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El Abuelo: Escena III

El Abuelo
Escena III
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Prólogo
  4. Dramatis Personæ
  5. Jornada I
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
  6. Jornada II
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
  7. Jornada III
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
  8. Jornada IV
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
  9. Jornada V
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
    16. Escena XVI
    17. Escena XVII
  10. Autor
  11. Otros textos
  12. CoverPage

Escena III

Tocador de la ALCALDESA.

LUCRECIA, DOLLY y NELL; una criada extranjera que ayuda a vestir a su ama y no habla; después la ALCALDESA.

LUCRECIA.— ¡Qué descanso! Solas un momento. Prefiero una enfermedad a los entusiasmos de Jerusa.

NELL.— Mamá, es que te quieren.

LUCRECIA.— Sí, sí: cariños que reclaman la fuga inmediata, como quien escapa de una epidemia. Es violentísimo tener que mostrar gratitud ante estas mojigangas.

DOLLY.— Mamá, ten paciencia.

LUCRECIA.— (Bajando la voz.) Lo mismo que soportar las amabilidades de estos pobres cursis… Son muy buenos, lo reconozco… y les aprecio verdaderamente. Pero en Jerusa no quiero ver a nadie más que a vosotras.

NELL.— Mamá, ¿cuándo nos llevas contigo?

LUCRECIA.— (Meditabunda.) No sé… Tal vez muy pronto. Depende de circunstancias eventuales…

DOLLY.— (Vivamente.) Mamá, ¿no sabes? Ha llegado el abuelito.

LUCRECIA.— (Disimulando su disgusto, que sólo se trasluce en rápidos destellos de sus pupilas rasgueadas de oro.) Ya, ya lo sé… Llegó esta mañana. ¿Y qué? Tan gruñón y desabrido como siempre.

NELL.— A nosotras nos quiere mucho.

DOLLY.— Irás a verle…

LUCRECIA.— Sin duda. Ya sé que hoy come con D. Carmelo… ¿Y con vosotras ha estado muy expansivo? ¿Qué hacíais cuando llegó?

NELL.— Le encontramos en el bosque. Primero tuvimos mucho miedo, porque no le conocíamos.

LUCRECIA.— Y después de conocerle, más.

NELL.— No, no: el pobrecito no acababa de hacernos cariños. Nos da mucha lástima de verle tan agobiado, viejecito, casi ciego.

LUCRECIA.— Y en el camino del bosque a la Pardina, ¿no habló con nadie? ¿No le salió al encuentro alguna persona conocida?

DOLLY.— Sí, mamá: SENÉN.

LUCRECIA.— (Disgustada.) Ya me han dicho que está aquí ese tábano. El tal marea… y pica. Os recomiendo el menor trato posible con él.

LA ALCALDESA.— (Entrando.) Cuando usted quiera.

LUCRECIA.— Ya estoy.

LA ALCALDESA.— (Llevándola a la ventana, y mostrándole al Alcalde, que en la calle habla con un joven.) Vea usted, Lucrecia, los apuros que pasa mi esposo por defenderla a usted de impertinencias. Ese con quien habla es Pepito Cea, el periodista de Jerusa, que quiere colarse aquí para celebrar con usted una interview.

LUCRECIA.— ¡Una interview!… ¿Pero está loco ese hombre?

LA ALCALDESA.— Mire usted… mire usted a José María, más colorado que un pavo… Parece que quiere romperle el bastón en la cabeza… Ahora le coge de las solapas… Al fin parece que le convence.

LUCRECIA.— ¿Pero qué quiere preguntarme ese tipo, ni qué tengo yo que decirle?

LA ALCALDESA.— Pues nada: a qué hora entró en el tren; si le gustó el paisaje; si le prueba bien Jerusa; si quedó contenta de la ovación o le ha parecido poca, y, por fin, cuál es su actitud en el asunto de la Cámara de Comercio, es decir, si apoyará a raja-tabla en Madrid las pretensiones de esta villa.

LUCRECIA.— ¡Dios me ampare!

LA ALCALDESA.— (Mirando.) Ya, ya le ha despachado. Allá va el pobre Cea con viento fresco. Pondrá esta noche las paparruchas que le habrá encajado José María… Que usted adora al pueblo; que ha venido muy cansada y con dolores de reuma, y que se desvivirá por conseguirnos lo de la Cámara de Comercio, apabullando a los de Durante… Ya entra mi marido. Bajemos al comedor.

LUCRECIA.— (Salen las dos señoras, enlazadas del brazo; las niñas delante.) Es delicioso. Pero no me hace ninguna gracia que ponga ese majadero la noticia falsa de mi reumatismo. Es una enfermedad que me desagrada más que otras, porque, no siendo grave, hace engordar.

LA ALCALDESA.— (Bajando la escalera.) Es muchacho fino, y dirá que está usted nerviosa.

LUCRECIA.— ¡Menos mal!

En la puerta del comedor encuentran al señor ALCALDE, que ofrece su brazo a la CONDESA. Sofocado, aunque de buen humor, da cuenta del gracioso quite con que logró evitar la formidable tabarra con que les amenazaba el audaz foliculario. Debe decirse, tributando a la verdad los honores debidos, que fue excelente y copiosa la comida, feliz combinación del estilo de fonda y del arte casero en casa rica; el servicio atropellado y lento, pues las pobrecitas criadas no acertaban a desenvolverse en aquel mete-y-saca y quita-y-pon de platos, fuentes y salseras. Sentáronse a la mesa, a más de la CONDESA y sus hijas y los dueños de la casa, los dos niños de éstos, escolares escogidos que se hallaban en plena edad del pavo, y eran de lo más desaborido que en tan lastimosa edad comúnmente se ve. De personas extrañas sólo había una, la que toda Jerusa conocía por CONSUELITO, de apodo la Solitaria, prima del ALCALDE, viuda rica sin hijos, que en investigar vidas ajenas se pasaba mansamente la suya, y era, por tanto, un viviente archivo de historias, enredos y chismes. Amenizó el señor ALCALDE la comida con un jaquecoso disertar sobre las mejoras pasadas, presentes y venideras de Jerusa, y a nadie dejaba meter baza. Pugnaba su esposa por intercalar observaciones finas en medio de la gárrula oratoria del buen Monedero; pero rara vez vio coronado por el éxito su laudable propósito. Cuando servían el café (que, entre paréntesis, llegó a la mesa mal hecho, recalentado y frío), entraron a saludar a la CONDESA el señor CURA, que ya la había visto, y SENÉN, que aún no había tenido el honor de besarle la mano.

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