Skip to main content

El Abuelo: Escena VIII

El Abuelo
Escena VIII
    • Notifications
    • Privacy
  • Project HomeBenito Pérez Galdós - Textos casi completos
  • Projects
  • Learn more about Manifold

Notes

Show the following:

  • Annotations
  • Resources
Search within:

Adjust appearance:

  • font
    Font style
  • color scheme
  • Margins
table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Prólogo
  4. Dramatis Personæ
  5. Jornada I
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
  6. Jornada II
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
  7. Jornada III
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
  8. Jornada IV
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
  9. Jornada V
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
    16. Escena XVI
    17. Escena XVII
  10. Autor
  11. Otros textos
  12. CoverPage

Escena VIII

EL CONDE y VENANCIO. Larga pausa. EL CONDE inclina la cabeza sobre el pecho y se cubre los ojos con la mano. VENANCIO permanece en pie, a bastante distancia, contemplándole.

EL CONDE.— (Alzando la cabeza y llevándose la mano al pecho, en que siente opresión.) ¡Ay, Venancio! La emoción que he sentido al entrar aquí, no me deja respirar… (VENANCIO suspira y calla.) No creí volver a verte, casa mía, casa bendita de mis mayores, de mi madre… No esperaba recibir en mi alma esta ola de vida, formada por los recuerdos, embate de calor y de salud, que al pronto reanima al ser caduco; pero después… mata, sí, mata. La memoria me abruma, el sentimiento me ahoga… (Vuelve a pasarse la mano por los ojos.) No debí venir, no, no.

VENANCIO.— Señor, los recuerdos de la Pardina serán gratos para Vuecencia.

EL CONDE.— (Señalando a la derecha.) En esa alcoba nací yo… En ella nació también mi madre, y en la de arriba murió… No sé si es que me engaña mi poca vista; paréceme que nada ha variado, que los muebles son los mismos… ¡Qué ilusión!

VENANCIO.— Poco hemos cambiado. Se conserva todo a fuerza de cuidado y aseo.

EL CONDE.— (Con profunda tristeza.) Aquí pasé mi infancia, al lado de mi madre, que enviudó a los pocos días de mi nacimiento… Heredero de los Condados de Albrit y de Laín, ¡cuántas veces, joven, en la plenitud de la vida, y con todo el verdor de las ilusiones fomentadas por la grandeza de mi linaje; cuántas veces, solo, con mi esposa, o con mis amigos, vine a pasar alegres temporadas en la Pardina! En aquel tiempo tú eras un niño. Tus padres, y otros padres de gentes ingratas que andan por esos mundos en diferentes oficios, eran entonces mis servidores. En mí veíais al señor, al rey de la Pardina, y hasta cierto punto, al amo de toda Jerusa… Pasó tiempo; creció mi hijo Rafael. Correspondiéronle por muerte de su madre, y según el fuero de Laín, este Condado y esta casa… Yo volví a la Pardina: ya no era el señor; mas era el padre del señor, y tú, ya grandecito, y los demás servidores de esta antigua casa, me mirabais con respeto, con cariño, con veneración. El Conde de Albrit, poderoso todavía, os remuneraba vuestros servicios con la noble largueza que era en él habitual.

VENANCIO.— Siempre fue Vuecencia el primer caballero de España.

EL CONDE.— (Con melancólica dignidad, levantándose.) Pues hoy, el primer caballero de España, el generoso y grande, viene a pedirte hospitalidad. Vicisitudes y trastornos que no quisiera recordar, esta revolución crónica que hace y deshace los Estados y las familias, y todo lo trueca y baraja, te han dado a ti la propiedad de la Pardina. En ella entro yo a pedirte albergue, no como señor, sino como desvalido sin hogar, abandonado de todo el mundo. Si me la das, ya sabes que has de hacerlo por pura caridad, no por remuneración ni recompensa. Soy pobre; todo lo he perdido.

VENANCIO.— El señor Conde viene siempre a su casa, y nosotros, hoy como ayer, somos sus criados.

EL CONDE.— (Se sienta.) Gracias… Te lo digo tranquilo y sin ninguna afectación, pues con la realidad no caben juegos de retórica. He llegado a los escalones más bajos de la pobreza; pero por mucho que descienda, no he llegado ni llegaré nunca al deshonor. Fuera de la decadencia material, soy y seré hasta el último día lo que fui.

VENANCIO.— Y yo igualmente, hoy como ayer, servidor humilde del señor D. Rodrigo.

EL CONDE.— Te lo agradezco, créeme que te lo agradezco en el alma… Pero… bien mirado, es tu obligación, y cumples como cristiano. Todo lo que eres y todo lo que tienes, me lo debes a mí.

VENANCIO.— Sin duda.

EL CONDE.— No haces nada de más en ampararme… en ver en mí a tu señor, y en respetar, no sólo mi nombre y mi historia, sino mi ancianidad, mis achaques… Las desgracias, hijo mío, me han hecho algo quejumbroso, algo impertinente. Mi genio altivo se exacerba cada día más con la pérdida de la vista… No puedo sofocar mis ímpetus de absolutismo, de persona acostumbrada a mandar.

VENANCIO.— Bien, señor.

EL CONDE.— Y a ser obedecida.

VENANCIO.— También tengo el hábito de la obediencia… Y ante todo, señor, ¿en qué aposento quiere vuecencia dormir?

EL CONDE.— Arriba, en la alcoba que fue de mi madre.

VENANCIO.— (Contrariado.) ¿La que da al pasillo grande? La tenemos llena de trastos.

EL CONDE.— Pues sacas los trastos y me metes a mí.

VENANCIO.— Señor, es un trastorno…

EL CONDE.— (Sulfurándose ligeramente.) ¿Ya empezamos?

VENANCIO.— La hemos convertido en secadero: allí colgamos las judías…

EL CONDE.— (Sulfurándose más.) Pon las judías en otra parte. ¿Vale tan poco mi persona que no merece… una molestia insignificante de las señoras hortalizas?

VENANCIO.— (Sin acabar de resignarse.) Bien, señor… Ello es que…

EL CONDE.— ¿Todavía refunfuñas? Debiste, desde que te lo dije, asentir con delicadeza obsequiosa. ¿Será preciso que te lo mande?… Por poco me apuras (golpeando el brazo del sillón.) ¡Oh, triste cosa es para mí ser huésped de mis inferiores! Venancio, quiero someterme al destino, quiero olvidarme de mí mismo, y no puedo, no puedo. La autoridad es esencial en mí. Por Cristo, súfreme o arrójame de mi casa, quiero decir, de la tuya.

VENANCIO.— Eso no… (Viendo venir al CURA.) Ya tiene aquí a su amigo D. Carmelo.

Annotate

Next / Sigue leyendo
Escena IX
PreviousNext
Powered by Manifold Scholarship. Learn more at
Opens in new tab or windowmanifoldapp.org