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El Abuelo: Escena XII

El Abuelo
Escena XII
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Prólogo
  4. Dramatis Personæ
  5. Jornada I
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
  6. Jornada II
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
  7. Jornada III
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
  8. Jornada IV
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
  9. Jornada V
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
    16. Escena XVI
    17. Escena XVII
  10. Autor
  11. Otros textos
  12. CoverPage

Escena XII

EL CONDE; D. PÍO, sin sombrero, que le ha sustraído el huracán; lleva bufanda al cuello, que se enrosca y desenrosca a cada instante; levitón largo, que se le pone por montera; los pantalones arremangados.

EL CONDE.— (Con voz firme.) ¿Quién es… quién me llama? Si es el viento… perdone, hermano, no llevo suelto.

D. PÍO.— (Que se ve obligado a agarrarse al CONDE para no caer.) Soy yo, señor. ¿No me ha conocido? Soy Pío, el profesor de las niñas.

EL CONDE.— ¡Ah! Coronado… Acabáramos. ¿Y qué traes por estos sitios tan amenos, en noche tan deliciosa?

D. PÍO.— En el momento de encontrar a usía buscaba mi sombrero, que arrebató el viento.

EL CONDE.— Pues no es fácil que te lo devuelva. Si temes constiparte sin sombrero, ponte el mío. En verdad, no me sirve más que de estorbo…

D. PÍO.— Gracias, señor Conde. Estamos en el peor sitio. Agarrémonos bien el uno al otro, y vámonos a lugar más abrigado y seguro… Por aquí, señor… (Se agarran y se internan, alejándose del cantil.)

EL CONDE.— Por lo visto, las revueltas del Páramo te son familiares.

D. PÍO.— Si es mi paseo favorito. Esta soledad, esta aridez, este ruido de la mar me enamoran. Llega para mí un momento, al terminar el día, en que me hastían de tal modo las personas, que me arrimo a los animales; pero me hastían también los domésticos, y busco la compañía de los lagartos, de los saltamontes, de los cangrejos, y de todo lo que más se diferencia de nosotros.

EL CONDE.— Comprendo tu odio al género humano, infeliz Pío. Dícenme que eres muy desgraciado en tu casa.

D. PÍO.— (Llevándole a un sitio resguardado del viento.) Sí, señor. Más de una vez he venido a estos cantiles con el propósito de arrojarme por el más empinado. Pero…

EL CONDE.— Te ha faltado valor.

D. PÍO.— (Candoroso.) Sí, señor… Me faltan ánimos. Esta noche misma llegué decidido, tan decidido, que ya me estaba viendo cenado por los peces; pero en el momento crítico…

EL CONDE.— ¡Matarse, qué locura! Hay que luchar, luchar sin desmayo para aniquilar el mal.

D. PÍO.— (Con tristeza.) ¡Ah!, eso no es para mí. Luche quien pueda. Yo no sirvo; nací para dejar que todo el mundo haga de mí lo que quiera. Soy un niño, señor Conde, y no un niño de raza humana, sino de la raza ovejuna; soy un cordero, aunque me esté mal en decirlo. Nací sin carácter, y sin carácter he llegado a viejo. Permítame que me alabe. Soy el hombre más bueno del mundo; tan bueno, tan bueno, que casi he llegado a despreciarme a mí mismo, y a futrarme, con perdón, en mi propia bondad.

EL CONDE.— Y tuya es una frase que corre como proverbial en Jerusa: «¡Qué malo es ser bueno!».

D. PÍO.— Porque de la bondad me vienen todas mis desgracias… parece mentira. En mí no encuentro fuerza para hacer daño a ningún ser, llámese mosquito, llámese mujer u hombre. Donde yo estoy, está el bien, la verdad, el perdón, la dulzura… y llueven sobre mí las desdichas como si mi bondad fuera un espigón de metal que atrae el rayo… Señor, he llegado a un extremo tal de sufrimiento, que ya no puedo más; quiero arrojar por ese cantil el fardo de mi bondad, que es mi vida. Mi vida, o sea mi bondad, ya me enfada, me apesta, me revuelve el estómago… ¡Váyase a los profundos abismos, bendita de Dios!

EL CONDE.— Ten paciencia, Pío. Si eres tan bueno, Dios te dará tu merecido… Pero si hemos de charlar, desahogando en la confianza y amistad recíprocas las penas de uno y otro, no será malo, bendito Coronado, que me lleves a un sitio cómodo donde pueda sentarme. Por mi nombre te juro que estoy cansado.

