Escena XI
Comedor en la Pardina.
EL CONDE, NELL, DOLLY, EL CURA, EL MÉDICO, sentados a la mesa; VENANCIO y GREGORIA, que les sirven.
La cena toca a su fin. EL CONDE, en el sitial, a la cabecera de la mesa, tiene a su derecha a NELL; enfrente EL CURA, teniendo a su derecha a DOLLY. Entre las dos parejas, EL MÉDICO.
EL CONDE.— ¿Qué secretos son ésos, pastor Curiambro? Toda la noche picoteando con Dolly.
EL CURA.— (Riendo.) ¡Ah!, son cosas nuestras. La señorita Dolly es muy simpática y ocurrente. Yo celebro infinito que el señor D. Rodrigo haya alterado esta noche la colocación de costumbre, y me haya cedido a una de sus nietas…
EL CONDE.— Por variar. Cuando están las dos a mi lado, me aturden.
EL CURA.— A mí esta me encanta… ¡Qué pico, qué sal!
DOLLY.— Como está tan desganadito, no sé cuántas cosas tengo que decirle para hacerle comer.
EL CURA.— (Riendo.) ¡Si es ella la que no come, y tengo que partirle la comida en pedacitos, y dárselos envueltos en un poco de sermón para que no me desaire!
DOLLY.— Yo me como el sermón y él los pedacitos. Cada uno lo que más le aprovecha.
EL CURA.— (Riendo más fuerte.) ¿Te gustan mis sermones?
DOLLY.— Sí, padre; quiero enflaquecer. (Todos ríen.)
EL CONDE.— (Deseando volver a un tema interrumpido.) Cuando acabes de reír las gracias de Dolly, continuaremos lo que hablábamos de los monjes de Zaratán, y del Prior…
EL CURA.— (Tragando a prisa para poder hablar.) ¡Ah! sí… ahora voy…
EL CONDE.— (Al MÉDICO.) ¿Decís que el Prior desea verme?
EL MÉDICO.— Sí, señor… quieren ofrecer sus respetos a D. Rodrigo de Arista-Potestad, cuyos antecesores fundaron aquel insigne Monasterio.
EL CONDE.— Y lo dotaron espléndidamente. Después vinieron años malos, la exclaustración. Siendo yo niño vi frailes en Zaratán. Desde aquel tiempo hasta hace poco ha permanecido el edificio como un panteón en ruinas.
EL CURA.— Hasta que el Conde de Laín, Diputado por Durante, gestionó que se incluyera una partida para restauración, y que volvieran los monjes…
EL MÉDICO.— No ha tenido poca parte en la resurrección del Monasterio el actual Prior, hombre de gran virtud, de una actividad asombrosa, conocedor del mundo…
EL CURA.— Como que es de la escuela romana… hombre de mucha sociedad, instruidísimo. Treinta y tantos años ha estado en las oficinas De Propaganda Fide.
EL CONDE.— ¿Y cómo se llama ese sujeto?
EL MÉDICO.— Padre Baldomero Maroto…
EL CONDE.— (Festivo.) Baldomero… Maroto… Pues debiera llamarse con más propiedad. El abrazo de Vergara.
EL CURA.— Eso dice él… y se ríe… Su nombre y apellido no carecen de simbolismo, porque el hombre es el puro espíritu de la conciliación…
EL MÉDICO.— Enlace entre las ideas que pasaron y las vigentes, siempre dentro del dogma…
EL CURA.— (Con énfasis en el elogio.) Y por su trato se diría que ha pasado la vida entre aristócratas… ¡Qué finura, qué tacto y delicadeza en la conversación!
EL MÉDICO.— He oído decir que procede de una gran familia.
EL CONDE.— ¿Es navarro quizás?
EL CURA.— No, señor; malagueño… Es punto muy fuerte en heráldica, y cuando se pone a hablar de linajes no acaba. Conoce el Becerro como nadie.
EL CONDE.— ¡Ah!… pues sí, me gustaría charlar con él.
NELL.— (Bajito, al CONDE.) Abuelito, ¿qué Becerro es ese?
EL CONDE.— Un libro… ya te lo explicaré.
DOLLY.— (Por lo bajo al CURA.) Don Carmelo, ¿qué es el Becerro?
EL CURA.— Ya te lo diré.
NELL.— (A DOLLY.) Un libro. Debe de ser como un Diccionario.
