Escena II
EL CONDE, EL CURA, EL MÉDICO y DOLLY.
DOLLY.— (Quitándose el sombrero.) Aquí me tienen otra vez.
EL CURA.— ¿Y tu mamá, está mejor?
DOLLY.— Un poquito más sosegada. (Al CONDE.) Como no podemos atender a las dos casas a un tiempo, hemos determinado partirnos.
EL CONDE.— (Con alborozo.) ¿Os partís?… De eso hablábamos, hija mía.
DOLLY.— Allá se queda Nell con mamá, y yo me vengo a la Pardina para cuidarte a ti.
EL CONDE.— ¿Lo veis? Su grande inteligencia, sin ninguna sugestión de mi parte, percibe y pone en ejecución la componenda lógica.
EL CURA.— Yo dudo que…
EL CONDE.— (Inquietísimo.) ¿Dudas?… Oh, Carmelo, no me quites la esperanza, no aumentes mi congoja. ¿Te ríes?
EL CURA.— Sr. D. Rodrigo de mi alma, ni he dicho nada, ni me he reído, ni haré más que cumplir fielmente sus órdenes. Vuelvo allá.
EL CONDE.— (Desconcertado, variando de pensamiento.) No, no vayas; aguarda… Sí, sí, vete y dile…
EL CURA.— ¿En qué quedamos?
EL CONDE.— (Decidiéndose.) En que vas. Pero te limitas a anunciarle que yo la visitaré hoy mismo para tratar con ella de un asunto de familia. Cosas tan delicadas no puedo fiarlas a nadie. Tete a tete la pantera y el león, yo propondré…
EL CURA.— Y puede que la convenza, sí, señor… Hay panteras razonables. (Se aparta y habla con DOLLY.)
EL MÉDICO.— (Despidiéndose.) Luego volveré. Supongo que seguirá usted en la Pardina.
EL CONDE.— De ningún modo. No me faltará hospitalidad en cualquiera de las casas de labor, o de las cabañas que fueron mías. En Forbes, en Polán y Rocamor, todos mis antiguos colonos están deseando que el viejo Albrit llegue a su puerta, pidiéndoles un pedazo de pan y un albergue humilde. Verdad que en ninguna de estas casas hallaré las comodidades de la Pardina. Pero no me importa; prefiero guarecerme en la última choza de pastores a soportar aquí la estolidez egoísta de estos ingratos. A otra parte con mis huesos. Iré de puerta en puerta, con la esperanza de encontrar un corazón noble, un alma cristiana…
EL CURA.— Bueno; pues… ya vendré con la respuesta.
EL CONDE.— Aquí te aguardo.
EL MÉDICO.— Hasta luego.
EL CURA.— (Aparte al MÉDICO, retirándose ambos.) Al fin, nuestra pobre fiera apencará con Zaratán.
EL MÉDICO.— ¡Sí es lo mejor!
EL CURA.— ¡Lo único, señor, lo único! (Salen hablando.)
DOLLY.— Abuelito, tengo que decirte una cosa. Que te quiero mucho, mucho.
EL CONDE.— (Con viva ternura, abrazándola.) ¡Corazón grande!
DOLLY.— Y vas a saber otra cosa.
EL CONDE.— (Poniendo el oído.) ¿Es también secreta?
DOLLY.— (Amorosa.) Sí, muy reservada… Que no se entere nadie. Quiero seguir tu suerte. Si pasas trabajos, yo también… Si vas de puerta en puerta, como dices, también yo… Yo contigo, siempre contigo.
EL CONDE.— (Con intensa emoción.) ¡Señor, qué alegría!… ¡Compensación hermosa de mis infortunios! Todo lo que padecí, quebrantos de fortuna, humillaciones, pérdida de seres queridos, se contrapesa con este inmenso galardón de tu cariño, que Dios me da sin yo merecerlo… (Abrazándola y besándola con efusión.) ¿Pues qué merezco yo, que nada soy, que nada valgo ya?… Dios da la bienaventuranza en esta vida, ya lo veo… a mí me la da. No necesita uno morirse, no, para entrar en el Cielo… (Pausa.)
DOLLY.— En la prosperidad o en la desgracia, abuelito, tu Dolly no te abandonará.
EL CONDE.— (Con majestuosa solemnidad, levantándose.) Y yo, por el nombre de Albrit, por los gloriosos emblemas de mi casa, por todos y cada uno de los varones insignes y de las santas mujeres que de ella salieron, asombro y orgullo de las generaciones; por la conciencia del honor y de la verdad que Dios puso en mi alma, por Dios mismo, juro que antes me harán pedazos que arrancar de mi lado a la que es luz, consuelo y gloria de mi vida.