D. PÍO.— (Guiándole.) Precisamente llegamos a un recodo donde estaremos a cubierto del vendaval. Entre estas peñas enormes, que parecen dos formidables canónigos con sus sombreros de teja, he descabezado yo mis sueñecitos algunas noches que he dormido fuera de casa. Aquí podemos sentarnos, sobre esta limpia arena llena de caracolitos, y hablar todo lo que nos dé la gana. (Se sientan.)

EL CONDE.— Dime, Pío: ¿al fin se murió tu mujer?

D. PÍO.— (Tocando las castañuelas.) ¡Al fin!, sí, señor. Dos años hace ya que el infierno la quiso para sí.

EL CONDE.— ¡Cuánto habrás padecido, pobre Coronado! De veras te digo que no hay en la sociedad vicio más desorganizador ni de peores consecuencias que la infidelidad conyugal; y cuando ese atroz delito trae el falseamiento de la ley del matrimonio y el fraude de la sucesión, no hay palabra bastante dura para anatematizarlo. Pues bien: aquí donde me ves, yo estoy en el mundo para combatir y anular las usurpaciones de estado civil, producidas por el desacuerdo entre la Ley y la Naturaleza. Nuestros legisladores no han tenido valor para abordar este problema. Yo lo tengo. He declarado la guerra a la impureza de los nombres, y a todas las ilegitimidades producidas por el infame adulterio.

D. PÍO.— (Embobado.) Ya… ¿Y qué hace el señor Conde para…?

EL CONDE.— Por de pronto, descubrirla usurpación… sacarla a la vergüenza pública… ¿Te parece poco? (D. PÍO, ensimismado, no dice nada.) Pero no hablemos ahora de mis cuitas, sino de las tuyas. Tu mujer, según creo, te dejó un mediano surtido de hijas.

D. PÍO.— (Secamente, mirando al suelo.) Seis…

EL CONDE.— Que son seis arpías, según se cuenta.

D. PÍO.— (Con aflicción.) Llámelas usía demonios o fieras infernales, pues arpías es poco. No me tienen ningún respeto, ni viven nada más que para martirizarme.

EL CONDE.— ¡Y lo aguantas! Tu bondad, pobre Coronado, raya en lo inverosímil, porque si no miente el vulgo… permíteme que te hable con una franqueza que resulta tan extremada como tu bondad… tus hijas… no son tus hijas…

D. PÍO.— (Después de una pausa.) Señor, por duro que sea declararlo, yo… En efecto, tan cierto como ésta es noche, esas hijas… no me pertenecen.

EL CONDE.— Y si de ello estás tan seguro, ¿cómo las tienes contigo?

D. PÍO.— Por ley de la costumbre, que es la gran encubridora de las perrerías que hace la bondad. Desde que nacieron las tengo a mi lado. Me quito el pan de la boca para dárselo a ellas… Las he visto crecer, crecer… Lo peor es que de niñas me querían, y yo… ¿para qué negarlo?… las he querido, casi las quiero, no lo puedo remediar… (ALBRIT suspira.) No tengo vergüenza, ¿verdad, señor Conde? No soy digno de hablar con un caballero como usía.

EL CONDE.— Eres un desgraciado, y yo quiero que seamos amigos. Dime otra cosa: esas tarascas, ¿permanecen solteras?

D. PÍO.— Dos casaron con los primeros ladrones del pueblo. A una la abandonó el marido, y está otra vez en mi casa: empina el codo, y me dice las cosas más indecentes que se le pueden decir a un hombre. María y Rosario tienen por novios a dos perdidos: el uno barbero, el otro muy dado al matute. Esperanza es loca por los hombres, y se va tras ellos por las calles y caminos, sin reparar que sean soldados, amoladores o titiriteros, y Prudencia, la más chica, me ha salido un poquito bruja. Echa las cartas, cura por salutaciones… y roba todo lo que puede.

EL CONDE.— (Con piadosa lástima.) No conozco otro ser más dejado de la mano de Dios. Sobre tu bondad caen todas las maldiciones del Cielo. ¿Cómo en tantos años no has tenido un día, una hora de entereza de carácter, para echar de tu lado a esas hembras espúreas que te consumen la vida?

