Escena V
NELL, DOLLY; EL CONDE; SENÉN, que ha presenciado de lejos, oculto tras un árbol, el encuentro del abuelo y sus nietas.
SENÉN.— ¡Qué estropeado y qué caído está el viejo león de Albrit!… Hoy por hoy, no me conviene malquistarme con él. Nunca se sabe de qué cuadrante sopla la suerte. (Viendo avanzar el grupo, se adelanta sombrero en mano.) Señor Conde, bien venido sea, mil veces bien venido, a la tierra de sus mayores. ¡Qué hermosa figura hace Vuecencia en medio de estos dos ángeles!
EL CONDE.— (Parándose.) ¿Quién me habla?
NELL.— Es Senén, papá.
DOLLY.— ¿No te acuerdas?
SENÉN.— Senén Corchado, señor, el que fue… no me avergüenzo de decirlo… criado del señor Conde de Laín.
EL CONDE.— ¡Ah, lacayo! (Con súbita cólera, requiriendo el garrote.) ¿Vienes a que te dé dos palos?
SENÉN.— (Retirándose.) ¡Señor…!
NELL.— Abuelito, ¿qué haces?
DOLLY.— ¡Si es de casa, si es nuestro amigo!
EL CONDE.— (Reportándose.) Perdonadme, niñas queridas… he confundido sin duda… Y tú, Séneca, Cenón, o como quiera que te llames, perdóname también… te he tomado por otro. Pensé que eras tú el infame que se permitió decirme… Ven acá, dame la mano. Tengo el genio poco sufrido…
SENÉN.— (Dándole la mano.) Siempre fue lo mismo Vuecencia.
EL CONDE.— Luego, esta continua disminución de mi vista no me permite distinguir a los bribones de las personas honradas. La ceguera me hace irascible… ¿Y qué tal? Ya recuerdo que me hablaron de ti: sé que estás hecho un hombre.
SENÉN.— (Con falsa humildad.) Aunque me iba muy bien en casa del señor Conde de Laín, me dio por abandonar la servidumbre y trabajar en cualquiera industria o negocio…
EL CONDE.— Muy bien pensado. Así se hacen los hombres. ¿Y qué eres ahora? ¿Zapatero?
SENÉN.— Señor, no.
NELL.— Papá, si es empleado.
DOLLY.— Empleado de Hacienda con tantos miles de sueldo.
EL CONDE.— Vamos, que tú querías ganar dinero a todo trance… El dinero lo ganan, Senén, todos aquellos que con paciencia y fina observación van detrás de los que lo pierden: fíjate en esto.
SENÉN.— (Inflándose.) La señora Condesa me consiguió un destinito…
NELL.— Mamá le ha protegido y le protege, porque es buen muchacho…
EL CONDE.— La Condesa es una gran potencia. Nadie le niega nada. Ya sabes tú, picaruelo, a qué aldabones te agarras.
DOLLY.— Aquí donde le ves, papá, es la economía andando, y mira por su ropa como una mujer.
EL CONDE.— Séneca, digo Senén, tú pitarás. Y ahora, ¿estás aquí con licencia?
SENÉN.— He venido de Durante para tener el honor de saludar al señor Conde de Albrit y a la señora Condesa de Laín, que también debe de llegar hoy.
NELL.— ¡Qué viene mamá! (Despréndense las dos de los brazos de su abuelo, y saltan gozosas.)
DOLLY.— ¡Jesús, qué alegría!
NELL.— Pues no sabíamos nada. ¿Lo sabías tú, abuelito?
EL CONDE.— (Pensativo.) Sí.
DOLLY.— (Volviendo a coger el brazo de ALBRIT.) Vamos aprisita.
NELL.— (Inquieta.) Tenemos que arreglarnos.
SENÉN.— Las señoritas han de ir al hotel del señor Alcalde, a esperar a su mamá.
NELL.— ¿Pero va mamá a casa del Alcalde?
DOLLY.— ¿Por qué no viene a la Pardina con nosotros, con abuelito? (SENÉN se encoge de hombros.)
EL CONDE.— La Pardina no le parecerá a tu mamá bastante cómoda… En fin, no quiero que os detengáis por mí… Vamos, hijas mías.
