Escena IV
EL MÉDICO, EL CURA, VENANCIO, GREGORIA y EL CONDE, a paso lento, apoyado en su palo. Nótase más deterioro y descuido en su ropa. Avanza muy abstraído, sin parar mientes en las personas que están en la habitación.
EL CURA.— Señor Conde, ¿cómo va ese valor?
EL CONDE.— ¡Ah!, pastor Curiambro, ¿estás aquí? No te había visto… (Examinando las personas.) ¿Y este bulto…?
EL CURA.— No es bulto, es nuestro gran médico…
EL MÉDICO.— (Saludándole.) Señor Conde…
EL CONDE.— (Muy afectuoso.) Perdona, hijo… ¡Veo tan poco! Y aquél es Venancio… a ese le conozco sin verle. Y Gregoria… Ya está aquí todo el cónclave… Bien, bien… Antes de que me lo preguntes, médico ilustre, te digo que, fuera de este achaque de la vista, me encuentro muy bien… ¡Y qué contento vivo en la Pardina! Venancio, Gregoria, sabed que estoy contentísimo, y que tendréis la satisfacción de alojarme por mucho tiempo…
VENANCIO.— Es lo que deseamos…
EL MÉDICO.— ¿Va el señor Conde a dar su paseo?…
EL CONDE.— Si ustedes no disponen otra cosa… Pero me quedaré un poquito por hacer los honores a las dignas personas que honran mi casa. (Se sienta en el sillón.)
EL CURA.— Mil gracias, señor Conde. Veníamos…
EL CONDE.— Ya me lo figuro: a pasar revista a la huerta y examinar los tomates, y armar las grandes peloteras con Gregoria sobre si son mejores los de allá o los de acá… (Todos ríen.)
EL CURA.— Los míos son así de gordos.
GREGORIA.— Ya quisiera…
EL CONDE.— Basta de polémicas, y si arrojáis en esta placentera reunión el tomate de la discordia, yo, deferente con el bello sexo, adjudico el premio a mi patrona… Gregoria, Venancio, Dios os colme de prosperidades… a ver si salís de pobres… (Con ironía sutil.) En ello voy ganando, porque de lo que tengáis hijos míos, algo ha de participar siempre este pobre viejo… ¿Verdad que sí?…
VENANCIO.— (Secamente.) Sí, señor.
EL MÉDICO.— (Que, sentado a su lado, le pone la mano en el hombro.) ¿Con que bien…?
EL CONDE.— Pero no de la vista. Cada día se nublan más mis ojos.
GREGORIA.— (En un alarde de osadía.) El señor se pondría bueno de la vista… y de la cabeza… ¿lo digo?, si no tuviera tan mal genio.
EL CONDE.— ¡Mal genio yo! Si con la voluntad siempre en guardia he logrado dominarme, y ya no riño, ya no me oiréis gruñir…
VENANCIO.— Nos dice palabras blandas, pero con intención dura… Entre flores esconde el látigo con que…
EL CONDE.— ¿Yo? No, hijo mío. Precisamente quería aprovechar esta ocasión para decirte que admiro y alabo tus hábitos de arreglo, y tus grandes dotes de administrador.
VENANCIO.— (Sobresaltado.) ¿Qué quiere decir Vuecencia?
EL CONDE.— Que eres un ejemplo digno de ser imitado por cuantos manejan intereses propios o ajenos. Así prosperan las casas. Si no eres ya rico, Venancio, yo te auguro que lo que posees en tomates y berenjenas lo tendrás pronto en peluconas. Carmelo, Salvador, oigan este golpe: cuando llegué a la Pardina, este buen amigo mío y antiguo servidor puso a mis órdenes a un muchacho llamado Rogelio, inteligente, listo, para que fuese mi ayuda de cámara. Toda mi vida he tenido un servidor de esta clase. Mentira me parecía que pudiera pasarme sin él… Pero me paso, sí, señor, me paso… porque ayer me quitaron el criadito, y ya ven… estoy perfectamente.
VENANCIO.— (Mascando las palabras.) Señor, es que… Rogelio…
GREGORIA.— Fue preciso mandarle a traer yerba… (EL MÉDICO y EL CURA se miran, hablan con los ojos.)
EL CONDE.— (Con ironía finísima.) Pero, tontos, si no os riño; si me parece bien lo que habéis hecho… si os lo agradezco, porque así me vais educando en la pobreza, y enseñándome a ser como vosotros, económico, administrativo… No quiero ser gravoso; quiero que prosperéis; y con medidas como ésta claro es que habéis de llegar a ser riquísimos.
VENANCIO.— Señor, díganos las cosas claras.
EL CONDE.— Digo lo que siento. Y otra: tienes una mujer que no te la mereces. Esta Gregoria vale más que pesa, y con su instinto de gobernante de casa te ayudará, te empujará para que subas pronto a la cima de la opulencia.
GREGORIA.— (Asustada.) Señor, ¿por qué lo dice?
EL CONDE.— Porque es verdad. ¡Cuánto siento no estar ya en edad de tomaros por modelo!
EL CURA.— ¿Pero qué…?
EL CONDE.— Que esta Gregoria, con su arte sublime de mujer casera, me ha suprimido mi bebida favorita: el buen café.
GREGORIA.— Señor, si se lo llevé esta mañana.
EL CONDE.— Me serviste un cocimiento de achicoria, recalentado y frío, que… Pero no te riño, no. Si está muy bien. Siempre me dais mucho más de lo que merece este pobre viejo inútil, enfadoso… Prosperad, prosperad vosotros, y que os vea yo llenos de bienestar, desde el fondo de esta miseria en que he caído.
VENANCIO.— No somos ricos, ni aspiramos a serlo.
