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El Abuelo: Escena IX

El Abuelo
Escena IX
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Prólogo
  4. Dramatis Personæ
  5. Jornada I
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
  6. Jornada II
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
  7. Jornada III
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
  8. Jornada IV
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
  9. Jornada V
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
    16. Escena XVI
    17. Escena XVII
  10. Autor
  11. Otros textos
  12. CoverPage

Escena IX

Casa pobre de campo, de un solo piso, de una sola puerta, con dos ventanuchos tuertos. Sale humo en bocanadas por entre las tejas musgosas, que en sus junturas y en las jorobas del caballete ostentan un jardín botánico en miniatura, colección lindísima de criptógamas y plantas parásitas. Junto a la casa, un huerto mal cercado de pedruscos, con un albérchigo desgarbado, un madroño copudo, varios girasoles con sus caras amarillas, atónitos ante la lumbre del sol, y unas cuantas coles agujereadas por los gusanos. La fauna consiste en un cerdo libre, que hociquea en el charco formado por la lluvia; dos patos, gallinas, y todos los caracoles y babosas que se quieran poner. Las moscas, huyendo de la lluvia, han querido refugiarse en el interior de la casa, y como el humo las expulsa, voltejean en la puerta sin saber si entrar o salir.

Agréganse a la fauna niño y niña, descalzos y con la menor ropa posible, y una vieja corpulentísima, mujer de excepcional naturaleza, nacida para poblar el mundo de gastadores, y que por su musculatura, en cierto modo grandiosa, parece prima hermana de la Sibila de Cumas, obra de Miguel Ángel.

La MARQUEZA, EL CONDE, NELL y DOLLY; los dos NIÑOS.

LA MARQUEZA.— Mira, Gilillo, ¿no es aquél el señor Conde con sus nenas?

NIÑO.— Sí que son… madre, ellos… Cá vienen.

LA MARQUEZA.— (Adelantándose a recibirles.) Señor mi Conde, Dios le guarde. ¡Quién pensara verle más!… ¿Quiere descansar?

NELL.— Sí: descansaremos un rato.

DOLLY.— No llueve. Madre Marqueza, sáquenos el banquito.

EL CONDE.— (Muy complacido, mientras la anciana le besa la mano.) Gracias, mujer… ¿Era tu marido Zacarías Márquez?

LA MARQUEZA.— ¡Ay, señor… no me haga llorar recordándomelo!… Hace dos meses que me le quitó Dios…

EL CONDE.— Era más viejo que yo, mucho más. Buen hombre, recio como ninguno para el trabajo, y honrado a carta cabal.

LA MARQUEZA.— Vea, señor, a qué pobreza hemos llegado desde el tiempo de usía… Entonces teníamos hacienda, ganado, y Zacarías traía napoleones a casa.

EL CONDE.— ¡Ay!, desde aquel tiempo ha dado muchas vueltas y sacudidas el mundo, y se han caído algunas torres. Otros conozco yo que eran más ricos que tú, mucho más, y ahora son pobres, más pobres que tú… Y tus hijos, ¿qué ha sido de ellos? Yo recuerdo unos mocetones como castillos.

LA MARQUEZA.— En la América están dos… Dicen que ricachones. Los demás se han muerto. Para mí, muertos todos… Pasó la nube, señor, y se llevó lo bueno, dejándome a mí para rociarlo con mis lágrimas. Estas criaturas son de mi hija, la Facunda, que enviudó por San Roque, y en las minas trabaja como una mula. Vivimos en miseria. Dispénseme, señor mi Conde; pero no tengo nada que ofrecerle.

EL CONDE.— Gracias. Yo tampoco puedo darte más que palabras tristes… el tesoro del pobre. Estamos iguales.

NELL.— Marqueza, yo te voy a traer ropita para tus nietas.

DOLLY.— Y yo los cuartitos que tengo ahorrados, para que tú les compres lo que quieras. (Se van a jugar con los chicos junto a unos troncos.)