D. PÍO.— No me pida el señor Conde que tenga carácter, que es como pedir a estas peñas que den uvas y manzanas. Soy bueno; me reconozco el mejor de los hombres. En un punto está que uno sea un santo o un mandria. Mi mujer, que de Satanás goce, me dominaba; me hacía temblar con sólo mirarme. Yo hubiera tenido valor delante de una docena de tigres; delante de aquel monstruo no lo tenía. Tan grande como mi paciencia era su liviandad. Me traía los hijos; nacían en casa. Yo le decía verdades como puños; pero no me escuchaba. ¿Qué había de hacer yo con las pobres criaturas, ni qué culpa tenían ellas? ¡No las había de tirar en medio de la calle! Crecían, eran graciosas, se dejaban querer. El tiempo me alargaba la bondad, y yo era más bueno cada día… y me dejaba ir, me dejaba ir… Nunca tuve resolución… Mañana será otro día, decía yo, y, en efecto, señor, todos los días, en vez de ser otros, eran los mismos… El tiempo es muy malo, es como la bondad… Entre uno y otro hacen estas maldades que no tienen remedio.

EL CONDE.— (Meditabundo.) Buen Pío, tu filosofía resulta dañina; tu bondad siembra de males toda la tierra.

D. PÍO.— Déjeme que siga contándole, para que acabe de despreciarme. Lo que sufro con esas culebronas a quienes llamo hijas no hay palabras para decirlo. Ellas me pegan, ellas me insultan, ellas me matan de hambre; ellas gozan con mis dolores, con mi vergüenza… ¡Qué malas, qué malas son! Cada una es un demonio, y juntas el Infierno. Y que no me vale huir de mi casa y abandonarlas, porque salen desaforadas a buscarme, y me cogen, y me llevan por fuerza, y me besuquean y hacen mil carantoñas. Tengo el corazón tan blando, que cuando veo llorar a alguien soy un río de lágrimas. Pues cuando alguna se pone mala, ¡si viera usía lo inquieto y apenado que estoy! Nada, que me falta tiempo para correr a casa del médico, a la botica…

EL CONDE.— Eres cosa perdida. Vas al abismo, buen Coronado.

D. PÍO.— (Agitadísimo.) Lo sé, señor Conde… Por eso pido a Dios que me lleve pronto al Cielo, porque allí, lo que es allí… supongo que podrá uno ser tierno de corazón y de voluntad sin perjudicarse… allí puede uno ser todo amor, sin que le descalabren, le pellizquen y le aporreen.

EL CONDE.— El Cielo, sí. Para ti no hay otro sitio. Aquél es tu mundo, y no debiste, no, Coronado, no debiste venir a éste.

D. PÍO.— (Con desesperación.) ¿Pero acaso yo me he traído?

EL CONDE.— Si no te has traído, puedes volverte cuando quieras. Ahora comprendo la razón y excelente lógica de tus propósitos de suicidio.

D. PÍO.— (Con efusión.) Me suicido porque soy un ángel, y nada tengo que hacer en este mundo.

EL CONDE.— (Indicando la dirección del cantil.) Es verdad… Vete pronto al tuyo, al Cielo. Por hacerme compañía no te entretengas.

D. PÍO.— (Que, sintiendo frío en la cabeza, se la cubre con el pañuelo, y anuda las puntas bajo la barba.) Si quisiera el señor Conde prestarme su pañuelo para sonarme, pues el mío me lo he puesto por la cabeza…

EL CONDE.— Hijo, sí; tómalo y suénate todo lo que quieras… Me parece que debemos continuar andando, porque nos enfriamos. Yo estoy aterido.

D. PÍO.— Como el señor Conde guste. (Levántase y le da la mano.) El viento afloja; ahora se descubre la luna.

EL CONDE.— (Andando los dos del brazo.) Pues en este momento, mi buen Coronado, se me ocurre una idea que puede ser tu salvación. Tú te librarás de todo mal a que tu bondad te ha traído, y yo tendré el gusto de producir en ti el único bien que has disfrutado en tu vida.

D. PÍO.— (Algo inquieto.) ¿Qué idea es esa, Sr. D. Rodrigo?

EL CONDE.— Pues muy sencillo. Tú no tienes valor para lanzarte de este mundo al otro. El valor que a ti te falta, a mí me sobra. Te agarro, te arrojo por el cantil, y al llegar abajo ya eres cadáver y se han acabado tus sufrimientos. (Pausa.)

D. PÍO.— (Que se rasca la cabeza, metiendo la mano por debajo del pañuelo.) Es una idea excelente. Por mi parte, no me opongo… Al contrario… Lo único que temo es que la muerte no sea muy rápida…

EL CONDE.— ¿Pero qué estás diciendo? Morirás en menos de cinco segundos. No, no encontrarás muerte mejor, ya emplees arma, veneno, o el ácido carbónico. Muerte instantánea, súbita entrada en la felicidad, en el Paraíso, de que nunca debiste salir. Si no me engaño, estamos en una parte del cantil que ni de encargo. Aquí la cortadura es vertical, la altura vertiginosa… Con que…

D. PÍO.— (Algo alelado.) Sí, sí… Pero ahora caigo en otro inconveniente, y éste sí que es grave, gravísimo, señor Conde. Como alguien nos habrá visto venir hacia acá, fácil es que acusen a usía de mi muerte; y le metan en la cárcel… y causa criminal al canto, por homicidio, con nocturnidad, alevosía… No, no, señor Conde. ¡Cómo había yo de consentirlo!

