Escena VIII
LUCRECIA, EL CONDE.
EL CONDE.— Siento infinito molestar a una persona que, según me dicen, no está bien de salud.
LUCRECIA.— (Que permanece en pie.) Me siento mejor. Tome usted asiento.
EL CONDE.— ¿Y usted en pie?
LUCRECIA.— (Un tanto cohibida.) Como por encanto se me ha quitado la pereza. Ya sabe usted que estos arrechuchos nerviosos… la epidemia de las señoras… de improviso nos acometen y de improviso también se nos pasan.
EL CONDE.— (Suspicaz.) Lo celebro mucho.
LUCRECIA.— Enfermamos como heridas del rayo, y basta una vibración del aire para ponernos buenas. De la espantosa crisis sólo me queda cierta alegría interna, y un deseo ardientísimo, irresistible…
EL CONDE.— (Suspenso.) ¿Qué…?
LUCRECIA.— El deseo de besarle a usted la mano… (Se arrodilla y le besa la mano una y otra vez.) y de pedirle perdón por las injurias que aquel día triste le dirigí.
EL CONDE.— (Queriendo levantarla.) Lucrecia… ¿qué es esto?… (Por un momento cree que es burla; pero no tarda en advertir la sincera emoción de la dama.)
LUCRECIA.— Mi única pena es que usted sospechará quizá… que le engaño.
EL CONDE.— No, no; creo que es verdad…
LUCRECIA.— (Que se levanta, enjugando sus lágrimas.) Necesito explicar a usted cómo ha venido esta crisis… sacudimiento moral, revolución de todo mi ser… (Se sienta. Su lenguaje es cortado, febril.) Los temblores de tierra trastornan el suelo… Una catástrofe horrible en mis sentimientos me ha trastornado a mí, me ha hecho morir y revivir en menos de dos días… ¿Es esto nuevo? Yo creo que no. Ha ocurrido mil veces… Fácilmente lo comprenderá usted… Un desengaño de los que anonadan… la perfidia de un hombre… tempestades del alma que todo lo destruyen y todo lo iluminan. Mi dolor ha sido como un incendio entre las ruinas… He visto mi conciencia… la he visto. Ya sé que no debo ser la que he sido, y estoy decidida a ser otra.
EL CONDE.— ¡Bendito desengaño, bendita convulsión del alma, que trae el arrepentimiento!
LUCRECIA.— Pero el arrepentimiento, lo reconozco, necesita probarse. Por eso digo: «Espere usted y verá…».
EL CONDE.— (Gozoso.) Pues lo veremos… y pronto… Si el arrepentimiento es verdad, nos lo dirán los hechos.
LUCRECIA.— Y aguardando confiada los hechos, he querido dar a mi enmienda una sanción soberana, una garantía que asegure mi convicción y la de los demás. (Pausa.) Hoy he confesado con el Padre Maroto.
EL CONDE.— (Gratamente sorprendido.) ¡Ah!… ya me dijo la niña que estuvo aquí el Prior… Mas no sospeché…
LUCRECIA.— No tenía sosiego, no podía vivir mientras no descargara mi alma de la horrible balumba… ¡Qué alivio, qué consuelo!
EL CONDE.— Me da usted una grande alegría… Por de pronto, ¡qué situación tan distinta de aquélla… la última vez que hablamos en la Pardina!
LUCRECIA.— En efecto, yo he variado radicalmente.
EL CONDE.— Yo también.
LUCRECIA.— ¿Usted? ¡Ah!, sí, se ha despejado su razón, y ya no piensa en hacerme las terribles preguntas que en aquella conferencia me hizo.
EL CONDE.— Mi razón no ha estado nunca turbada. ¿Y por qué no había de repetir yo en esta ocasión la pregunta que usted llama terrible? Ya no lo es. Su estado de conciencia facilita la respuesta, que sería la confirmación de lo que sospecho, de lo que sé… porque al fin, Lucrecia, he podido descubrir…
LUCRECIA.— (Con serena frialdad.) Hoy no puedo incomodarme, señor Conde. No abuse usted de que estoy desarmada…
EL CONDE.— Incomodarse…, ¿por qué?
