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El Abuelo: Escena VIII

El Abuelo
Escena VIII
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Prólogo
  4. Dramatis Personæ
  5. Jornada I
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
  6. Jornada II
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
  7. Jornada III
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
  8. Jornada IV
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
  9. Jornada V
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
    16. Escena XVI
    17. Escena XVII
  10. Autor
  11. Otros textos
  12. CoverPage

Escena VIII

Monasterio de Zaratán (Jerónimos).

Hállase situado en un fértil llano, con ligera inclinación y corriente de aguas hacia el Mediodía. Lo resguardan de los vientos septentrionales el verde muro de una selva espesísima, y la fortaleza de un monte, estribación de la sierra que por el Este se extiende en escalones hasta la mar. Rodeándolo frondosas arboledas de sombra, adorno y fruto, y tierras de cultivo y pasto, cerradas por tapia o setos vivos, en extensión considerable.

La construcción románica de la iglesia y de parte del convento aparece bastardeada, y en algunos puntos ridículamente sustituida por horribles superfetaciones del pasado siglo, de una imbecilidad que causa enojo y tristeza. En el frontis de la iglesia, en distintas puertas y ventanas, campea el escudo de Albrit, leónrampante con banderola en la garra, y el lema: Potestas Virtus.

No lejos de la fachada de la iglesia, separado de ella por anchurosa calle de chopos viejos, podados, llenos de jorobas y arrugas, está el portalón de ingreso. Es una plazoleta mal pavimentada de losetones verdinegros y resbaladizos, que fuera de él se extiende, se para el coche que conduce al CONDE DE ALBRIT y su acompañamiento. Sale toda la Comunidad a recibirle, con el Prior a la cabeza.

EL CONDE DE ALBRIT, EL CURA, EL MÉDICO, EL ALCALDE, EL PRIOR y monjes.

Es el PADRE MAROTO varón tosco y agradabilísimo, con sesenta años que parecen cincuenta; ni bajo ni flaco, ni gordo, admirablemente construido por dentro y por fuera, con equilibrio perfecto de músculos, hueso y cualidades espirituales. La ingeniosa Naturaleza supo armonizar en él, como en ninguno, la potente estructura corporal con la agudeza del entendimiento. Su índole nativa de organizador y gobernante en todo se revela; pero reviste tan hábilmente de dulzura y gracia el báculo de su autoridad, que ni siquiera duelen los estacazos que suele aplicar a los díscolos de su corto rebaño. Sin su energía, actividad y metimiento prodigioso, el fénix de Zaratán no habría renacido de sus cenizas.

EL CONDE.— (Muy afectuoso, contestando con exquisita urbanidad al saludo de bienvenida que en el portalón le dirige EL PRIOR.) Me anonada usted, señor Prior, saliendo a recibirme con la dignísima Comunidad… Vamos, que esto es hacer de mí un Emperador Carlos V.

EL PRIOR.— Para nosotros, imperio ha sido la casa de Albrit, y las glorias de Zaratán se confunden en la historia con la grandeza de las Potestades. (Entran en la calle de chopos jorobados; detrás, respetuosamente, el séquito civil y frailuno.)

EL CONDE.— (Con tristeza.) ¡Oh, grandezas desplomadas!… Albrit y Laín no son ya más que polvo y ruinas. (Pausa solemne.) Y agradezco más los honores que en esta ocasión se me tributan, porque veo en ellos un absoluto desinterés. Señor Prior de Zaratán, el último Albrit no puede corresponder a tan noble agasajo con ninguna clase de beneficios. Es pobre.

EL PRIOR.— Nosotros también. En los tiempos que corren, no hay más riquezas que la virtud y el trabajo, y más vale así.

EL CONDE.— (Parándose con intento de admirar las hermosas campiñas que a un lado y otro de la chopera se ven.) Admirable cultivo. Esta santidad agricultora es un encanto… y un gran progreso, el único progreso verdad.

EL PRIOR.— Trabajamos porque Dios lo manda. Dios quiere que no cultivemos sólo el cielo, sino la tierra; la tierra, que es el complemento de la fe.