EL CURA.— (Encomiástico.) ¡Ah!, lo que tiene usted que ver, Sr. D. Rodrigo, es el monasterio.
EL MÉDICO.— Han hecho maravillas, en el año y medio escaso que llevan en él.
EL CONDE.— Yo lo he conocido habitado por los lagartos.
EL MÉDICO.— Pues ahora… ¡qué amplitud, qué comodidad! Luz y ambiente por los cuatro costados. No hay en toda la provincia lugar más higiénico.
EL CONDE.— ¿De veras…?
EL CURA.— Resguardado de los vientos del Norte por el monte de Verola, disfruta de un temple meridional.
EL MÉDICO.— Y la huerta, que propiamente es un extenso parque, rodeado de tapias, mide ochenta hectáreas.
EL CURA.— (Hiperbólico.) ¡Oh!, allí verá usted toda clase de cultivos, desde el naranjo al almendro.
EL MÉDICO.— Son agrónomos de primera… Además, tienen vacas holandesas, faisanes, un palomar con más de quinientos pares, gallinas de famosas razas, colmenas… estanques con riquísimas carpas… y qué sé yo…
EL CONDE.— (Con donaire.) Convengamos, amigos míos, en que esos pobres frailecitos se dan una vida de perros.
EL MÉDICO.— Ellos trabajan infatigables, eso sí, de sol a sol. Por la vida común, por la igualdad en el disfrute de los dones de la tierra, por el orden y la división del trabajo, vemos en el instituto religioso de Zaratán como un esquema de las futuras organizaciones sociológicas…
EL CURA.— ¡Ah, ya te lo diré yo…! (Arde en ganas de definir el verdadero papel de la Iglesia en la vida social; pero no conviniéndole abandonar el asunto que en aquel momento se trata, aplaza discretamente el punto evangélico-sociológico. NELL y DOLLY atienden con toda su alma, sin chistar, a la conversación de los mayores.)
DOLLY.— (Muy bajito.) D. Carmelo, ¿qué es esquema?
EL CURA.— Es… (Con desdén.) Cosas de estos sabios… nada.
Las dos niñas, de un lado a otro de la mesa, con visajes y alguna palabra suelta, se entienden, y comentan lo que oyen.
EL CONDE.— Hermoso será sin duda.
EL CURA.— De mí sé decir que siempre que voy a Zaratán me dan ganas de ponerme la cogulla y quedarme allí.
EL CONDE.— ¿Por qué no te quedas? Te convendría, créeme, entablar relaciones con el azadón.
EL CURA.— (Suspirando.) ¡Oh!, sí… Pero no soy libre. Pertenezco a mis feligreses. Usted sí, Sr. D. Rodrigo; usted sí que debería ser el Carlos V de ese Yuste.
EL CONDE.— (Vagamente, sin mirarles.) No es mala idea…
EL MÉDICO.— (Pensando que no es pertinente manifestar el deseo ni menos el propósito de llevarle a Zaratán.) El señor Conde no gustará quizás del excesivo regalo y confort que allí tendría.
EL CURA.— Seguramente no. Los monjes le tratarán con demasiado mimo, y el mimo y los agasajos excesivos pugnan con el carácter rudo y llanote del Conde de Albrit.
EL CONDE.— Según y conforme, amigos míos. (Con sutil malicia.) Antes de resolver nada en este delicado punto, la primera persona con quien debo consultar es Venancio, a quien debo generosa hospitalidad… Venancio, acércate. ¿Has oído? Sí, tú todo lo oyes. ¿Qué te parece? ¿Debo ir a Zaratán?
VENANCIO.— (Oportunamente aleccionado por EL MÉDICO y EL CURA, contesta todo lo contrario de lo que tan ardiente desea.) Señor, en ninguna parte está usía como en su casa.
EL CONDE.— (Con finísima marrullería.) Ya veis… ¡Cómo he de desairar yo a este hombre tan bueno para mí… que me hace la limosna con cristiana delicadeza!… ¡Ea!, hablemos de otra cosa.
EL CURA.— (Contrariado de que EL CONDE desvíe tan bruscamente la conversación.) Pero esto no es óbice para que el señor Conde reciba al Prior…
EL MÉDICO.— Ni para que le pague la visita. Iremos todos. Yo quiero que se haga cargo de la organización admirable de Zaratán.
NELL.— (Gozosa.) ¿Iremos, abuelito?
DOLLY.— D. Carmelo… ¿iremos nosotras?
