Escena X
Calle de Potestad, callejón del Cristo. Anochece.
EL CONDE, que avanza con lentitud, vacilante, tentando las paredes; después, D. PÍO.
EL CONDE.— Ya lo veo, ya lo veo; es lo único que veis, ojos míos… que estoy de más en el mundo. ¡Pobre Albrit, tu vida termina…! «Imposible, ha dicho esa mujer, imposible…». Y ese imposible cierra todo espacio a la esperanza… Ya no hay esperanza… Vida, te acabaste; alma, vete de aquí… El monstruo me ha negado mi consuelo, me roba el único bien de mi triste vejez… Señor, Dios mío, ¿qué delito he cometido para caerme en este abismo de desolación?… ¡No poder estrechar entre mis brazos a mi hija, a mi Dolly, retoño preciosísimo de mi raza, flor nueva de una familia que no debe extinguirse!… ¡Y se la lleva… se las lleva a las dos, quizás para envilecerlas!… Porque no creo en su arrepentimiento, no. Se siente abrumada por las terribles consecuencias de sus pecados… le duele el mal… y cuando el pecado duele, el pecador llora… Sus clamores quieren decir dolor, opresión, empacho del vicio; mas no quieren decir arrepentimiento. Cuando el glotón se indigesta, maldice la comida; pero pasa el mal y vuelve a comer… No creo en tu enmienda, diablo harto de carne, ni creo que te haya perdonado Dios… No, a Dios no le engañas… ni tampoco al viejo Albrit… ¿Verdad, Señor, que no la has perdonado? (Detiénese bajo un farol y vuelve los ojos al cielo.)
D. PÍO.— (Parado en la acera de enfrente, contemplándole.) ¡Albrit!
EL CONDE.— ¿Quién me llama? Conozco esa voz; es voz familiar.
D. PÍO.— (Acercándose.) Soy Coronado, tu amigo… quiero decir el amigo de usía. (Le abraza.)
EL CONDE.— ¡Ah!, mi único amigo quizás… Ven, acompáñame. ¿En dónde estamos? Mi Jerusa también se vuelve contra mí, y me trastorna con el cariz nuevo de sus calles reformadas.
D. PÍO.— (Guiándole.) Por aquí. Si va usía a la Pardina, entremos por el callejón del Cristo.
EL CONDE.— No sé a dónde voy… ¿Es de noche ya?
D. PÍO.— Sí, señor. Júpiter está encendiendo los faroles.
EL CONDE.— ¿Quién es Júpiter?
D. PÍO.— El farolero, señor. Se llama Jove, Pepe Jove, y yo por broma le llamo Júpiter, aunque más le cuadraría Baco, porque es el primer borracho de Jerusa.
EL CONDE.— (Abismado en sus reflexiones.) ¡Noche triste, más triste que aquella en que nos reunimos en el Páramo! No hay humano juicio que pueda discernir esta noche cuál de los dos es más desgraciado.
D. PÍO.— ¡Ah, señor!, ahora y siempre, Coronado se lleva la palma. Y lo comprendería el señor Conde, si ver pudiera las magulladuras y cardenales de mi cara, donde esas condenadas han escrito esta tarde, con sus uñas, la maldad de sus corazones.
EL CONDE.— ¿Qué me dices?
D. PÍO.— Me han insultado, clavándome sus garras en el rostro; me han herido en la cabeza con una palmatoria… me han tenido todo el día sin comer. Gracias que en casa de un amigo me dieron estos pedazos de pan…
EL CONDE.— ¿Y no las matas? Si malo es ser bueno, peor es no ser hombre.
D. PÍO.— (Con desprecio de sí mismo.) Albrit amigo, yo no soy hombre… yo no sé lo que soy.
EL CONDE.— Mátalas.
D. PÍO.— ¿Matar yo?… Ni un mosquito ha recibido la muerte de mi mano. Que las espachurre Dios si quiere… Y usía, señor D. Rodrigo, tenga la dignación de acabar conmigo esta noche, porque ya no puedo más, ya no aguanto más. Coronado no ha de ver salir el sol de mañana, porque ese sol significaría más vida; significaría luz, aire, sonido, y yo quiero… ver las tinieblas, oír el silencio. (Pateando con desesperación.)
EL CONDE.— Así me gusta. ¿De modo que estás decidido?
D. PÍO.— Tan decidido, que todo lo he dispuesto. Escribí la carta, en la que digo que a nadie se culpe de mi muerte, y no me he vestido de limpio, porque esas bribonas me han empeñado la ropa… ¿Pero qué me importa la ropa, si esta noche he de acabar? Ahora iba yo en busca de usía para que me cumpliera lo ofrecido.
EL CONDE.— (Cogiéndole por un brazo y sacudiéndole con nerviosa fuerza.) Sí… lo haré, lo haré con toda el alma… Me siento esta noche… no sé… me siento criminal.
D. PÍO.— No será un crimen, sino favor.
EL CONDE.— (Con gran vehemencia.) Sí… morirás, Pío; caerás rodando por el cantil… antes de llegar al fondo del abismo, te harás pedazos. Morirás, sí. El hombre extremadamente bueno debe morir. Es una planta viciosa, estéril… Sí, bendito Coronado: verás con qué gracia y con qué denuedo te arrojo a la sombría inmensidad como si lanzara una pelota. Aún tengo vigor para eso y para mucho más…
D. PÍO.— (Tocando las castañuelas.) Ahora mismo, si usía quiere…
EL CONDE.— No, ahora no. Tengo que ver a mi Dolly, a mi adorada Dolly… quiero darla el último adiós, comérmela a besos… sí, lo que se llama comérmela… Abur, Coronado, no me sigas. Puedo andar solo.
D. PÍO.— Espero a Vuecencia…
EL CONDE.— En el Páramo.
D. PÍO.— Más seguro será en las Tres Cruces, al extremo de la calleja que sube a Santorojo, a la entradita del bosque.
EL CONDE.— Bueno… Iré. Déjame ahora.
D. PÍO.— ¿No quiere usía que le acompañe?
EL CONDE.— No… ya estoy cerca.
D. PÍO.— Todo seguido. Allí se ve una luz: es la Pardina… Adiós.
EL CONDE.— Hasta luego. (Renqueando, se pierde en la obscuridad. Después de verle entrar en la Pardina, D. PÍO se aleja.)