LA MARQUEZA.— Bendígalas Dios… ¡Qué par de pimpollos tiene aquí el buen Conde! Da gloria verlas tan reguapas, tan bien apañaditas… ¡Ay, qué vieja soy, y cuánto he visto en este mundo! El día en que nació el señor Condesito Rafael, padre de estas nenas, estábamos mi hermana y yo en la Pardina. Las dos le planchábamos a la señora Condesa. Usía no se acordará…

EL CONDE.— Mi memoria flaquea. ¿Y tú te acuerdas de mi hijo?

LA MARQUEZA.— Como si lo tuviera delante. Ya sé que está gozando de Dios.

EL CONDE.— Dime una cosa: ¿se parecen a él mis nietas?

LA MARQUEZA.— (Mirándolas detenidamente.) Se parece la señorita Nela. Es la misma cara.

EL CONDE.— ¿Y su hermana?

LA MARQUEZA.— La señorita Dola no… digo, sí, también tiene la pinta; pero cuando se ríe, nada más que cuando se ríe.

EL CONDE.— (Secamente.) Rafael era muy serio…

LA MARQUEZA.— ¡Y qué galán! Tan caballero y respetoso que toda Jerusa se quitaba el sombrero cuando pasaba, y hasta la torre de la iglesia parecía como si le hiciera la reverencia.

EL CONDE.— (Que mira y no ve, impaciente.) Dime, Marqueza, ¿qué hacen ahora las niñas? Oigo sus risotadas; pero no las veo.

LA MARQUEZA.— Juegan con mis chicos… ¡Qué bonitas son, y qué afables con el pobre! La señorita Nela quiere bailar con mi Narda, y la señorita Dola y mi Gil están ahora cogiendo moras. Las niñas de la Pardina llevan la alegría por donde quiera que van. ¡Ay, si el señor las hubiera visto aquí, esta primavera, cuando venían a pintar…!

EL CONDE.— (Sorprendido.) ¡A pintar!… ¿Acaso mis nietas son pintoras?

LA MARQUEZA.— Anda, anda… ¿Pues no sabe…? Si pintan como los serafines. Pues en un librote grande retrataron toda esta casa, y a mí mesma… y hasta el guarro, con perdón, hasta el guarro, tan parecido, que era él en persona.

EL CONDE.— (Excitadísimo, llamando.) Nell, Nell… Ven acá, hija… (Se acerca.) Oye lo que dice la Marqueza… (Ésta repite lo del guarro.)

NELL.— Yo, no. Es Dolly la que dibuja y hace acuarelitas…

EL CONDE.— (Llamando.) Dolly… ven… ¿Es verdad esto, Dolly?… (Acércase ésta, sofocada.) ¡Qué callado te lo tenías! ¡Tú pintora!

DOLLY.— (Con modestia.) Me dio por hacer monigotes. Aquí veníamos algunas mañanas, por ser éste el sitio más bonito de los alrededores de Jerusa.

NELL.— (Que quiere congraciarse con DOLLY.) Tiene un álbum lleno de apuntes preciosos.

DOLLY.— No valen nada, abuelito.

NELL.— Di que sí. Pinta y dibuja… ¡Si tuviera fundamento, qué preciosidades haría!

DOLLY.— Quita, quita.

EL CONDE.— (Con profundo interés.) ¿Quién te ha dado lecciones?

DOLLY.— Nadie: lo que sé lo he aprendido yo solita, mirando las cosas. Me gusta, eso sí, y cuando me pongo a ello no sé acabar.

LA MARQUEZA.— Unos señores que vinieron acá una tarde… eran de Madrid, y traían unas cajas con trebejos y cartuchitos de pintura… vieron lo que hacía la señorita Dola, y se pasmaron…

DOLLY.— (Ruborizada.) No hagas caso, papá.

NELL.— Y dijeron que esta chica, si estudiara, sería una gran artista… sí que lo dijeron. No vengas ahora con farsas.

EL CONDE.— (Con gran agitación, que procura disimular.) ¡Eres pintora, Dolly… y te avergüenzas de serlo! Dime, ¿sientes una afición honda, un gusto intenso de la pintura? ¿Te sale del fondo del alma el anhelo de reproducir lo que ves? ¿Ayúdante los ojos y la mano, y encuentras facilidad para dar satisfacción a tus deseos?