LUCRECIA.— Porque viene usted a remover en mi corazón heces muy amargas, a trastornar de nuevo mi espíritu, queriendo penetrar los misterios más profundos del alma y de la Naturaleza… Eso, señor mío, eso que aun de nosotras mismas quisiéramos recatar, porque el pensarlo sólo nos avergüenza, eso, a que no doy nombre, porque si lo tiene yo lo ignoro… (con solemnidad) ya lo he dicho a Dios, único a quien debo decirlo… Y crea usted que, para expresarlo, he tenido que violentar mi voluntad de un modo espantoso. Todo el que no sea Dios es un extraño, es un profano, sin derecho ninguno a recibir declaración tan grave. Ni una palabra más. (Pausa.)
EL CONDE.— (Gravemente.) Sea. Ni una palabra más. Reconozco la extremada delicadeza del asunto, y no puedo menos de respetar el sosiego reparador en que hoy se halla su espíritu. No insisto. Ni es justo que la martirice exigiéndole una manifestación dolorosa, toda vez que lo que usted había de decirme… ya lo sé.
LUCRECIA.— (Desconcertada.) ¡Qué lo sabe!
EL CONDE.— Sí. (Pausa. Ambos se miran.)
LUCRECIA.— Pues si lo sabe, es más generoso no preguntármelo.
EL CONDE.— (Muy tranquilo.) Es verdad. A generoso no me gana nadie. Ahora conviene que haga usted alarde de hidalguía, Lucrecia. Si le satisface que crea yo en su arrepentimiento, empiece usted por ser magnánima, aceptando la proposición que voy a hacerle.
LUCRECIA.— ¡Proposición!
EL CONDE.— No he venido a otra cosa. Su conformidad con mi deseo establecerá la concordia inalterable de nuestras almas… En suma, quiero que partamos el bien que Dios nos ha dado: las niñas. Una para usted, la otra para mí.
LUCRECIA.— (Con profunda intención, que disimula.) ¡Para usted!… (Pausa.) ¿Cuál?
EL CONDE.— Acceda usted a la partición, y después escogeré. ¿A las dos quiere usted lo mismo?
LUCRECIA.— Lo mismo: son mis hijas.
EL CONDE.— Yo no puedo decir lo propio: las dos no son mis nietas.
LUCRECIA.— (Con temor.) Otra vez la tremenda interrogación.
EL CONDE.— Otra vez, y siempre… Llévese usted a una de las dos, y déjeme a mí la otra, la que yo quiera.
LUCRECIA.— ¡Dejarla aquí, en poder de usted, y sola con usted! Señor Conde de Albrit, eso es imposible. Además, me hace falta el amor de mis hijas.
EL CONDE.— (Fríamente.) Y a mí el de mi nieta. Tengo derecho a ese consuelo.
LUCRECIA.— Hoy es indispensable que las dos estén a mi lado, por muchas razones. No sólo debo atender a su porvenir, sino a la salud de mi alma, a mi corrección, en una palabra. Como las plantas necesitan aire y luz, yo necesito el cariño de esas dos criaturas, que fundiré en un solo cariño.
EL CONDE.— (Vivamente.) No son iguales para usted.
LUCRECIA.— (Con firmeza.) Lo son… Otra vez clava usted los ojos de su alma en lo que para usted será siempre tremendo enigma… Son iguales, y si no lo fuesen, yo haré que lo sean. Por nada de este mundo me separo de ellas.
EL CONDE.— (Con desconsuelo.) ¿Y yo…?
LUCRECIA.— En ninguna situación será el Conde de Albrit un extraño para mí. Nell y Dolly vendrán conmigo a verle… en la temporadita de verano… y usted, como ahora, a las dos las querrá por igual… por igual. Esa es condición indispensable para la concordia de nuestras almas, de que usted me hablaba. Dejemos el misterio allá, ante Dios que lo ve, y atengámonos a la realidad… convencional, a la realidad de la ley.