NELL.— ¡Ah! Se me olvidaba… Amigo Senén, ¿querrías hacernos un favor?
SENÉN.— Todo lo que las señoritas quieran. ¿Qué es?
NELL.— Subirse a aquel árbol a coger la Historia.
EL CONDE.— ¡A coger la Historia!
DOLLY.— El pícaro libro, que se echó a volar.
NELL.— Jugando, lo tiramos al aire.
EL CONDE.— (Gozoso.) Comprendo, sí… Estudiáis mirando al cielo… Senén, intrépido Senén, sube pronto, hijo… Anda, que cuando eras muchacho ya treparías más de una vez para coger nidos.
SENÉN.— (Disimulando su disgusto, se quita la americana.) Allá voy.
NELL.— Ten cuidado no se te rompa el traje.
SENÉN.— Que es nuevo… ya lo ven.
DOLLY.— ¡Vaya un alfiler de corbata que te traes!… Por Dios, no te caigas.
EL CONDE.— No temáis: éste sabe subir y agarrarse bien. Si cae, será porque le tiene cuenta.
SENÉN.— Por ahora, señor Conde, me tiene más cuenta apoyarme bien en las ramas fuertes… Ajajá… Ya te cojo, Historia maldita.
DOLLY.— Bájate pronto… (Desciende SENÉN a las ramas bajas, y se tira de un salto.)
NELL.— (Cogiendo el libro.) Dios te lo pague. Vaya, sigamos.
DOLLY.— ¿No quiere el abuelito entrar por el pueblo?
EL CONDE.— No, no: vamos por el atajo, que nos lleva directamente a la Pardina sin pasar las calles de Jerusa. No quiero ver gente, y menos jerusanos.
SENÉN.— (Poniéndose la americana.) ¡Lástima no haber sabido antes que venía el señor Conde! El pueblo le habría preparado un buen recibimiento.
EL CONDE.— (Con desdén.) ¿A mí?… ¿A mí Jerusa?… Brrr…
SENÉN.— Habría salido la música, el orfeón… No faltaría el arquito de ramaje, y luego lunch en la Casa Consistorial.
EL CONDE.— Veo que eres un cursi tremendo. Conozco esos homenajes, que en otro tiempo, cuando los merecía y estaba en disposición de recibirlos, me halagaban, sí. Hoy me harían el efecto de una burla cruel. Antes de verme tan viejo y tan pobre como ahora, tuve ocasión de apreciar la villana ingratitud de mis compatriotas los habitantes del señorío de Jerusa. (Se detiene y suspira.) Veinte años ha, la última vez que aquí estuve, los colonos que habían llegado a ser ¡Dios sabe cómo! propietarios de mis tierras, los señoritingos nacidos de mis cocineras, o engendrados por mis mozos de cuadra, me recibieron con frío desdén, que me llenó de tristeza y amargura. Dijéronme que la villa se había civilizado. Era una civilización improvisada y postiza, como la levita que compra el patán en un bazar de ropas hechas.
NELL.— Papaíto, no olvida tu pueblo los beneficios que de ti ha recibido.
DOLLY.— No los olvida, no. La calle principal de Jerusa se llama de Potestad.
NELL.— La fuente de los cinco caños, junto a la iglesia, se llama del Buen Conde.
EL CONDE.— Sí, Sí, mi abuelo paterno. Historia, cosas pasadas, que sólo dejan tras sí un letrero, una inscripción… Todo se borra, ¡ay! aun las piedras escritas. Cuando la roña y el musgo las empuercan, y se han criado en ellas cien generaciones de arañas y lagartijas, viene el progreso, y las manda picar para escribir otra cosa… o aprovecharlas en una alcantarilla. No me quejo, no. Ese es el mundo. Rodamos todos hacia lo infinito.
SENÉN.— (Enfáticamente.) Jerusa, por más que digan, no puede olvidar que debe su existencia a los Albrit de la Edad Media.