EL MÉDICO.— (Con severidad.) Conviene que se sirva al señor Conde un café muy bueno. Yo lo mando.
EL CURA.— Y yo… Y si no se le da como es debido, lo haré yo en casa, y se lo enviaré.
EL CONDE.— Gracias… Pero ya veis que no me enfado… Soy pobre, y como a pobre quiero que me traten. Este Venancio, esta Gregoria, que tanto me quieren y no pueden olvidar los beneficios que de mí han recibido, desean hacerme a su imagen y semejanza, y que como ellos viva, y como ellos coma, para de este modo sujetarme y tenerme siempre a su lado. ¿Verdad que es esto lo que anheláis? Pues me tendréis. De aquí no me muevo. Estad tranquilos, que vuestro huésped seré… tendréis Conde de Albrit para un rato.
EL MÉDICO.— Seguramente. Estos aires le prueban bien.
EL CONDE.— (Con gravedad.) No me cuido yo de los aires, sino de la misión que tengo que cumplir.
EL CURA.— (Receloso.) ¿Aquí precisamente?
EL CONDE.— Aquí… al menos por ahora. (EL MÉDICO y EL CURA se sientan junto al CONDE, uno por cada lado. VENANCIO y GREGORIA se retiran y vuelven de puntillas, poniéndose tras el sillón a escuchar lo que hablan.)
EL MÉDICO.— Pues si el señor Conde quiere oír un consejo de amigo y de médico… de médico más que de amigo, me permitiré decirle que la misión más adecuada a su edad y a sus achaquillos es darse buena vida.
EL CURA.— Y no cuidarse de nada y de nadie.
EL CONDE.— La ancianidad da derecho al egoísmo; pero a mí, pásmense ustedes, me han rejuvenecido las desgracias, y tras las desgracias han venido las ideas a darme vigor. Por unas y otras, yo tengo aún que hacer algo en el mundo. (EL MÉDICO y EL CURA se miran, comunicándose con los ojos sus impresiones.)
EL MÉDICO.— ¿Sería tan amable el Sr. D. Rodrigo que nos dijera qué misión es esa?
EL CONDE.— Misión que, en cierto modo, tiene cierto paralelismo con la tuya, Salvador, y con la tuya, Carmelo.
EL CURA.— Tres misiones paralelas.
EL CONDE.— Tú, pastor Curiambro, luchas en el terreno de la moral, disputando almas al pecado; tú, Salvador, te bates con la muerte en el terreno físico, tratando de arrancarle los pobres cuerpos humanos; yo combato en la esfera moral contra el deshonor (Pausa. D. CARMELO y ANGULO se hacen guiños), que es lo mismo que decir: por el derecho, por la justicia… (Pausa. Sonríe benévolamente.) Veo poco, amigos míos; pero lo bastante para hacerme cargo de que os reís de mí.
EL CURA.— ¡Oh!, no, Sr. D. Rodrigo…
EL CONDE.— Si no me enfado, no. ¡Ay! El quijotismo inspira siempre más lástima que respeto. Si compadecéis el mío, yo compadeceré el vuestro: el religioso y el científico… ¡Cómo ha de ser! En la relajación a que hemos llegado, el honor ha venido a ser un sentimiento casi burlesco.
EL CURA.— Reconozcamos, mi señor D. Rodrigo, que lo han desacreditado los duelistas…
EL CONDE.— Sí, sí, y los nobles presumidos. Aparte de eso, ¿no alcanzáis a ver la relación íntima del honor con la justicia, con el derecho público y privado? No, no la veis… Sin duda sois más ciegos que yo… Y decidme ahora, tontainas: ¿también os parecen cosa baladí la pureza de las razas, el lustre y grandeza de los nombres, bienes que no existen, que no pueden existir sin la virtud acrisolada de las personas que…? (Sus interlocutores callan, observándole.) No, no me entendéis. Tú, clérigo, y tú, doctorcillo, vivís envenenados por los miasmas de la despreocupación actual de ese asqueroso lo mismo da, de ese inmundo ¿y qué?
EL CURA.— Comprendemos la idea; pero…
EL MÉDICO.— Es una idea feliz; pero…
EL CONDE.— (Irritándose.) ¡Pero qué!… (Se calma y sonríe con desdén.) Si tuviera tiempo y ganas de entretenerme, os explicaría… (Sintiendo ruido detrás del sillón.) ¿Quién anda ahí? (Descubre a VENANCIO y su mujer.) Venancio, Gregoria, ¿por qué andáis por ahí acechando como espías? Venid a mi lado, que lo que digo, decirlo puedo y quiero también delante de vosotros. Ya todos somos iguales. Venid. (Se acercan tímidamente.) Pues decía: a ti y a ti (por EL CURA y EL MÉDICO), según veo, os importa un ardite que las familias honradas… y no me refiero sólo a las aristocráticas, sino a toda familia pundonorosa y decente… conserven la limpieza del nombre de la sangre… (A VENANCIO y GREGORIA.) Y vosotros, ¿qué pensáis, papanatas? También a vosotros os tienen sin cuidado las usurpaciones ignominiosas de estado civil, nombre, riqueza… (Callan los cuatro, observándole compadecidos.) ¡Ah, todos lo mismo: el sabio, el ignorante, igualmente ciegos ante el sol de la moral pura, de la verdad! (Bruscamente, levantándose.) Me voy… no quiero más conversación, no quiero…
EL CURA.— (Queriendo detenerle.) Pero, señor Conde…
EL MÉDICO.— Señor, aguarde.
EL CONDE.— (Nervioso, rechazándoles.) No quiero, no… Me voy… Abur, abur. (Sale.)