EL CONDE.— Y, como la fe, la tierra no engaña. Ella nos alimenta vivos; muertos nos acoge…

Entran en el convento, y pasan a una sala cuadrilonga, en cuyas paredes se ven rastros de un fresco decorativo, que borroso asoma por entre los remiendos de yeso. La sillería es moderna y ordinaria, porque los monjes no tienen para más. EL PRIOR hace al CONDE la presentación de los Padres más ancianos, o más significados por sus talentos. El uno es notable por su facultad oratoria; el otro despunta en la agronomía; aquél es teólogo insigne; esotro, arquitecto. No falta el organista ni el veterinario, que al propio tiempo es algo canonista, y muy buen castrador de colmenas. Terminadas las presentaciones, EL PRIOR quiere obsequiar al CONDE y acompañamiento con un Málaga superior, que le han enviado de su tierra para celebrar. Acéptalo EL CONDE con galantería y D. CARMELO con júbilo. Sirve un lego y catan todos el finísimo licor.

EL ALCALDE.— (Repantigado en un sillón.) ¡Compadres, vaya una vida que se dan ustedes!

EL CURA.— (Repitiendo.) ¡Bendita sea la cepa que da este caldo! Debe de ser la que plantó Noé.

EL MÉDICO.— (En voz baja, a un fraile con quien platica.) Conviene que vea y aprecie las excelencias de Zaratán bajo el punto de vista de la vida orgánica y de las comodidades, porque, como buen aristócrata, se inclina al sibaritismo.

EL ALCALDE.— (A un monje que despunta en la agronomía.) Dígame, compañero, ¿de dónde demonios han sacado ustedes la simiente de esa remolacha forrajera que he visto en algunos tablares?

EL FRAILE.— (Con acento italiano.) Es de Lombardía, y también el grano turco.

EL ALCALDE.— ¿Qué es eso?… ¡Ah!… el maíz… Buenas cañas. Me han de dar ustedes unas mazorcas. Pues ¿y la alfalfa? Dan ganas de comerla… También quiero simiente… Yo no ando con repulgos; soy muy francote… barro para adentro… Verdad que también doy cuanto tengo… el corazón inclusive… (Pasando junto al CONDE.) Señor D. Rodrigo, yo que usía, francamente, me dejaría ya de hacer el caballero andante, y me vendría a vivir con estos compadres, que me parece… vamos… que no lo pasan mal.

EL PRIOR.— (Que, descuidándose a veces, emplea los tratamientos italianos.) ¡Oh!… si monseñor viviera con nosotros, nos honraría extraordinariamente.

EL CURA.— (Repitiendo.) Yo… se lo he dicho… ¡las veces que se lo he dicho!… Pero no quiere hacerme caso… Él se lo pierde.

EL PRIOR.— Eccellenza, otra copita.

EL CONDE.— No… Muchísimas gracias.

EL MÉDICO.— No puede desechar el recelo de que en Zaratán carecería de libertad. ¿Verdad, señores, que aquí estaría tan libre como en su casa?

EL PRIOR.— Viviría en la más hermosa y abrigada celda que tenemos; comería lo que más fuese de su agrado; se pasearía de largo a largo por nuestros plantíos y praderas, y estaría dispensado de asistir a los oficios, y de ayunos y penitencias. Si esto no es buena vida, que me traigan al que descubra otra mejor.

EL CURA.— (Repitiendo.) Su edad exige cuidados exquisitos, que aquí tendría como en ninguna parte.

EL CONDE.— (Con afabilidad.) Señores míos, yo agradezco infinito su solicitud, y me siento orgulloso del afecto que me demuestran, deseando tenerme en su compañía. Lo agradezco en el alma; pero no puedo acceder a sus nobles deseos, no y no. Y rechazo la oferta, no por mí, sino por la Comunidad, por lo mucho que la quiero, la respeto y la admiro.

EL MÉDICO.— (Aparte a un fraile.) ¡Viejo más marrullero!…

EL ALCALDE.— Veremos por dónde sale.

EL CONDE.— Estoy bien seguro de que los señores monjes, a los pocos días de alojarme aquí, no me podrían aguantar, y renegarían de haberme traído. Créanlo: tengo un genio imposible.

EL PRIOR.— ¡Eccellenza… por Dios…!

EL ALCALDE.— (Volviendo al grupo distante.) ¡Zorro de Albrit, remolón, pamplinero, si acabarás por venir aquí y tomar lo que te den, aunque sean sopas!

EL CONDE.— Sí, soy inaguantable. Cuando no ha podido domarme el infortunio, ¿quién me domará?

