre suegro, que me inspiraba un pavor horrible, ya no… Es raro… Vamos, que ya no le temo.
NELL.— (Entrando a la carrera.) Mamita, por más que le digo al abuelo que mañana, insiste en que ha de verte hoy.
LUCRECIA.— Hoy, sí…
LA ALCALDESA.— ¿Le digo que…?
LUCRECIA.— (A NELL.) Ve tú, hija, y suéltame al león. (Sale NELL gozosa, y se precipita por la escalera.)
EL ALCALDE.— Nos pondremos todos en guardia detrás de esa puerta, ¡trómpolis!, y en cuanto oigamos el menor rugido…
LUCRECIA.— (Con locuacidad nerviosa.) No es necesario… ¿No me ven tan tranquila? Me siento ahora muy bien, despejada, casi alegre, y con ganas de ver a mi papá político, y de pasarle la mano por la melena… Es que mi espíritu se ha refrescado, soy otra… aire nuevo en mí. (Óyese el tardo paso de ALBRIT en la escalera, y la vibrante voz de NELL.) El león sube. ¡Pobre viejo!… Ya, ya está aquí… Ya llega… Déjenme sola con él.
EL ALCALDE.— Por aquí. (Vanse por la puerta de la alcoba.)