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El Abuelo: Escena I

El Abuelo
Escena I
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Prólogo
  4. Dramatis Personæ
  5. Jornada I
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
  6. Jornada II
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
  7. Jornada III
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
  8. Jornada IV
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
  9. Jornada V
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
    16. Escena XVI
    17. Escena XVII
  10. Autor
  11. Otros textos
  12. CoverPage

Escena I

Sala baja en la casa del SEÑOR ALCALDE DE JERUSA, D. JOSÉ MARÍA MONEDERO, decorada con lujo barato, en toda la plenitud de la cursilería con dinero. Cubren las paredes paisajes al óleo, de los que en parejas, con marco y todo, se venden al aire libre en las calles céntricas de Madrid, obra de artistas desdichados. Hacen juego con estos mamarrachos, cromos de cacerías o de revistas navales, figuras de bazar, fruslerías bordadas, mil laborcillas fáciles de mujer, de esas cuya explicación y dibujo traen en su sección de recreos útiles los periódicos de modas. Flores de trapo, en tiestos de cartón, exhalan en los ángulos su fragancia de cola y tintes descompuestos. Piano desafinado, musiquero, retratos prendidos en esterillas japonesas, redoma con peces.

NELL y DOLLY; LUCRECIA, CONDESA VIUDA DE LAÍN. Es mujer hermosa, de treinta y cuatro años, del tipo que comúnmente llamamos interesante, mezcla feliz de belleza, dulzura y melancolía; castaño el cabello, el rostro alabastrino, de un perfil elegante, precioso modelo de raza anglo-sajona, recriada en América. Sus ojos son grandes, obscuros, con ráfagas de oro, y el mirar sereno y triste, como de tigre enjaulado que dormita sin acordarse de que es fiera. En su talle esbelto se inicia la gordura, fácil de corregir todavía con la ortopedia escultórica del corsé. Viste con elegancia traje de luto. En su habla, apenas se percibe el acento extranjero.

LUCRECIA.— (Abrazando y besando a las niñas.) Hijas mías, no me harto de besaros. ¿Teníais ganitas de verme?

NELL.— Figúrate…

DOLLY.— Hemos venido a la carrera… ¡Cuánta gente! Creí que no podíamos entrar, y que nos atropellaban los coches.

LUCRECIA.— ¡Qué fastidio! Vengo a Jerusa sólo por ver a mis niñas, y me encuentro con este horrible entorpecimiento del entusiasmo público.

NELL.— Mamá, la gratitud del pueblo…

LUCRECIA.— Creed que he pasado un sofoco y una vergüenza…

DOLLY.— Te quieren.

LUCRECIA.— Demostraciones tan molestas como ridículas. ¿Y a mí, por qué me aclaman?… En fin, ya hemos pasado el mal rato de la entrada triunfal… (Mirándolas cariñosamente.) Estáis muy bien… las caras tostaditas. Eso quiero: que se os ponga la tez como de manzanas pardas, señal de salud y de buena sangre…

NELL.— Mamá, tú sí que estás guapísima.

LUCRECIA.— (Besándolas otra vez.) Vosotras, mis ángeles salvajitos, sí que sois bellas y buenas, y… (La interrumpe la ALCALDESA entrando de improviso.)

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