EL PRIOR.— (Echándose a reír y palmeteándole en el hombro.) Yo… sí, monseñor, yo… ¡También suelo gastar un geniecillo!…

EL CURA.— (Repitiendo.) La dulzura, el tacto, el don de gentes del Padre Maroto, son una garantía de concordia… Vivirán en santa paz.

EL CONDE.— Además, hay otro inconveniente. En mi vejez triste no puedo vivir sin afectos; me moriría de pena si no pudiera tener a mi lado a mis nietecillas, una de ellas por lo menos, la que escogiera yo para mi compañía.

EL ALCALDE.— (En voz alta.) Pues que las traigan. Es lo único que falta en Zaratán para que esto sea completo: un par de niñas…

EL PRIOR.— ¡Ah!, eso no. Aquí no pueden vivir mujeres. Las señoritas le escribirían con frecuencia.

EL CURA.— (Repitiendo, sin beber, y aplicándose, con finura, la palma de la mano a la boca.) Ya se iría jaciendo. Y alguna vez podrían las niñas venir a visitarle.

EL CONDE.— (Un poco molesto.) Que no me conformo. ¿Cuántas veces he de decirlo?

EL PRIOR.— Sí, sí… No se hable más.

EL CONDE.— (Con fina marrullería.) No desconozco la fuerza de las razones expuestas para convencerme. Ni quiero que vean ustedes en mí un hombre terco, atrabiliario y desagradecido… No, Prior; no, amigos míos. Mal genio tengo; pero de las tempestades de mis nervios suele surgir el juicio sereno y claro. Hermoso es Zaratán, simpáticos y agradabilísimos el Prior y sus dignos cofrades. ¿Quieren tenerme por compañero y amigo? No digo que sí; no digo que no… No debo aparecer ingrato, ni tampoco ansioso de un bien que no merezco.

EL PRIOR.— (Repitiendo los palmetazos afectuosos.) ¡Si al fin, monseñor, hemos de comer juntos muchos potajitos… y nos hemos de pelear aquí… como buenos hermanos!

EL ALCALDE.— (Dando resoplidos.) ¡Si digo que…!

EL MÉDICO y EL CURA cambian una mirada de satisfacción. Propone EL PRIOR enseñar la sacristía, y dar un paseo por la huerta antes de comer, y a todos les parece idea felicísima. Aunque el buen ALBRIT ve poco, se presta con galana urbanidad a que le muestren prolijamente las imágenes, los ornamentos, los vasos sagrados. El pobre señor, en obsequio a los bondadosos frailes, hace como que lo ve todo, y con discreta lisonja de buena sociedad, todo lo admira y alaba, hasta que EL PRIOR, abriendo un estuche, saca de él un cáliz y se lo enseña, diciéndole: «Esta hermosa pieza es donación de la CONDESA DE LAÍN». Inmútase el anciano, y después de preguntar a MAROTO si celebra en la hermosa pieza, y de responderle el fraile que sí, suelta un terno… y tras el terno una denominación que es escándalo y azoramiento de todos los que cerca están. Hace EL PRIOR como que no ha oído nada, y siguen.

Se sirve la suculentísima y abundante comida en una salita próxima al refectorio, mientras come la Comunidad, y sólo asisten a ella, a más de los forasteros, EL PRIOR y un monje anciano, el más calificado de la casa. Muéstrase, desde la sopa al café, decidor y jovial el buen PRIOR, arrancándose a contar salados chascarrillos andaluces de buena ley; y EL CONDE, aunque con pocas ganas de conversación, y como atacado de tristeza o nostalgia, se esfuerza en cumplir la tiránica ley de cortesía, riendo todos los chistes incluso los del Alcalde, el cual, después de un impertinente disputar sobre cosas triviales, barre para su casa, sosteniendo la supremacía de las pastas españolas para sopa entre todas las del mundo, incluso las italianas. Termina despotricando contra el Gobierno, porque no protege la industria nacional recargando fuertemente en el Arancel… ¡el fideo extranjero!

De sobremesa, propone EL PRIOR un agradable plan para la tarde: siesta, el que quiera dormirla; después, paseo hasta la casa de labor de abajo, que es la más interesante; visita a los corrales, establos y cabañas, y, por fin, solemnes vísperas con órgano, Salve, etc.

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