Escena IV
Los mismos; CONSUELITOCONSUELITO.— (Gozosa.) Ya estoy de vuelta, y con las alforjas bien repletas.
EL CURA.— ¿La de la espalda?
CONSUELITO.— Las dos… Sois unos mandrias, que aguantáis, sin rascaros la comezón de la curiosidad. Yo no puedo: o averiguo lo que no sé, o reviento.
EL ALCALDE.— ¿Sabes algo, maestra?
CONSUELITO.— ¿Cómo algo?
EL CURA.— Y algos.
CONSUELITO.— No me ofendáis suponiendo que sé las cosas a medias. No: Consuelo Briján, o las ignora por entero, o las sabe de cabo a rabo; y todo, todito lo que pasó ayer en Verola lo conoce ya… y vosotros… ni palabra… y estáis rabiando porque yo os lo cuente: de donde resulta que sois tan curiosones como yo; pero hipócritas al propio tiempo, porque os regaláis con la fruta que buscan los que llamáis chismosos… ¡Ay, dejadme que me siente!… estoy cansadísima… he venido volando para contaros… No, no: punto en boca. Ahora me vengo de los hipocritones, negándome a darles la golosina… (Gozándose en la ansiedad de los que la rodean.) No, no: no digo nada. Sois más fisgones que yo, y más ávidos del escándalo ajeno que yo… Mira, mira los ojos chispos del Alcaldillo… Y el curita… cómo se relame esperando el dulce… Pues me callo… Soy muy discreta… No me gusta meterme en vidas ajenas. (Con énfasis cómico.) Es pecado; es falta de caridad, de delicadeza… Cada cual se las arregle para buscar la comidilla, que a mí mi trabajito me ha costado sacarla de las entrañas de la tierra. ¡Ahora se fastidian, se fastidian!
EL ALCALDE.— Vaya, no marees, y dinos lo que sepas.
EL CURA.— ¿Pero cómo puede usted saber…? ¿Acaso tiene espías en Verola?
EL ALCALDE.— Los tiene en todas partes. Son corresponsales que le escriben, y hasta le ponen telegramas.
CONSUELITO.— Espías, no; pero tengo mi representación en Verola. ¿Cómo no, habiendo allí tanta gente gorda de la que da que hablar, y estando además Lucrecia, que por sí se basta y se sobra para dar materia a setenta corresponsales?
LA ALCALDESA.— Pues suelta la sin hueso. Abre la espita. ¿Qué ha ocurrido?
CONSUELITO.— (Sin poder contenerse.) Una bronca fenomenal. Lucrecia ha reñido con el Marqués de Pescara, el cual, en una entrevista que tuvieron en la estufa, debió de insultarla… ¡Cosas tremendas, señores, que ponen los pelos de punta! ¡Qué tal habrá sido la gresca, que de ella resultó desafío…!
EL CURA.— Dios nos asista.
CONSUELITO.— La conducta del de Pescara no le pareció bien al Duquesito de Malinas… Que si esto, que si lo otro, que patatín y que patatán. Salieron desafiados para la frontera, donde a estas horas se habrán disparado el uno al otro la mar de tiros.
LA ALCALDESA.— Pero la causa, el por qué de toda esa zaragata…
EL ALCALDE.— Vete a saber. Probablemente celos…
CONSUELITO.— Algún motivo daría Lucrecia para que el Marqués echara los pies por alto.
SENÉN.— (Vivamente.) No habrá sido la Condesa quien ha dado el motivo, sino el Marqués, que hace tiempo venía faltando…
EL CURA.— ¡Ah!, tunante; luego tú sabes… Permítame la señora Doña Consuelo Briján que ponga en cuarentena todo ese folletín de La Correspondencia que acá nos trae…
CONSUELITO.— Mis informaciones, Sr. D. Carmelo, son siempre competentemente autorizadas, y proceden…
EL CURA.— De chismes de lacayos o marmitones.
EL ALCALDE.— Eso no: el corresponsal de mi prima en Verola es un punto que sabe su obligación.
LA ALCALDESA.— (Riendo.) Tadea, la planchadora de los Donesteve.
EL ALCALDE.— Y que no se descuida. Larga unas cartas de seis pliegos, llenos de garabatos, que parecen una alambrera. Ésta sola los entiende.
CONSUELITO.— Y que no se le escapa nada. Antes de la gresca, los Donesteve y Lucrecia habían concertado casar a Nell con el marquesito de Breda, primogénito de Utrech.
EL CURA.— Buena boda. ¿Y a Dolly?
CONSUELITO.— Seguían los tratos para apalabrarla con el hijo segundo.
EL ALCALDE.— Eso se llama barrer para adentro.
LA ALCALDESA.— ¿Y qué más?
CONSUELITO.— La noticia gorda, la bomba final… ¡Ah!, esa no te la digo si no me la pagas en lo mucho que vale.
LA ALCALDESA.— (Riendo.) ¿Qué quieres por ella?
CONSUELITO.— Me has de dar el tarro de dulce de coco con batata que recibiste ayer de la confitería. Ya sabes que me muero por el coco.
EL CURA.— (A carcajadas.) Golosa había de ser.
EL ALCALDE.— Está bueno. ¡Qué le den el dulce por las mentiras!
CONSUELITO.— (Poniendo morros.) Pues si no me lo dan, no hay caso. No suelto una palabra.