EL CONDE.— (Impaciente por pasar a otro asunto.) Veremos esa maravilla… Gregoria. (Adelántase GREGORIA.) Ven acá, mujer… Quiero felicitarte delante de todos por la excelente cena que nos has dado. Sin necesidad de que yo te lo advirtiera, te has esmerado esta noche, porque tenemos dos buenos amigos a nuestra mesa. Así me gusta. El régimen de sobriedad y economía se guarda, naturalmente, para cuando estamos solos las niñas y yo.
GREGORIA.— (Azorada.) Señor…
EL CONDE.— (Envolviendo su sátira en formas exquisitas.) Yo alabo tu arreglo, y me parece muy bien que, cuando como solo con éstas, no se conozca que eres buena cocinera, ni que tu despensa está bien surtida, ni que posees vajilla elegante y manteles limpios. Decidido a dejarme educar por vosotros en la sordidez y en la miseria, que tan bien cuadran a este tristísimo fin de mi vida, os daría la satisfacción, si lo quisierais, de comer con vosotros en la cocina… (Mutismo enojoso de GREGORIA y VENANCIO. Este traga saliva muy amarga. EL CURA y EL MÉDICO no saben qué decir.) Yo te felicito una y otra vez, porque distingues, con claro talento, entre mi persona humilde y la de mis amigos. Nos debemos a la sociedad. (GREGORIA recoge las migajas y el servicio del postre sin decir una palabra. La procesión va por dentro. VENANCIO se retira.) Y estoy bien seguro, porque te conozco, de que el café de esta noche será excelente, como tú sabes hacerlo cuando no estamos en familia, en la santa llaneza a que os obligan vuestros escasos recursos…
GREGORIA.— (Tragándose la ira.) El Sr. Angulo toma té, ¿verdad?
EL MÉDICO.— Sí: el café me desvela.
EL CURA.— A mí, no: venga café.
DOLLY.— Lo serviremos nosotras.
NELL.— (Levantándose.) Ponlo en aquella mesita.
GREGORIA.— (Poniendo el servicio donde se le indica.) Aquí está.
EL CURA saca su petaca, y da un cigarro al CONDE. Ambos encienden. EL MÉDICO no fuma.
EL CONDE.— Chiquillas, servidnos ya.
NELL.— (Vivamente.) Yo le sirvo al abuelo.
DOLLY.— Le sirvo yo.
NELL.— Yo…
DOLLY.— A mí me corresponde.
NELL.— ¿A ti, por qué?
DOLLY.— Porque no me senté a su lado. De algún modo se ha de compensar…
NELL.— No me conformo. (Disputan con cierto calor sobre cuál servirá al abuelo.)
EL CURA.— Vaya, no reñir, ninas. ¿Qué más da?
DOLLY.— (Testaruda.) Sí da.
EL MÉDICO.— Pues que lo echen a la suerte.
NELL.— Eso es: dos pajitas.
EL CURA.— Vaya… A la suerte. (Coge rabillos de guindas que han quedado en la mesa.) Una pajita grande y otra chica. (Las prepara y las da al CONDE.) En manos del león de Albrit está la suerte.
EL CONDE.— Sea. Chiquillas, venid, y aquí tenéis la solución de vuestro destino. (Van las niñas, y de los dedos del abuelo cada una saca un palito.)
NELL.— (Con alegría.) Yo gané. (Muestra la pajita grande.)
DOLLY.— (Retirándose corrida.) Ha habido trampa.
NELL.— ¿Qué?
DOLLY.— (Con ligereza, sin saber lo que dice.) El abuelo ha hecho trampa.
EL CONDE.— ¡Qué yo hago trampas!
DOLLY.— Porque no me quiere.
EL CONDE.— (Meditabundo, hablando solo.) ¡Qué innoble! No hay duda, es la falsa, la mala, la intrusa. (Las niñas llenan las tazas.)
EL CURA.— ¡Si os quiere a las dos! Dolly, no te enfades.
DOLLY.— Yo no me enfado. (Se ríe.)
EL CONDE.— (Para sí.) ¡Se ríe… qué descarada… después de ofenderme!
NELL.— (Llevando al abuelo su taza.) Abuelo… ahí lo tienes como te gusta, amarguito.
EL CURA.— Dolly me sirve a mí. Ya sabes: pónmelo dulzacho.
DOLLY.— Ahí va. Ahora el té para el doctor.