EL CONDE.— Nadie nos ha visto, ni es lógico que sospechen de mí… Decídete: ya ves qué fácil, ahora… ¿Oyes la mar que brama, como pidiendo que le arrojen algo con que entretenerse?… Pero hay más, carísimo Pío: figúrate tú el chasco que se llevarán tus hijas cuando vean que ya no tienen a quién martirizar, que se les ha escapado la víctima… ¡ja, ja!… Se revolverán unas contra otras, y furiosas, tirándose de los pelos, se enzarzarán con uñas y dientes…

D. PÍO.— (Riendo.) Sí, sí… y a ver quién les mantiene el pico… ¡Y que van a rabiar poco esas bribonas cuando yo me vaya! ¡Y con qué júbilo les diré yo desde allá: «Fastidiaos ahora, grandísimas puercas…!». Por supuesto, créame el Sr. D. Rodrigo, al recibir la noticia de que me ha tragado la mar, llorarán… porque, en medio de todo, me quieren… a su modo.

EL CONDE.— Y tú a ellas también. Remachas tu bondad con el tremendo deshonor de amarlas. Para poner fin a tanta ignominia es preciso… (Le agarra fuertemente por la cintura.)

D. PÍO.— (Riendo, para disimular su temor.)

Otro día, señor Conde, otro día… Esta noche me encuentro algo destemplado.

EL CONDE.— (Soltándole.) Como tú quieras.

D. PÍO.— (Alejándose del cantil.) No podemos, no podemos tomar esa determinación sin que yo escriba un papel en que diga que sucumbo de motu proprio.

EL CONDE.— Bien. No está de más hacer las cosas con la preparación y formalidad debidas.

D. PÍO.— (Gravemente.) Otra noche, después de disponerlo todo muy bien, nos reuniremos aquí.

EL CONDE.— Pues mira, ahora me alegro de que se quede la función para otra noche, porque así podrás darme algunas informaciones acerca de mis nietas… Dime: ¿en dónde estamos ya?

D. PÍO.— Cerca del Calvario, en el lindero del bosque.

EL CONDE.— Pues al pie de la cruz echaremos otra sentada… Me harás el favor de decirme…

D. PÍO.— Todo lo que el señor Conde quiera. (Despéjase un poco el cielo, y a la claridad de la luna andan los dos ancianos con menos lentitud. Llegan al Calvario, y se sientan en la meseta de granito que sustenta las cruces.)

EL CONDE.— Muy bien estamos aquí… Hablemos de Nell y Dolly. Dime, ante todo: ¿tú te sientes con el saber, con la suficiencia necesaria para instruir a mis nietas? ¿Te reconoces verdadero maestro de lo que ellas ignoran?

D. PÍO.— Señor Conde, yo…

EL CONDE.— Nada, nada: deja a un lado el amor propio, y respóndeme. Olvídate de quién soy y de quién eres. Somos dos amigos.

D. PÍO.— (Olvidando las categorías.) Pues amigo Albrit, diré a usted… digo a usía que, tan cierto como ese astro es luna, yo no sé una palabra de nada. Sabía, sí, sabía mucho, aunque me esté mal el decirlo; pero las desgracias me han desconcertado horriblemente el magín. Mi memoria es un desván lleno de telarañas. Subo a él en busca de mi sabiduría, y sólo encuentro retazos deshechos, trastos inútiles… Y como soy hombre de conciencia, más de una vez le he dicho a D. Carmelo que busque otro preceptor para las niñas… Una sola ciencia, o arte más bien, conservo en mi caletre. Es lo único que me queda en esta dispersión tristísima de mis conocimientos.

EL CONDE.— ¿Qué es?

D. PÍO.— Pues la Mitología. Todo lo he olvidado, menos el admirable y poético simbolismo de los griegos… Es raro, ¿verdad? ¿Y a qué debo atribuir que se agarre a mi entendimiento la dichosa Mitología? Pues lo atribuyo a que en ella todo es falso. En conciencia, señor Conde, yo declaro que no puedo enseñar a las niñas más que dos cosas: la reforma de letra, por Torío, y la fábula mitológica.

