Escena XIII
Comedor en la Pardina.
VENANCIO, GREGORIA, SENÉN, disponiéndose a cenar; después EL CONDE y D. PÍO. GREGORIA pone la mesa.
VENANCIO.— Me parece mentira que estemos libres de ese estafermo insoportable.
GREGORIA.— ¡Ay qué descanso! Ya vivimos otra vez en la gloria. Cenaremos tranquilos, y nos acostaremos dando gracias a Dios.
SENÉN.— ¿Y estáis bien seguros de que se conformará con el encierro?
GREGORIA.— Y si no se conforma, que llame a Cachán.
VENANCIO.— Dice D. Carmelo que se quedó dormidito en el coro. Pues como se desmande y quiera escabullirse, no faltará quien le sujete; que el Prior de Zaratán no es hombre de mieles como nosotros, y las gasta pesadas. (Óyese la campana de la puerta.)
GREGORIA.— (Temblando.) ¡Jesús me valga!
VENANCIO.— Ha sonado la campana… Alguien entra… (Se asoma a la ventana.) Será José María…
SENÉN.— (Que también se asoma.) ¡Qué chasco, si fuera Albrit!…
GREGORIA.— (Trémula.) Si me parece que he oído su voz diciendo: «¡Ah de casa!».
VENANCIO.— No puede ser… (Mirando afuera.) ¡Rayos y jinojos, él es!
GREGORIA.— Será un alma del otro mundo…
SENÉN.— Se ha escapado el león…
EL CONDE.— (Entrando; tras él D. PÍO, que, distraído, conserva su pañuelo a la cabeza.) Sí, aquí está la fiera… Soy yo, mis queridísimos Gregoria y Venancio; el propio Albrit, vuestro señor que fue, después vuestro huésped. (Dirígese con calma al sillón que suele ocupar.) Y me acompaña mi buen amigo D. Pío Coronado, a quien veis en esa extraña facha porque el aire le privó de su sombrero.
D. PÍO.— (Con timidez, quitándose el pañuelo.) Perdón les pido… Me retiraré si estorbo.
EL CONDE.— Aquí no estorba nadie… (A VENANCIO y GREGORIA.) Ya comprenderéis que no vengo a pediros nuevamente hospitalidad. Con vuestras groserías me arrojasteis de la Pardina. No veáis en mí al pobre importuno que, despedido cien veces, cien veces vuelve. No: no entro en vuestra casa; entro en la casa de mis nietas, a quienes necesito ver esta noche.
VENANCIO.— Señor… yo no he arrojado a usía… Es que se creyó que estaría mejor en los Jerónimos.
EL CONDE.— ¡Al diablo tú y los Jerónimos!
GREGORIA.— La santa Virgen nos ampare.
SENÉN.— (Queriendo meter su cucharada.) Lo que quiere decir el señor Conde es que…
EL CONDE.— (Impaciente.) Lo que quiero decir es que necesito ver a mis nietas pronto. ¿Dónde están? ¿Por qué no han salido a recibirme?
GREGORIA.— Ha olvidado el señor que las convidó la señora del Alcalde.
EL CONDE.— (Severo.) Que vayan a buscarlas inmediatamente. (GREGORIA y SENÉN se ofrecen a traer a las niñas.) No, de ti no me fío… Tampoco tú eres de fiar… D. Pío, hágame el favor de traerme a Nell y Dolly.
SENÉN.— (Lisonjero.) Iré yo también, para que vea usía con qué solicitud ejecuto sus órdenes. (Vanse SENÉN y D. PÍO.)
VENANCIO.— (Haciendo de tripas corazón.) El señor querrá tomar algo.
GREGORIA.— Como no contábamos con usía, nada hay preparado.
EL CONDE.— Os lo agradezco. Cuando vengan mis nietas decidiré. Tú, Venancio, me harás el favor de ir a la Rectoral, y decir a Carmelo que deseo verle esta noche.
VENANCIO.— El señor cura estará cenando…
EL CONDE.— Eso no es cuenta tuya. Haz lo que te digo.
VENANCIO.— Bien, señor.
GREGORIA.— ¿Y a mí qué me manda usía?
EL CONDE.— Que puedes irte a tus quehaceres. Deseo estar solo. (Apoyando en la mano su cabeza, quédase meditabundo.)
GREGORIA.— (A su marido, que, al retirarse, amenaza con un gesto furtivamente al CONDE.) ¡Por Dios, Venancio…!
VENANCIO.— ¡Otra vez en mi casa…! Yo te juro que mañana no habrá en la Pardina más que un león… el de piedra, que está en el escudo. (Se van.)