Escena X
Dichos; GREGORIA, vestida para salir.
Trae servicio de café.
GREGORIA.— Aunque el señor no lo ha pedido, como sé que le gusta tanto el café… (Lo pone en la mesa.)
EL CONDE.— ¡Oh, qué bien!… Tu previsión, hija mía, es muy de alabar. Carmelo, te sirvo…
GREGORIA.— Las señoritas están concluyendo de arreglarse. En seguida nos iremos.
EL CONDE.— Que no se entretengan; ya será hora. (Al CURA, sirviéndole azúcar.) A ti te gusta dulzón, si no recuerdo mal.
EL CURA.— ¡Qué memoria tiene usted!
EL CONDE.— No siendo para los favores que me hacen, también la pierdo, como la vista.
GREGORIA.— ¿Se le ofrece algo más al señor?
EL CONDE.— No… Gracias. (Vase GREGORIA.)
EL CURA.— (Paladeando el café.) ¿Y qué?… Señor Conde, ¿qué le parecen a usted sus nietecitas? ¿No las había visto después de su regreso de América?
EL CONDE.— No.
EL CURA.— Son angelicales… ¡Y qué lindas, qué graciosas! Se le meten a uno en el corazón… Verlas, tratarlas y no quererlas, es imposible. (EL CONDE, ensimismado, calla. Durante la pausa, D. CARMELO le observa.) Dios ha hecho en ellas una parejita encantadora, para regocijo y orgullo de su madre… y de usted.
EL CONDE.— (Como volviendo en sí.) ¿Decías?… ¡Ah! Sí, son hechiceras las chiquillas.
EL CURA.— (Queriendo sonsacarle el motivo de su estancia en Jerusa.) Comprendo la impaciencia de usted por verlas. Al santo anhelo de conocer a sus nietas y abrazarlas, debemos el honor de tenerle en Jerusa…
EL CONDE.— Yo he venido a Jerusa, principalmente, por… (A VENANCIO, con autoridad, pero sin altanería.) Tú…
VENANCIO.— ¿Señor?
EL CONDE.— Haz el favor de dejarnos solos. (Vase VENANCIO.)