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El Abuelo: Escena III

El Abuelo
Escena III
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Prólogo
  4. Dramatis Personæ
  5. Jornada I
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
  6. Jornada II
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
  7. Jornada III
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
  8. Jornada IV
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
  9. Jornada V
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
    16. Escena XVI
    17. Escena XVII
  10. Autor
  11. Otros textos
  12. CoverPage

Escena III

Bosque en las inmediaciones de Jerusa, formado de corpulentos robles, hayas y encinas. Lo atraviesa un tortuoso sendero, donde se ven los surcos trazados por los carros del país. Por el Norte, formidable cantil de roca y conglomerado, en cuyos cimientos baten las olas del mar; al Sur cierra el paisaje la espesura de la vegetación; hacia el Oeste serpentea y se subdivide el sendero, atravesando algunas calvas y espesos matorrales.

LEONOR y DOROTEA, niñas de quince y catorce años respectivamente, lindas, graciosas, de tipo aristocrático, la tez bronceada por el aire marino y el sol. Son negros sus ojos, rasgados, melancólicos; negro también su cabello, peinado al descuido en moño alto. Se lo adornan con flores silvestres, que van clavando en él como se clavan los alfileres en un acerico. La diferencia de edad, un año y meses, apenas en ellas se distingue, y por gemelas las tienen muchos, viendo la semejanza de sus rostros, y la igualdad del talle y estatura. Son ágiles, corretonas, traviesas; dos diablillos encantadores. Visten, con sencillez graciosa y elegancia no aprendida, trajecitos claros, cortados y cosidos en Jerusa. La modestia da más realce a su gentileza vivaracha, y les imprime cierta gravedad dulce cuando están quietas. Desde la niñez, su madre, irlandesa, las nombraba con los diminutivos ingleses NELL y DOLLY, y estos nombres exóticos prevalecieron en Madrid como en Jerusa. Las acompaña y juega y brinca con ellas un perrito canelo, de pelo largo y fino, hocico muy inteligente, rabo que parece un abanico. Atiende por Capitán.

DOLLY.— Estoy cansada; yo me siento. (Se recuesta en el tronco de un roble.)

NELL.— Estoy entumecida; yo quiero correr. (Disparándose en carrera circular, vuelve al punto de partida.)

DOLLY.— (Mirando a la copa del árbol.) ¡Qué gusto poder subir y posarse en una rama!… ¡Nell!

NELL.— ¿Qué quieres?

DOLLY.— Decirte una cosa. ¿Qué te apuestas a que me subo a este árbol?

NELL.— Te desgarrarás el vestido…

DOLLY.— Lo coseré… sé coser tan bien como tú… ¿A que me subo?

NELL.— No está bien. Nos tomarían por chiquillas de pueblo.

DOLLY.— (Que suspendiéndose de una rama, se balancea.) Pues ser chiquilla de pueblo o parecerlo, ¿crees tú que me importa algo? Dime, Nell, ¿andarías tú descalza?

NELL.— Yo no.

DOLLY.— Yo sí. Y me reiría de los zapateros. (Viendo que NELL se sienta y saca un librito.) ¿Qué haces?

NELL.— Quiero repasar mi lección de Historia. Ya hemos corrido bastante; estudiemos ahora un poquito. Acuérdate, Dolly: ayer, D. Pío te dijo que no sabes jota de Historia antigua ni moderna, y en buenas formas te llamó burra.

DOLLY.— Burro él… Yo sé una cosa mejor que él: sé que no sé nada, y D. Pío no sabe que no sabe ni pizca.

NELL.— Eso es verdad… Pero debemos estudiar algo, aunque no sea más que por ver la cara que pone el maestrillo cuando le respondamos bien. Es un alma de Dios.

DOLLY.— Mejor la pone cuando le damos alguna golosina, de las que guardamos para Capitán.