LA ALCALDESA.— Hija, no: lo que es el coco, no lo catas…
CONSUELITO.— Pues no cataréis vosotros la miel que tanto os gusta… ¿Ves, ves al curita cómo se relame?…
EL CURA.— (Riendo.) Vicenta, dele usted el tarro, ¡por San Blas!, porque si no se lo dan, no habla; y si no habla, revienta.
LA ALCALDESA.— Bueno; le cederé la mitad.
CONSUELITO.— Anda, cicatera… Pues la noticia es que a Lucrecia le dieron como unos siete ataques espasmódicos seguiditos.
EL ALCALDE.— Bah, bah…
CONSUELITO.— Espérate… Y se tiró de los pelos, y se abofeteó a sí misma, diciéndose por su propia boca muchas más abominaciones que han dicho de ella las bocas de los demás.
EL CURA.— Principio de arrepentimiento.
CONSUELITO.— Como que reconocía que por haber sido ella tan alegre de cascos pasan estas trifulcas. Y consternada, medrosa del Infierno, volvió los ojos a la verdad, y… vamos, que se le ocurrió confesarse. (Estupor general.)
EL CURA.— (Oficiosamente, a la ALCALDESA.) Pásele usted recado, Vicenta. Dígale que estoy a sus órdenes.
CONSUELITO.— Tarde piache. Desde Verola mandó un propio a Zaratán.
EL ALCALDE.— Sí, hombre… Hace dos años, se confesó también con Maroto. Por cierto que dijimos: «Ya no volverá a las andadas». Pero al poco tiempo… ¡trómpolis! Lo que hacen estas: vaciar de pecados viejos la conciencia, para hacer hueco, y poder ir estibando los pecados nuevos.
EL CURA.— (Desconcertado.) Pero entendámonos: ¿mandó aviso a Maroto anunciándole que ella iría a Zaratán, o le suplicaba que fuese él a Verola?
CONSUELITO.— La carta no lo puntualiza. Está escrito en una postdata, momentos antes de salir el peatón.
EL ALCALDE.— Bueno; y después de todo, ¿qué nos importa? La especie de la confesión apenas vale un cuarto kilo de dulce.
EL CURA.— (Cejijunto.) Sí vale, sí… En fin, Vicenta, hágame el favor de decir a la Condesa…
LA ALCALDESA.— Al momento voy. (Entra en la casa.)
EL ALCALDE.— (Oyendo la campana que anuncia entrada de visitante por la puerta principal del jardín, al lado opuesto de la casa.) ¿Quién entra?
SENÉN.— (Que ha corrido a enterarse.) ¡D. José, D. José!…
EL ALCALDE.— ¿Quién es?
SENÉN.— El Prior de Zaratán.
EL ALCALDE.— Que pase a la sala… ¡Y me coge en zapatillas!…
EL CURA.— (De mal talante.) Yo le recibiré.
Momentos de confusión. El PADRE MAROTO y el cogulla que le acompaña son recibidos por D. CARMELO. Preséntase luego EL ALCALDE; baja la ALCALDESA; median las cortesías usuales. Sube EL PRIOR a la estancia de la CONDESA. Salen nuevamente al jardín los demás personajes, entre ellos el MONJE, a quien anuncia MONEDERO que el señor PRIOR y la compañía comerán en su casa. Alega D. CARMELO mejor derecho y significación, que los Monederos reconocen. Después, CONSUELITO entretiene con ameno coloquio al MONJE.
LA ALCALDESA.— Yo espero que después de la confesión recibirá a los amigos.
EL CURA.— (Displicente.) ¡Y si no los recibe, qué le hemos de hacer…! Yo predico esta noche. Comenzamos la novena de la Esperanza, y entre repasar el sermón y vestir un poquito la iglesia, se me va el día… Me parece que no podré volver.
EL ALCALDE.— ¿Y las niñas?
LA ALCALDESA.— Nell estaba con su mamá… ¿Pero no sabes?… Dolly se ha vuelto a la Pardina, sin decirnos nada. La Condesa me encarga que la mande venir inmediatamente. Quiere que las dos estén a su lado.
EL ALCALDE.— Lo que digo: es loca esa chicuela. Anda, Senén; vete a la Pardina y te la traes. Dile que lo manda su mamá, y que también lo mando yo, el Presidente del Ayuntamiento. Ya le bajaremos los humos a esa leoncita…
La confesión dura cinco cuartos de hora, determinados reloj en mano por CONSUELITO y D. CARMELO. Este se lleva a su casa a los dos frailes, que resuelven quedarse en Jerusa hasta el día siguiente, porque EL PRIOR tiene que solventar asuntos varios en el Ayuntamiento. Alégrase de esta detención EL CURA, para que puedan oír y apreciar su sermón de aquella noche dos teólogos insignes.
Vuelve SENÉN de la Pardina con la incumbencia de que DOLLY no quiere salir de allí, y que ha hecho burla del ALCALDE y de su vara, lo que saca de quicio a MONEDERO. Le calma su esposa con el razonamiento de que es muy natural que la chiquilla desee comer con su abuelo por última vez. Transige D. JOSÉ MARÍA, asegurando que a la tarde, o viene la fierecilla, o va él a buscarla con la Guardia Civil. SENÉN, que no se da por vencido con los repetidos desaires de la CONDESA, se va a su casa, prometiendo volver al plantón a primera hora de la tarde. Es de los que se imponen por el terror.
A la una comen LOS MONEDEROS con NELL y CONSUELITO. A LUCRECIA se le sirve en su cuarto. Dan las dos, las tres…