EL CONDE.— (Con arranque.) No… ¡Maldita sea la ley…! La Naturaleza…
LUCRECIA.— ¡La Naturaleza, no… la ley!
EL CONDE.— (Encrespándose.) No, no. Abomino de una ley infame. Quiero a mi nieta; me pertenece, la reclamo, y usted me la dará.
LUCRECIA.— A mí me pertenecen las dos: las he llevado en mi seno.
EL CONDE.— (Con desesperación, clavándose en el cráneo los dedos de ambas manos.) ¡Triste de mí! Lucho con la ley, lucho con la madre… contienda imposible…
LUCRECIA.— (Con tesón, levantándose.) Y ni como madre, ni como tutora puedo acceder a lo que mi padre político pretende.
EL CONDE.— ¿Será usted capaz de rechazar mi proposición, de desairarme, de negar lo que pide el infortunado Albrit?
LUCRECIA.— Con grandísima pena me veo precisada a negarlo. Mis hijas son mis hijas. A ellas les conviene el calor maternal, y a mí el cariño y la presencia continua de entrambas para vivir en paz con Dios, y asegurarme la rectitud de mi alma. La una es mi deber, la otra mi error. Mi conciencia necesita los dos testigos, las dos presencias, para que yo pueda tener siempre entre mis brazos, sobre mi corazón, mis buenas y mis malas acciones.
EL CONDE.— (Atribulado.) Y entre mis brazos y en mi corazón, la soledad, el horrible vacío. (Levantándose, altanero.) No, no, Lucrecia, no me conformo… Por Dios, no me lance usted a la desesperación.
LUCRECIA.— Sea usted razonable.
EL CONDE.— (Suplicante.) Sea usted generosa.
LUCRECIA.— Soy madre…
EL CONDE.— (Exaltándose.) Soy abuelo, soy viejo… Necesito familia, amor.
LUCRECIA.— En mí y en mis hijas lo tendrá. (Con una idea feliz.) Última palabra: véngase usted con nosotras.
EL CONDE.— ¡Con usted… con las dos! ¡Nunca!
LUCRECIA.— ¡Loca obstinación!
EL CONDE.— (Brioso.) Entereza, sentimiento del honor.
LUCRECIA.— Demencia.
EL CONDE.— Si es demencia, maldita sea la razón.
LUCRECIA.— Yo arreglaré la vida de usted… yo…
EL CONDE.— (Inflexible.) Sin lo que pido, sin mi nieta, no quiero nada.
LUCRECIA.— No tardará el viejo Albrit en renegar de esa independencia, impropia de su edad y de su situación. Acójase a mí, o su vejez será muy triste.
EL CONDE.— Nada me arredra… nada temo. Lo mismo me importa la vida que la muerte. (Implorando.) Lucrecia, por última vez…
LUCRECIA.— No insista usted… Se cansa en vano…
EL CONDE.— Bien: no diré nada más. Ni está en mi carácter extremar la súplica… Lucrecia, adiós para siempre.
LUCRECIA.— Eso es locura.
EL CONDE.— (Trémulo, balbuciente.) Sí, sí… y los locos pacíficos… cuando no se les da lo que piden, hacen lo que yo… se van. Mas no saldré sin decir a usted que no veo, que no toco el cambio moral que debía ser resultado de su arrepentimiento. No. Lucrecia Richmond es siempre la misma… Confesada y sin confesar, la misma siempre… No creo que la haya perdonado Dios… ¡No la ha perdonado, no la ha perdonado, no, no!…
Sale con vivísima agitación. Se siente su paso inseguro por la escalera. Baja agarrándose al pasamanos. LUCRECIA, muy agitada, cae en el sofá llorosa. Acuden presurosos a ella MONEDERO y su esposa.