Escena IV
EL CONDE, NELL; después, DOLLY.
EL CONDE.— ¡Ah! Nell… ¿qué traes ahí?
NELL.— ¿Cómo habíamos de consentir que no te desayunaras? Hemos reñido a Gregoria.
EL CONDE.— ¡Oh!, ¡qué ángel!… A ver… ¡Oh, esto sí que es bueno!… recién hecho… ¡qué aroma!… Dios te bendiga.
NELL.— No merezco yo las bendiciones, sino Dolly, que es quien te lo ha hecho.
EL CONDE.— Pero la idea habrá sido tuya. (Se sirve.)
NELL.— No quiero engalanarme con plumas ajenas. La idea fue de ella… Se ha puesto furiosa… Y a Venancio, le ha echado una buena peluca.
EL CONDE.— ¡Atrevidilla!
NELL.— Le gusta cocinar… y sabe… ¿Qué tal está?
EL CONDE.— Riquísimo… ¿Dices que Dolly sabe cocinar?
NELL.— Le gusta. Quiere aprender. Pues ahora está preparando un guisote, y luego te hará fruta de sartén. Verás qué bueno.
EL CONDE.— ¡Qué criatura! Dile que venga.
NELL.— Cree que estás enfadado con ella, y no se atreve a venir.
EL CONDE.— (Imperioso.) Que venga, digo.
NELL.— (En la puerta de la casa, llamando. A Dolly, que venga.) Dolly, ven… Dice que no está enfadado.
DOLLY.— (Con mandil de arpillera, remangados los brazos.) Abuelito, con esta facha no quería presentarme a ti.
EL CONDE.— Ven… no seas tonta… Gracias, chiquilla, por el excelente café que me has hecho.
DOLLY.— Y si me dejase Gregoria, te haría un arroz… que te chupabas los dedos.
EL CONDE.— (Sonriendo benévolo.) Bien, bien… Vaya, posees el genio de dos artes muy difíciles: la pintura y la culinaria.
DOLLY.— (Haciendo una graciosa reverencia.) Para servir a usía, señor Conde.
NELL.— Mientras nosotras estemos aquí, no te faltará nada papaíto.
EL CONDE.— (A DOLLY.) Pues aplícate, hija, aplícate, y serás una excelente cocinera. Quizás te conviene más de lo que tú crees. ¿Y Nell, no guisa?
NELL.— ¡Ay!, yo no sirvo para eso. Me da repugnancia… Además, no sé; vamos, que no me gusta.
EL CONDE.— Cada cual según su temperamento.
DOLLY.— (Sonriendo.) Esta es tan finústica, que para fregar un plato, es preciso que el plato esté limpio.
NELL.— (Riendo.) Esta es tan a la pata llana que no lava las cosas sino cuando están muy sucias.
DOLLY.— Claro.
EL CONDE.— Cada cual, chiquillas, es como es, y no puede ser de otra manera. ¡Y yo que no veía diferencia entre vosotras! Ahora, no sólo os distingo, sino que os considero con absoluta desigualdad. Ya separo vuestros caracteres, separo vuestras voces, separo vuestras almas… Sois el día y la noche, el alfa y la omega… la… No, no os digo lo que pienso, pobrecitas; no me entenderíais.