NELL.— Anda, ven; estudiemos un poquito. ¿Sabes que es un lío tremendo esto de los Reyes godos?

DOLLY.— El demonio cargue con ellos. Son ciento y la madre… y con unos nombres que pican como las zarzas, cuando una quiere metérselos en la memoria.

NELL.— Ninguno tan antipático y majadero como este señor de Mauregato.

DOLLY.— ¡Valiente bruto!

NELL.— Nada: que tenían que echarle cien doncellas por año para desenfadarle.

DOLLY.— Para desengrasar, como dice D. Carmelo.

NELL.— La verdad es que la Historia nos trae acá mil chismes y enredos que no nos importan nada.

DOLLY.— (Siéntase junto a su hermana. El perro se echa entre las dos.) Figúrate qué tendremos que ver nosotras con que hubiera un señor que se llamaba Julio César, muy vivo de genio… Ni qué nos va ni nos viene con que le matara otro caballero, cuyo nombre de pila era Bruto… ¿A mí qué me cuenta usted, señora Historia?

NELL.— Pero, hija, la ilustración… ¿A ti no te gustaría ser ilustrada?

DOLLY.— (Acariciando al perrito.) Ilústrate tú también, Capitán. La verdad: me carga la ilustración desde que he visto que también se ha hecho ilustrado Senén. ¿Te acuerdas de cuando estuvo aquí hace dos meses, creyendo que venía mamá?

NELL.— Sí: a cada instante sacaba la Edad Media, y qué sé yo qué.

DOLLY.— ¡Qué tendremos nosotras que ver con las edades medias o partidas!… Y el mejor día nos salen con que a Cleopatra le dolían las muelas.

NELL.— O que a Doña Urraca le salieron sabañones.

DOLLY.— Pero, en fin, nos ilustraremos algo, puesto que mamá, en todas sus cartas, nos manda que aprendamos, que seamos aplicaditas.

NELL.— Mamá nos idolatra; pero no nos lleva consigo. (Con tristeza.) ¿Por qué será esto?

DOLLY.— Porque, porque… Ya nos lo ha dicho. Como nos criamos tan raquíticas, quiere que engordemos con los aires del campo. Ya sabe mamá lo que hace.

NELL.— Mamá es muy buena. Pero que venga al campo con nosotras a robustecerse también.

DOLLY.— Tonta, ¿no le oíste que se espanta de engordar, y que lo que quiere ahora es enflaquecer?

NELL.— Gorda o flaca, mamá es guapísima.

DOLLY.— Sí que lo es… Ya nos llevará consigo cuando seamos mayores. Yo no tengo prisa.

NELL.— (Rayando la tierra con un dedito.) Como prisa, yo tampoco.

DOLLY.— Me gusta el campo.

NELL.— Y la soledad, ¡qué me gusta!

DOLLY.— En la soledad piensa una mejor que entre personas.

NELL.— ¡Y esta libertad…!

DOLLY.— (Poniendo en dos patas al perrito.)

Yo te digo una cosa: creo que cuanto más salvajes, más felices somos.

NELL.— Eso no: la civilización, Dolly…

DOLLY.— Me carga la civilización desde que oigo hablar tanto de ella a nuestro amigo el Alcalde, que se ha hecho rico y personaje fabricando fideos.

NELL.— (Mordiendo el palo de una florecita.) Salvaje no quiero yo ser… ni civilizada a estilo de D. José Monedero. También te digo que dentro de la civilización puede existir la soledad que tanto me agrada. ¿A ti no se te ha ocurrido alguna vez ser monjita?

DOLLY.— ¡Ay, no! Nunca he pensado en eso.

