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El Abuelo: Escena IX

El Abuelo
Escena IX
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Prólogo
  4. Dramatis Personæ
  5. Jornada I
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
  6. Jornada II
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
  7. Jornada III
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
  8. Jornada IV
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
  9. Jornada V
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
    16. Escena XVI
    17. Escena XVII
  10. Autor
  11. Otros textos
  12. CoverPage

Escena IX

LUCRECIA, EL ALCALDE, la ALCALDESA; después NELL.

EL ALCALDE.— ¿No lo decía yo? ¿Ha sacado la zarpa?… Si estoy por bajar, y aplacarle un poquito los humos.

LUCRECIA.— No, no… ¡Pobre viejo!… Es muy sensible que no pueda yo acceder a lo que pretende. Dejarle. (Atendiendo al ruido de los pasos.) ¿Se caerá en la escalera? Vicenta, mande usted que le acompañe alguien. (Sale la ALCALDESA a dar órdenes.)

EL ALCALDE.— De veras, ¿no se ha desmandado?

LUCRECIA.— No… Debemos compadecerle, cuidar de él con todo el cariño del mundo. LA ALCALDESA.— (Que ha visto alejarse al CONDE.) El pobrecito llora… Parece que no puede tenerse en pie. Pero se resiste a que le acompañe un criado. Quiere andar solo.

LUCRECIA.— Solo… ¡Qué dolor! ¡Triste ancianidad!… (Sintiendo perturbado su espíritu.) ¡Oh, Dios mío!, ¿dónde está la paz que diste a mi alma? Ese hombre me la quitó… Es el agitador de mi conciencia… ¡Otra vez el tumulto en mi mente… otra vez la ansiedad, el temor, la duda!… (Consternada, alza los brazos, echa la cabeza hacia atrás, cierra los ojos.)

LA ALCALDESA.— ¿Otra vez mal, amiga mía?

EL ALCALDE.— Que venga el médico.

LA ALCALDESA.— Al instante.

LUCRECIA.— Los dos… Que vengan los dos médicos. Quiero ver al Prior… Que vuelva.

EL ALCALDE.— (Oficiosamente.) Mandad recado a la Rectoral: allí estará.

LUCRECIA.— (Agitadísima.) Sí… yo no quiero ser mala; no quiero padecer… quiero curarme. Se renueva la herida. Meteré la mano en ella, y si duele, que duela; y si con el dolor se me acaba la vida, que se acabe. ¿Dónde está mi hija? Nell, alma mía. (Entra NELL y se arroja en sus brazos llorando.) Ven, abrázame. ¿Verdad que no te separarás de mí, que no quieres separarte de mí?

NELL.— (Con emoción infantil.) Nunca, nunca.

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