EL CONDE.— (Para sí.) ¡Y aún se ríe!… Carece de delicadeza… No le hacen mella los desaires. Epidermis moral muy gruesa… extracción villana. (Alto.) ¿Qué tal os sirve la pintora?
EL CURA.— Divinamente.
EL CONDE.— Siempre juguetona y atropellada.
EL MÉDICO.— Señor Conde, un poquito de ron. (Ofreciéndole de una botella que acaba de traer GREGORIA.) Es riquísimo; le probará bien.
EL CONDE.— No me sientan bien los alcoholes. Pero si te empeñas… Y parece muy bueno. (Catándolo.) ¡Qué guardadito lo tenías, Gregoria! Así se hace: estas cosas ricas para las ocasiones.
EL CURA.— (Después de servirse ron.) Ahora, chicuelas, un poquito para vosotras.
NELL.— (Retirando su copa.) No, no… ¡qué asco!
DOLLY.— Yo, sí… póngame media copa, D. Carmelo.
EL CURA.— (Riendo.) Te emborrachas unas miajas, y a la camita.
EL CONDE.— (Para sí, mirándola beber.) ¡También eso!… ¡Qué ordinaria! ¡Buena diferencia de esta mía, que en todo revela su origen noble!… (Bebe de un trago, y al instante siente desvanecimiento en su cabeza.)
EL MÉDICO.— (Observando que cierra los ojos, y articula palabras ininteligibles.) ¿Qué… qué es eso?
EL CONDE.— Nada… se me va un poco la cabeza… Ya te dije… los alcohólicos… (Se confunden sus ideas; aléjase la realidad; ve a los comensales y a sus nietas como sombras esfuminadas, y oye sus voces como un murmullo distante de hojas secas que arrastra el viento.)
EL CURA.— Parece que se aletarga.
EL MÉDICO.— (Sacudiéndole suavemente el brazo.) Sr. D. Rodrigo…
NELL.— Está fatigado. (Llamándole.) ¡Abuelito!
EL CONDE.— (Volviendo en sí, y pasándose la mano por los ojos.) Lo he soñado.
DOLLY.— ¡Pero si no has tenido tiempo de soñar nada! Ha sido un instante.
EL MÉDICO.— Medio minuto.
EL CONDE.— (Mirando detenidamente a todos.) Lo he soñado… ¡Qué imitación tan perfecta de la realidad!
DOLLY.— (Asustada.) ¿Qué dices?
EL CONDE.— Le he visto… como ahora te veo a ti.
NELL.— ¿A quién?
EL CONDE.— A tu padre… Entró por aquella puerta. No le veíais, yo sí… Acercose a la mesa, y se sentó junto a Dolly… sin decir nada… A mí sólo miraba. (Vuelve a pasarse la mano por los ojos. DOLLY, medrosa, no acierta a pronunciar palabra alguna. VENANCIO y GREGORIA espían desde la puerta.)
NELL.— (Abrazándole.) Papaíto, debes retirarte… Estás rendido.
EL CURA.— Sí, sí: a la cama.
EL MÉDICO.— Vamos. (Dispuesto a llevársele, le coge del brazo.) Sr. D. Rodrigo, a dormir.
EL CONDE.— (Levantándose con dificultad, ayudado de NELL y de ANGULO.) No tengo sueño ya… Pero, pues tú lo quieres, Nell, vamos… Tú mandas, hija mía…
NELL.— Señores, mi abuelito les pide permiso para retirarse.
EL CURA.— Sin cumplidos… ¡No faltaba más!
EL MÉDICO.— (Viendo que EL CONDE suelta su brazo.) ¿No quiere que le acompañe a su dormitorio?
EL CONDE.— No es preciso. Gracias, querido Salvador. Estoy bien… muy bien. Carmelo, buenas noches.
DOLLY.— (Despidiéndose del CURA y del MÉDICO.) Buenas noches. (Va tras de su abuelo, que, apoyado en NELL, avanza lentamente hacia la puerta.)
EL CONDE.— (Volviéndose hacia ella bruscamente.) No vengas. (Con displicencia.) Acompaña a estos señores. Aprende a ser cortés. (Pausa.)
Retíranse despacio EL CONDE y NELL. DOLLY vuelve al centro de la estancia, se sienta, apoya en la mesa los codos, la cara en las palmas de las manos.
EL CURA.— ¿Qué tienes, chiquilla?
EL MÉDICO.— También la marea el ron.
DOLLY.— (Sollozando.) El… abuelo… no me quiere.