NELL.— Yo sí, sobre todo cuando nos llevan a misa a las Dominicas. ¡Qué iglesita más mona y más sosegada! Me figuro yo que de aquellas rejas para dentro hay una paz, una tranquilidad…

DOLLY.— (Recogiendo piedrecitas.) La religión es cosa bonita… lo mejor entre lo bueno. El rezar consuela… Pero eso de estar siempre rezando, siempre, siempre… francamente, hija… Y metida entre rejas, como están las monjas, ni ves árboles, ni ves flores…

NELL.— Tonta, si tienen huertas y jardines…

DOLLY.— Pero no ves el mar.

NELL.— ¡Bah!… Veo a Dios, que es más grande.

DOLLY.— ¡Si Dios está en todas partes! ¿Crees que no está también aquí, oyendo todo lo que decimos?

NELL.— Pero no le vemos ni le oímos nosotras.

DOLLY.— Hay que mirar bien, Nell, y escuchar callandito. (Pausa. Las dos, silenciosas y un tanto sobrecogidas, exploran con lento mirar el horizonte, mar y cielo, y la sombría espesura del bosque.)

NELL.— ¿Qué oyes?

DOLLY.— Como un aliento muy grande. ¿Y tú, qué ves?

NELL.— Como una mirada grandísima. (Otra pausa larga. Bruscamente, como quien vuelve sobre sí, se incorpora.) Pero se nos va el tiempo charlando, y no hemos estudiado ni una letra.

DOLLY.— ¡Está el día tan hermoso!

NELL.— Salimos con ganas de leer. Tú dijiste que estudiaríamos en el campo mejor que en casa.

DOLLY.— Porque allí nos molestaban los berridos de Venancio.

NELL.— (Repitiendo una frase de su maestro.) ¡Sus, valientes, y a los libros! (Dando a su hermana el manualito de Historia.) Mira, lees en alta voz, y así nos enteramos las dos a un tiempo.

DOLLY.— (Toma el libro y levántase de un brinco.) Dame acá. ¿Sabes lo que se me ocurre? Que conviene que se instruyan también los pájaros… Toda la ciencia no ha de ser para nosotras. (Lanzando el libro a los aires con fuerte impulso.)

NELL.— ¿Qué haces, tonta? (El libro, abierto en el aire y dando al viento sus hojas, describe una curva, y se detiene al fin en una rama de encina, como pájaro que se posa.)

DOLLY.— Ya lo ves. (El perro se entrega al trajín inocente de cazar moscas.)

NELL.— ¡Buena la has hecho! ¿Y cómo lo cogemos ahora?

DOLLY.— De ninguna manera. Los pájaros se enterarán ahora de lo que hicieron D. Alejandro Magno, el señor de Atila y el moro Muza.

NELL.— (Riendo.) ¡Si a los pajaritos todo eso les tiene sin cuidado!

DOLLY.— Como a mí.

NELL.— ¡Vaya un compromiso! ¡Si pasara por ahí un chiquillo que se subiera a cogerlo!

DOLLY.— Me subiré yo. (Disponiéndose a encaramarse en la encina.)

NELL.— (Tirándola de la falda.) No, no, que te desnucas.

DOLLY.— Espérate; le tiraré piedras a ver si se atonta y cae. (Hace lo que dice.)

NELL.— Hay viento… Puede que vuele el libro.

DOLLY.— ¡Ay, no, que es muy pesado! (Tirando piedras.) A mí, bribón; baja, ven acá. (El perro cree de su obligación ladrar fuertemente al libro para que baje.)

NELL.— (Sintiendo pasos.) Basta, Dolly. Viene gente… ¡Qué vergüenza! Te tomarán por una desarrapada del pueblo.

DOLLY.— ¿Y qué me importa?

NELL.— Que te estés quieta. (Mirando a lo largo del sendero.) Aquí viene un señor, un hombre… por el camino que baja de Polan, ¿ves?… Mira. (Aparece por entre los robles EL CONDE DE ALBRIT, con lento paso.)

DOLLY.— No le veo.

NELL.— Mírale… Se ha parado al vernos, y allí le tienes como una estatua. No nos quita los ojos…

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