EL CONDE.— (Meditabundo.) Y a mis abuelos y a mí todo lo que en ella es de algún valor. La casa Ayuntamiento, que era el primitivo palacio de los Condes de Laín, fue donada por D. Martín de Potestad, capitán de las galeras de Nápoles. La calzada de Verola y el puente sobre el río Caudo, obra fue de mi madre. Mi abuelo materno hizo el hospital y la casa-cuna; y yo traje las aguas riquísimas de Santaorra; levanté el muro de contención que defiende al pueblo de las avenidas del Caudo; fundé y doté la Hermandad de Pescadores, haciéndoles además una dársena para abrigo de sus lanchas; repoblé el monte comunal… sin contar otras mejoras de que ya no me acuerdo. ¿Y cómo pagaron mis paisanos tantos beneficios? Pues cuando me vieron mal de intereses, recargaban horrorosamente mis propiedades en todos los repartos de contribución para obligarme a vendérselas… Y lo conseguían… En sus manos rapaces está todo.
NELL.— Abuelito, no pienses cosas tristes.
DOLLY.— ¿No estás alegre de vernos y de tenernos a tu lado?
EL CONDE.— (Deteniéndose para abrazarlas y besarlas con efusión.) Sí, sí, ángeles inocentes. Soy feliz con vosotras, y lo demás nada me importa.
SENÉN.— (Con malicia indiscreta, que resulta más antipática por lo pedantesco de la expresión.) Y de que no seríamos justos achacando a Jerusa el pecado de la ingratitud, tenemos hoy una prueba elocuente, señor Conde, porque, sabida con antelación la llegada de la señora Condesa de Laín, se le prepara un recibimiento entusiasta, cual corresponde a quien tan grande fomento ha dado a los intereses materiales y morales de esta villa. Saldrá el Alcalde a la estación…
EL CONDE.— Y se dispararán cohetes. Todo eso está muy en carácter.
NELL.— (Impaciente.) ¡Cohetes, música…! Vamos, vamos pronto.
DOLLY.— Abuelito, por aquí, si quieres que vayamos derechos a la Pardina.
EL CONDE.— ¿Estamos ya en la loma que llaman la Asomada?
SENÉN.— Sí, señor: de aquí se ve toda la villa; y si Vuecencia quiere dar un vistazo a la población, en dos minutos estamos en la plaza.
EL CONDE.— No, no. Gracias. Por esta otra calleja bajamos a la Pardina. (Deteniéndose y mirando al pueblo, que en aquel punto se ve totalmente, rodeado de arboledas y verdes lomas.) Sí, sí… te conozco, Jerusa; distingo un montón de tejados rojos y de ventanales blancos… más allá manchas de verde lozano. Eres Jerusa; te siento bajo mis pies, te huelo al pisarte… Tu ingratitud me da en el olfato. Hiciste escarnio del que fue tu señor, aplicándole un mote burlesco… Pues ahora, el león flaco de Albrit, que nada te pide, que para nada te necesita, te manifiesta su desprecio con toda la efusión de su alma, no queriendo de ti ni un pedazo de tierra para sepultar sus pobres huesos. (Volviéndose hacia las niñas.) Si me muero aquí, que me lleven a enterrar a Polan, o que me tiren al mar.
DOLLY.— Papaíto, no es hoy día de cosas tristes.
NELL.— ¡Si estamos muy contentas!
EL CONDE.— (Limpiándose una lágrima.) Sí, sí… Vamos, para que lleguéis a tiempo de presenciar los homenajes a vuestra mamá.
SENÉN.— Por esta calleja llegamos en un instante a la Pardina.
EL CONDE.— Conozco bien el camino… En este sitio, torciendo a la izquierda, dejamos de ver el mar. (Parándose a contemplar el Océano.) ¡Oh, qué hermosura! Es el amigo de mi infancia.
NELL.— ¡Y qué espléndido, qué azul! Hoy se viste de gala para recibirte.
EL CONDE.— ¿Sabéis por qué gozo tanto en mirarle? Porque le veo… es lo único que distingo bien, por razón de su magnitud. Desde que voy perdiendo la vista, hijas mías, mis pobres ojos no aprecian bien más que las cosas grandes… ¡Cuánto mayores son, mejor las veo! Quisiera que en el mundo fuera todo colosal, inmenso… Lo pequeño, creedlo, me entristece, me enfada… (Se internan en la calleja).