EL CONDE.— Ya no tendrás que enseñarles nada, bendito Coronado… Y ahora, vamos a mi asunto: tú que las has tratado íntimamente, tú que has vivido en contacto con sus inteligencias en capullo, con sus corazones virginales, dime: ¿cuál de las dos te parece más noble, más moralmente bella, más digna de ser amada?

D. PÍO.— (Meditabundo.) No es tan fácil determinar…

EL CONDE.— Porque iguales no han de ser. En la Naturaleza no hay dos seres enteramente iguales.

D. PÍO.— Igualdad, en efecto, no hay. Los caracteres son distintos. Vaya usted a saber si salen al padre, a la madre, o a los abuelos…

EL CONDE.— Yo quiero que designes la mejor. Figúrate que una ley ineludible te obliga a tomar una y a sacrificar la otra. (D. PÍO se muestra sorprendido y confuso.) Hazte cuenta de que no hay más remedio, de que no puedes evadir el dilema terrible.

D. PÍO.— (Rascándose la cabeza.) ¡Vaya un compromiso! Pues si la cosa es tan por la tremenda, si no hay más solución que escoger una… (Decidiéndose, tras larga vacilación.) Pues… con todas sus travesurillas, con toda su inquietud diablesca, y, si se quiere, desvergonzada, la preferida es Dolly.

EL CONDE.— ¿Y en qué te fundas para tu preferencia?

D. PÍO.— (Lleno de confusiones.) No sé… Hay algo en Dolly que me parece superior a cuanto vemos en el mundo. O mucho me equivoco, señor de Albrit, o la engendraron los ángeles.

EL CONDE.— (Gozoso de encontrar una afirmación.) Mi Rafael era un ángel. Soy de tu opinión con respecto a Dolly, agudísimo Coronado. Veo que tu inteligencia sabe penetrar en la razón y fundamento de las cosas. Y me figuro que tu juicio se funda en observaciones…

D. PÍO.— (Con inocencia angelical.) Sí, señor… también. Cuando estuvo aquí toda la familia dos años ha, observé en el señor Conde de Laín la misma preferencia.

EL CONDE.— (Excitado.) ¿De veras?… ¿Qué me dices?

D. PÍO.— Cuando paseaban, que era las más de las tardes, Dolly iba colgadita del brazo de su papá.

EL CONDE.— ¡Oh, Coronado ilustre, qué consuelo me das!

D. PÍO.— (Apoyándose en la rodilla de ALBRIT.) Y Nell del de su madre. D. Rafael idolatraba a Dolly.

EL CONDE.— ¿Dices que hace dos años?

D. PÍO.— Y antes lo mismo. Después no volvió por aquí.

EL CONDE.— (Animadísimo.) Pío, gran Pío, abrázame. La concordancia de tus ideas con las mías me llenan de júbilo.

D. PÍO.— (Con desaliento.) El señor Conde es feliz. Sus nietas le adoran y le dan mil consuelos. Yo, en cambio, tengo el Infierno en mi casa.

EL CONDE.— (Gozoso.) Respira, hijo. Tus infortunios concluirán pronto, gracias a mí, y te hartarás de bienaventuranza, y tu bondad podrá explayarse, ser eficaz, y servir de ejemplo en el Cielo mismo.

D. PÍO.— (Sorprendido de la animación de su amigo.) Parece que está contento el señor Conde.

EL CONDE.— Sí… ¡Siento en mí una alegría…! Me río de pensar en la cara que pondrán Gregoria y Venancio cuando me vean entrar. Esta noche cenarás conmigo.

D. PÍO.— (Suspirando.) Bueno: así entraré más tarde en casa. Cuando llegue a las tantas, y cenado, será ella.

EL CONDE.— Te acompaño, ¿quieres?, y armados los dos con buenas estacas, daremos un recorrido a las bribonas de tus hijas.

D. PÍO.— (Contagiado del humor festivo del CONDE.) Por Saturno, padre de los dioses, señor, que eso sería un lindo paso. Pero ¡ay, cómo se vengarían después las muy perras!

EL CONDE.— (En vena de hilaridad.) ¡Y ese bon vivant de Carmelo, y el médico, que creen haberme dejado preso en los Jerónimos, figúrate la cara que pondrán…!

D. PÍO.— (Tocando las castañuelas.) Sí, sí: estará bueno el sainete.

EL CONDE.— (Impaciente.) Vamos, vamos, que ya es hora de que nos riamos tú y yo, para desenmohecer nuestros espíritus, quitándonos las murrias de esta noche lúgubre… Bendito Coronado, padre general de los pelmazos, compendio de todos los males que acarrea la bondad, ya mereces la alegría… Vena a mi casa…

Se agarran del brazo, y apoyándose el uno en el otro, se dirigen con incierto paso a la Pardina.

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