DOLLY.— Facilidad, sí… digo, no… Me gusta… Quiero, y a veces no puedo…

EL CONDE.— ¿Y hace tiempo que sientes en ti ese ardor, esa fiebre del arte, don concedido a la criatura desde el nacer, que no se aprende, que se trae del otro mundo, de…?

DOLLY.— Me entró la afición… qué sé yo cuándo.

NELL.— Desde niña hacía garabatos…

EL CONDE.— Ya me acuerdo. Cinco años tenías, y me quitabas todos los lápices.

LA MARQUEZA.— ¡Ángel de Dios!

EL CONDE.— Y tú, Nell, ¿no dibujas?

NELL.— ¡Soy más torpe…! No sirvo… no acierto. Me aburro.

EL CONDE.— (Con viveza.) ¡Tú eres pintora, Dolly, tú… tú…! ¡Y te avergüenzas!… Bueno, hijas, seguid jugando. Dejad aquí a los viejos que hablemos de cosas tristes. (NELL y DOLLY se alejan y continúan su juego.)

LA MARQUEZA.— ¡Qué par de serafines! Ya puede el señor estar contento. (EL CONDE no contesta. Mirando al suelo se sumerge en profunda abstracción.) ¿Qué tiene, mi señor, que está tan triste?

EL CONDE.— (Como quien vuelve de un letargo.) ¡Ay, Marqueza, qué malo es vivir mucho!

LA MARQUEZA.— Lleva razón. Mientras más se vive, más cosas malas se ven. Digo yo, gran señor, que los niños de pecho ya saben lo que hacen al morirse.

EL CONDE.— (Con tristeza.) ¡Y otros ¡ay!, qué bien harían en no nacer!… Porque después de nacidos y crecidos, ya no hay remedio…

LA MARQUEZA.— ¿Y los viejos, qué tenemos que hacer aquí?

EL CONDE.— Por algo estamos cuando estamos.

LA MARQUEZA.— Es verdad: somos troncos, que servimos para que las plantas tiernas se agarren y vivan.

EL CONDE.— Tú eres útil, Marqueza. Hoy me has hecho un gran servicio.

LA MARQUEZA.— ¿Yo? (Pausa larga. EL CONDE vuelve a quedarse abstraído, cual si su espíritu se sumergiera en abismos profundos.) Señor… ¿qué le pasa que no habla?

EL CONDE.— (Después de otra pausa.) Has sido la sibila que me ha revelado lo que yo quería saber. Dios me trajo a tu choza.

LA MARQUEZA.— (Confusa.) ¿Qué dice que soy?

EL CONDE.— Mis horribles dudas, gracias a ti, se han trocado en triste certidumbre…

LA MARQUEZA.— (Creyendo fundado lo que se dice del desorden mental del SEÑOR DE JERUSA.) ¿Quiere que le dé un vasito de vino? Lo tengo blanco y bueno.

EL CONDE.— No, gracias.

LA MARQUEZA.— Lo que tiene mi Conde es debilidad.

EL CONDE.— Es tristeza, y mi tristeza no se disipa bebiendo. Es muy honda. A veces el descubrimiento de la verdad nos amarga la existencia más que la duda. No sé cuál es más terrible monstruo, si la madre o la hija, si la duda o la verdad…

LA MARQUEZA.— (Con espontánea filosofía, por decir algo.) No se caliente la cabeza, señor… porque, ¿de cavilar, qué sacamos? El cuento de que las mentiras son verdades y las verdades mentiras. Todo es dudar, gran señor… Vivimos dudando, y dudando caemos en el hoyo.

EL CONDE.— (Con ingenua indecisión.) ¿Y qué debo hacer yo?

LA MARQUEZA.— Pues dude siempre el buen padre, y hártese de dudar y de vivir… tomando las cosas como vienen, y vienen siempre dudosas.

EL CONDE.— Eres la sibila de la duda. Te agradezco tu filosofía. No sé si podré seguirla.

NELL.— (Corriendo hacia el anciano.) Abuelo, vienen a buscarnos.

EL CONDE.— Sí, es Venancio; oigo su rebuzno. (Aparecen VENANCIO y un MOZO por entre un grupo de castaños.)

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